Read El jardín de las hadas sin sueño Online

Authors: Esther Sanz

Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica

El jardín de las hadas sin sueño (4 page)

Desde el otro lado de la calle vi cómo el pianista se subía a un autobús. Era un tradicional Routemaster rojo de dos pisos. Corrí para alcanzarlo y conseguí entrar por detrás justo cuando arrancaba.

Tras echar un vistazo en el primer piso, subí las escaleras. El movimiento dificultaba mi ascenso por los minúsculos escalones. Tuve que agarrarme a la barandilla con las dos manos para vencer el mareo y no caerme. Al llegar arriba, suspiré aliviada al verlo sentado junto a una ventanilla.

El autobús estaba muy lleno, así que tomé asiento dos filas por detrás de él. Me sentí extraña al darme cuenta de que no tenía ni idea de cuál era su ruta. Viajaba sin rumbo, siguiendo a un extraño y, sin embargo, me sentía contenta y excitada. Esa canción era lo más cerca que había estado de Bosco desde que nos separáramos hacía meses.

Clavé la mirada en su nuca y me pregunté qué extraña relación tendría con todo aquello y, sobre todo, qué había motivado que nuestros pasos se cruzaran en aquel restaurante ese día. ¿Y si no había sido casual? ¿Y si me estaba dirigiendo a una trampa y el pianista no era más que un cebo?

Por su pose relajada parecía no haberse dado cuenta de nada. Se había puesto unos llamativos auriculares y movía la cabeza siguiendo el ritmo. Se los quitó cuando la cobradora del autobús se plantó frente a él para expenderle un billete. Afiné el oído para escuchar su destino.

«Camden Town».

Aquello suponía al menos una hora de trayecto. Tras pagar mi viaje, decidí relajarme y esperar a que el vehículo se fuera vaciando.

Entonces me sentaría a su lado y podría hablar tranquilamente con él.

Apoyada en la ventana, contemplé cómo el paisaje urbano iba cambiando en cada calle que cruzábamos. Tras salir del tranquilo barrio residencial de Maida Hill con sus típicas casas victorianas, entramos en el bullicio de pubs de Kilbum.

El vaivén del autobús hizo que poco a poco me abandonara a una especie de sopor. La canción de Bosco sonó de nuevo en mi interior.

Su melodía había capturado mi alma como un anzuelo y me había devuelto al bosque. Con aquella dulce banda sonora, todo lo vivido durante el otoño pasado sacudió mi mente con ráfagas de recuerdos.

Evoqué el momento en que Bosco la había tocado para mí a cabaña del diablo tras una pesadilla, y la noche en que la tarareaba mientras se bañaba desnudo en el lago. Suspiré al recordar la perfección de su cuerpo, la belleza de aquel instante bajo la luna llena…

Después me perdí en lo que había ocurrido a continuación al calor del fuego y de sus caricias.

Un brusco frenazo me despertó de aquella ensoñación.

Abrí los ojos alarmada y descubrí con horror que el pianista ya no estaba en su asiento. Miré por la ventana y vi que habíamos llegado a su parada. Estábamos en Camden Town. Un segundo después, el pianista cruzaba la calle ante mis ojos, al otro lado del cristal.

Me levanté, bajé los escalones a toda prisa y salté del autobús justo cuando arrancaba. Tuve suerte de que aquellos viejos autobuses no tuvieran puertas y permitieran bajarse con el vehículo en marcha.

Giré sobre mí misma varias veces, tratando de localizarlo entre la gente que deambulaba por aquellas coloridas calles a esas horas. Si de día aquel barrio respiraba vitalidad y alegría con sus puestos de comida asiática y tiendecitas de orfebrería, libros y ropa… de noche, las tribus urbanas de punks, darks, rockers o góticos se concentraban a las puertas de discotecas y salas de concierto alternativas.

Entre toda aquella muchedumbre, no vi ni rastro del chico de los auriculares.

