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Authors: Francesc Miralles y Care Santos

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

El mejor lugar del mundo es aquí mismo (2 page)

—Nos encontramos en un lugar especial —señaló hacia la barra—. El dueño de este café no es un hombre cualquiera.

Ella aguardó en silencio que él prosiguiera. El desconocido bajó aún más la voz al explicar:

—Es un ilusionista. Uno de los mejores. Y también un hombre de mundo. Tuvo mucho éxito, pero hace ya unos cuantos años que se retiró.

—¿Un ilusionista? —preguntó ella.

—Eso mismo, un mago. Un prestidigitador a la antigua usanza. Él es quien te ha servido el chocolate.

Asombrada, Iris dirigió la mirada instintivamente a la barra, donde el hombre de pelo blanco asintió con la cabeza, sonriendo a modo de confirmación. Le observó mejor: se ocupaba en secar varias filas de vasos. Pero había algo en él muy especial, incluso estando ocupado en una actividad tan vulgar como aquélla. Iris también se dio cuenta de que sus movimientos no parecían los de una persona mayor, como si su cuerpo conservara la juventud de sus mejores años. Tenía un aire a la vez decadente y distinguido, como les ocurre a los galanes de las fotos antiguas.

El joven del pelo gris continuó con sus explicaciones.

—Y si el dueño es especial, el café no lo es menos. Cada una de las mesas tiene extrañas propiedades.

—¿Qué clase de propiedades?

—Digamos que tienen cierta magia.

Iris estaba convencida de que el desconocido quería tomarle el pelo, igual que un adulto con un niño pequeño. Reparó en un anillo que llevaba en el pulgar. Sólo había conocido a una persona que llevara anillos en ese dedo: su padre. Esa insólita razón hizo que se sintiera repentinamente cómoda. Más aún: de repente le apetecía que aquel hombre, el cual tenía un suave acento extranjero, le tomara el pelo.

—¿Ah sí? ¿Cuál es la magia, entonces, de la mesa a la que estamos sentados? —preguntó.

—Quien se sienta donde yo estoy puede leer el pensamiento de quien ocupa tu lugar. Por eso he podido saber que estabas traduciendo la canción de Leonard.

—Bobadas —replicó con una seguridad nada propia de ella—. Debes de haber leído en mis labios que la estaba tarareando y has querido hacerte el listo.

—¿Necesitas otra prueba? —contraatacó divertido mientras se recostaba en el respaldo de la silla—. Pues voy a dártela: ahora mismo estás pensando que no me has visto nunca por el barrio. Te estás preguntando qué hago aquí y cuál es mi origen, porque aunque hablo bien tu idioma, la entonación no termina de sonarte natural.

Era obvio que Iris conocía de vista a sus vecinos, y él mismo era consciente de su acento extranjero. Aquello era pura lógica, no magia. Sin embargo, para no decepcionarle, decidió aplicar una máxima que había aprendido en la facultad de Periodismo: «Nunca dejes que la realidad te estropee una buena historia».

Se quedó unos segundos pensativa. Todo aquello podía ser un truco de seductor profesional.

—Por supuesto, también sé lo del anillo —dijo en ese momento su acompañante.

—¿Qué anillo? —dijo ella, boquiabierta, mientras sentía acelerarse sus pulsaciones.

—Sé que te ha hecho pensar en una persona querida. Y te estás preguntando si me parezco a ella en algo más, además de en el anillo que llevo puesto. También sé que esa persona hace poco que se fue para siempre y que su ausencia te entristece mucho.

Con fingida indiferencia, Iris sorbió lentamente su taza de chocolate antes de responder:

—Por lo tanto, debo tener cuidado con lo que pienso.

—Yo no diría eso. Los pensamientos en sí no son buenos ni malos, ¿sabes?

—¿A qué te refieres?

—Según los estudiosos, cada día tenemos unos sesenta mil pensamientos. Positivos y negativos, banales y profundos. No hay que juzgarlos: son como nubes que pasan. Somos responsables de lo que hacemos, pero no de lo que pensamos. Por eso, cuando alguna idea te angustie, simplemente ponle la etiqueta «pensamiento» y déjala pasar.

«Habla bien, este tipo», se dijo Iris mientras se preguntaba, intrigada, si efectivamente podía leerle la mente.

—Respondiendo a lo que pensabas antes —siguió él—, has acertado: no soy del barrio. Ni tampoco de este país. A veces sospecho incluso que no soy de este planeta, que he caído aquí por accidente de algún mundo lejano. Y me he pegado un tortazo tan grande que he olvidado incluso de dónde vengo. Para saberlo, tendré que esperar a que mi nave pase a recogerme.

Iris se reía por dentro mientras le escuchaba. Si pretendía ligar con ella, iba por el buen camino: de momento ya se había ganado su simpatía.

—Sabrás al menos cómo te llamas —intervino ella.

—Me llamo Luca.

—Es un nombre italiano, como tu acento —repuso sin revelarle todavía su propio nombre—. ¿Hay italianos viviendo en otros planetas?