Me senté abatida en un banco. ¿Cómo había sido tan tonta para dejarlo escapar ante mis narices?

—¿Qué quieres de mí? —La voz del pianista me sobresaltó—. Me estabas siguiendo.

Clavó sus ojos grises en los míos esperando una respuesta. De frente no se parecía en nada a Bosco. Tenía la nariz puntiaguda y la tez muy blanca y pecosa. Ahora que lo tenía delante, no sabía qué decir ni por dónde empezar. De mi boca, en vez de palabras, salieron notas.

Pensé que la canción de mi ermitaño era la mejor contraseña para entrar en ese mundo de secretos que ambos conocíamos.

Estaba equivocada.

—Estás loca. —Arrugó la frente—. ¿Me has seguido hasta aquí solo para canturrear una de mis canciones? Si querías ligar conmigo no hacía falta que me siguieras como una psicópata. Bastaba con me pidieras el teléfono o algo así.

—¡No eres tú quien me interesa! Es…

—¿Mi canción?

—¡No es tuya! —protesté enfadada—. Dime quién te la ha enseñado.

—Ahora no tengo tiempo para tonterías. Me esperan en The Dublin Castle para un concierto.

—No pienso irme hasta que me lo cuentes todo.

—Pues entonces espero que te guste la música indie. —Rió entre dientes, y me dio la espalda.

Caminé en silencio a su lado. Al cabo de unos minutos ya estaba resoplando. Me costaba seguir el ritmo de sus zancadas.

Antes de entrar en aquel local con fachada roja y aires de pub irlandés, lo intenté de nuevo.

—Por favor… —Le agarré de la chaqueta.

—No tengo la respuesta que buscas —me dijo antes de soltarse con suavidad.

Dos horas y media después, los Talk About —la banda del pianista— se despedían con una versión más rockera de la canción de Bosco.

Le habían puesto letra y sonaba de maravilla en la dulce voz de la cantante.

Aunque el público era muy distinto al del Honey Trap, el efecto fue el mismo. Las caras de fascinación se mezclaron con alguna que otra lagrimilla de emoción.

Había seguido toda la actuación desde un rincón de la sala. Tras espantar a un par de espontáneos que se acercaron con el pretexto de una copa, tuve la extraña sensación de que alguien me observaba… Sola, en aquel antro oscuro, me sentía como una presa fácil.

No sabía quién era ese chico ni cómo demonios había aprendido esa melodía, así que no descartaba que tuviera algo que ver con la Organización. Aunque tampoco que Bosco no hubiera sido del todo sincero. ¿Y si aquella canción no la había compuesto él? O peor aún, ¿y si no llevaba décadas, como él decía, recluido en el bosque y se la había enseñado a alguien más? Ninguna de las dos hipótesis tenía mucho sentido… pero ¿acaso lo tenía que su canción sonara en varios locales de Londres?

En cualquier caso, no estaba dispuesta a irme de allí sin respuestas.

Mientras el pianista recogía los instrumentos y bromeaba con la atractiva solista, me acerqué al escenario.

—¿Todavía estás aquí? —Bajó de un salto del entablado y me miró con curiosidad.

—Ya te lo he dicho. No pienso irme hasta que me expliques de dónde has sacado esa canción —refunfuñé.

—No hay mucho que contar. Me la enseñó alguien a quien prometí no revelar su fuente.

—¿Por qué?

—No lo sé. —-Se encogió de hombros y bajó la voz hasta convertirla en un susurro— Las chicas sois muy raras a veces. ¿Has conocido alguna vez a alguien a quien le cambien de color los ojos cuando se cabrea?

No me hizo falta escuchar más.

Pegué un salto y besé al pianista en la mejilla. Él me miró extrañado y sonrió. Supuse que mi gesto espontáneo confirmaba su teoría sobre lo raras que podemos llegar a ser las chicas.

Paré un taxi y me despedí de él desde la ventanilla mientras me dirigía feliz a la residencia. Por fin sabía que esa persona era Berta y que no andaba lejos.

Notas bajo la puerta

D
urante el trayecto en taxi, empecé a dudar de la señal de alarma que sacudía mi cuerpo en situaciones de peligro. Aquel día la había sentido dos veces y, sin embargo, las noticias no podían ser mejores: Berta estaba bien y vivía en Londres. Solo ella podía haberle enseñado la canción al pianista ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

Me pareció sorprendente que, de todos los lugares del mundo, las dos hubiéramos elegido el mismo para escondernos. Tal vez no era muy seguro, pero al menos ahora sabía a quién acudir si las cosas se torcían. El pianista era mi enlace con Berta y estaba segura de que, en caso necesario, cantaría.

Lo que no acababa de entender era por qué le había enseñado la canción de Bosco. Sentí una punzada de decepción al pensarlo. Aquellas notas formaban parte de nuestro universo privado; no me gustaba la idea de compartirlas con cualquier londinense que fuera al Honey Trap o a un concierto de los Talk About.

Berta era imprevisible. Sonreí al evocar cómo nos habíamos conocido en Colmenar, cuando mi bicicleta estuvo a punto de chocar contra ella. Aquella vez pilló tal mosqueo que casi me fulmina con su intensa mirada verde. Más tarde, cuando nos hicimos amigas en aquel viejo autobús de Soria, me sorprendió con sus amables ojos azules. Berta era la única persona que conocía a la que le cambiaba el iris según su estado de ánimo. Pensé en las palabras del pianista y me reí para mis adentros. Después me pregunté si sería un amigo o algo más para ella, y me enfurecí al recordar que le había visto tontear con la cantante de la banda.

Llegué a la residencia pasada la medianoche. No tenía muy claro si podría dormir allí. Emma me había pedido que le dejara la habitación libre para estar con Miles. Teníamos una contraseña para esos casos, que, por supuesto, solo ella utilizaba. Un lazo rojo en el pomo era la señal de «no entrar».

No había lazo, pero sí una nota en el suelo que encontré nada más abrir la puerta. La luz del pasillo iluminó un pequeño sobre blanco sobre la moqueta.

Alice:

Me parece fatal lo de esta noche. No me esperaba eso de ti. No solo me dejas tirada el día de mi cumpleaños, sino que además plantas a James cuando por fin se decide a declararse. ¡Me has arruinado la fiesta! ¡Y ni siquiera te has acabado la cena!

En fin, imagino que tendrás tus motivos, pero ¿quién demonios era ese tío, Alice? Espero que el pianista te haya merecido la pena… Porque si no, no lo entiendo.

Emma

PD: Nos vemos en una semana. El avión a París sale de madrugada. Cuídate, Alíce,

PD1: Llama a James. Se ha quedado muy preocupado tras tu desmayo.

Emma estaba enfadada conmigo y yo no se lo reprochaba. Motivos no le faltaban. Aquella era una noche especial y yo había actuado de una forma totalmente incomprensible para ella.

Las posdatas de la nota me dejaron algo más tranquila. Cuando volviera de París la compensaría con algo especial; quizá el nuevo cedé de los O. Children o un vestido negro que había visto en Religión, una tiendecita mítica de Brick Lane. Volveríamos a ser tan amigas como antes.

Encendí la luz. Había ropa de Emma desperdigada por todas partes. Me la imaginé tratando de meter todas esas prendas en su maleta y a

Miles recordándole que solo se trataba de una semana. Había camisetas suyas hasta en mi cama. Las recogí y las doblé para guardarlas.

Una semana era demasiado tiempo para convivir con aquel desorden.

Al abrir su armario, una caja de zapatos se precipitó contra mí desde la balda superior. Intenté agarrarla al vuelo, pero no pude evitar que cayera al suelo y que su contenido se esparciera por la moqueta. Había un fajo de dinero, un sobre americano y un cuaderno negro.

Recogí los billetes. Eran de cien libras y estaban sujetos con una goma. Me impresionó que Emma guardara tal cantidad en su armario.

Ciertamente, yo misma escondía las monedas de Bosco en el doble forro de mi arcón y tenía algunos billetes bajo una pieza de la moqueta… Pero en mi caso se debía a una cuestión de seguridad y supervivencia. No podía arriesgarme a ir al banco con una identidad falsa o tocar las cuentas que tenía con mi nombre real. Pero ¿y Emma? ¿Qué motivos podría tener una chica de diecinueve años para guardar casi diez mil euros en una caja de zapatos? Lake-house era una residencia de estudiantes cara y la familia de Emma vivía de una pequeña pero próspera destilería de whisky. Pero, aun así, me costaba creer que ese dinero hubiera salido del bolsillo de sus padres.

En cuanto al sobre, lo habría guardado sin más en la caja de no ser por un detalle: tenía mi nombre escrito. Lo abrí con una mezcla de curiosidad y culpabilidad de fisgona. Eran fotos mías. Pero lo más sorprendente era que todas ellas habían sido sacadas sin que yo me percatara. Había varias de Holland Park: yo paseando, sentada en un banco… Y algunas de mi día a día: saliendo de la academia en la que estudiaba, haciendo la compra…

Sentí cómo el corazón se me aceleraba. ¿Qué significaba todo aquello? Traté de buscar una explicación lógica. Emma era aficionada a la fotografía y yo siempre me negaba a salir en las fotos. Le había dicho que las odiaba, pero lo cierto es que me protegía: no quería dejar huella de mi estancia en Londres. ¿Y si se trataba de una sorpresa y aquellas fotos eran para mí? Tal vez pensaba regalármelas cuando acabara el curso siguiendo esa tradición tan inglesa de preparar anuarios.

Pensé en otra posibilidad: James, Últimamente, Emma había estado muy insistente con el tema. Recordé algunas frases de esa misma tarde:

«Agradécele a James la cena», «Gracias a James no te has partido la cabeza…», «James está loco por ti». En su nota incluso me recriminaba mi falta de delicadeza con él. ¿Y si aquellas fotos las había hecho para James? Pero ¿por qué tanto interés en emparejarnos?

Abrí el cuaderno negro. Estaba lleno de poemas. Leí varios antes de cerrarlo. Eran versos de amor, algo cursis y sencillos tratándose de la Emma gótica que conocía. Lo guardé todo en su armario y pensé que mi nueva amiga era una auténtica caja de sorpresas.

La probabilidad de que Emma tramara algo contra mí cruzó mi mente un instante, pero rápidamente desmonté ese argumento. Nos habíamos conocido por azar; no tenía sentido pensar que me estuviera vigilando y fotografiando con algún interés maligno. Nuestra amistad era sincera.

En ese momento me acordé de Braulio y de lo buena persona que me había parecido al principio. Había llegado a apreciarle de verdad y a confiar en él… Y, sin embargo, estuvo a punto de violarme y de provocar la muerte de Paula.

¿Y si la historia se repetía con Emma?

Aquella noche mi inconsciente viajó al bosque de los corazones dormidos. Concretamente, al cementerio del libro de cuentos que mi madre le había regalado a mi padre y que yo encontré en la Dehesa. En esa historia, la protagonista descubría que la corta edad de los epitafios no se refería a los años de los difuntos, sino al tiempo que habían sido felices.

Other books

The Search for Ball Zero by Tony Dormanesh
Shades: Eight Tales of Terror by D Nathan Hilliard
The Death of Ruth by Elizabeth Kata
A Northern Thunder by Andy Harp
Grim Tales by Norman Lock
Vamplayers by Rusty Fischer
Running Hot by Jayne Ann Krentz
Treasure Tides (The Coins) by Greene, Deniece