—Todo es posible —repuso él con una sonrisa melancólica—. Pero si te soy sincero, no me importa demasiado. Sólo sé que tú y yo estamos ahora en este café.

Iris suspiró antes de repetir en voz alta el nombre del local:

—El mejor lugar del mundo es aquí mismo.

Perro pequeño busca amor grande

L
o sucedido el domingo por la tarde hizo que Iris empezara la semana con media sonrisa en los labios. De repente ya no le parecía un destino tan horrible atender las consultas telefónicas de una empresa de seguros. Estaba tan acostumbrada a responder siempre a las mismas preguntas que podía hablar y pensar en otras cosas al mismo tiempo.

La mañana se le hizo más corta que de costumbre mientras evocaba la tarde con Luca en el café inesperado.

Incluso aquel trabajo aburrido tenía sus misterios. Algo que a Iris le sorprendía desde hacía tiempo era lo que se conocía como «oasis sin llamadas». Tras largas horas con los teléfonos reclamando a los operadores de forma ininterrumpida, de repente callaban todos de golpe sin que hubiese una razón para ello. Como si hubiera pasado un ángel.

El oasis podía durar un par de minutos a lo sumo, tras los cuales los monitores volvían a parpadear con la llegada de un nuevo aluvión de llamadas.

Como era su costumbre, Iris aprovechó esta pausa en medio del fragor para hojear uno de los periódicos gratuitos que circulaban por las mesas. Pasó, de atrás hacia delante, por las páginas de televisión y deportes. Tras leer los titulares de sociedad, se detuvo en un anuncio a pie de página que despertó su curiosidad.

La ilustración de aquel perrito para adoptar, bajo el cual había un número de teléfono, le traía recuerdos agradables. Se parecía a un chucho sin raza que había conocido muchos años atrás. Fue en un albergue de montaña donde había pasado el mejor fin de semana de su vida.

Dio las gracias al perro del anuncio por haberle devuelto unos recuerdos ya olvidados. En medio del oasis, cerró los ojos para tratar de recuperar aquellos días dorados.

Iris tenía dieciséis años y había viajado con su escuela para pasar cuatro días en la nieve. A las tres de la madrugada había subido a un autocar lleno de esquíes, botas y pocas ganas de dormir.

Ella no sabía esquiar, pero deseaba fervientemente conocer la nieve. Había visto alguna suave nevada en su ciudad sin que llegara a cuajar. Aquella sería la primera vez que viajaría a un mundo totalmente blanco.

El paisaje invernal la entusiasmó, aunque sus pinitos con el esquí terminaron bien pronto. Mientras bajaba haciendo cuña por una pista de nivel elemental, dio un traspiés y cayó de bruces sobre la nieve. Se había torcido un tobillo. Desde aquel lecho inmaculado, Iris vio cómo una figura naranja giraba veloz y prácticamente volaba hacia ella.

Aquel socorrista de la nieve tendría poco más de veinte años. Cuando se inclinó sobre ella para preguntarle cómo estaba, supo que ese chico de cara un poco ancha le gustaba. Tras quitarle la bota, había tomado con suavidad su pie frío para hacerlo rotar con mucho cuidado. Cuando Iris liberó un grito de dolor, el chico dijo:

—Creo que te has fracturado el tobillo.

Acto seguido la tomó en brazos para bajarla a pie de pista, donde se encontraba una unidad de primeros auxilios. Iris se sintió como una princesa en brazos de su príncipe azul, aunque vistiera de naranja. Al llegar abajo, ya estaba enamorada del socorrista.

Para sorpresa de sus compañeros, ella se negó a regresar a su casa para que la viera un médico de la ciudad. En lugar de eso, prefirió quedarse los días restantes en la cama del albergue con un vendaje provisional y los antiinflamatorios.

A la mañana siguiente, tras el desayuno, sus compañeros salieron cargando palos y esquíes y ya no regresaron hasta media tarde. Aunque apenas podía moverse y los dolores iban y venían como ráfagas insoportables, ella temblaba de felicidad. El motivo era que Olivier —así se llamaba el socorrista— le había prometido acudir al mediodía para traerle un bol con sopa y pan recién hecho.

Fue una visita breve que ella aguardó con gran emoción. ¿Sería cierto que, como decía el Principito al zorro, la felicidad consiste en poder esperarla?

No pasó nada especial entre ellos, porque el socorrista se mantenía en una cortés distancia y tampoco era muy hablador, pero Iris vivía aquel gesto como un alud de amor.

El segundo mediodía que apareció en la puerta con su anorak naranja y el bol bajo el brazo, entró tras él un perrito muy parecido al que acababa de ver en el anuncio. El animal corrió hasta la cama de Iris, subió sobre su regazo y se sacudió sonoramente para desprenderse de la nieve.

Al ver que la había llenado de polvo blanco, Olivier se sofocó y quiso ahuyentar al chucho de un manotazo.

—¡No, por favor! —le había implorado ella—. Deja que se quede un rato conmigo. ¡Está helado!

El socorrista vio divertido cómo el perro se acomodaba orgulloso sobre el regazo de su protectora.

—Es un perro faldero —dijo su amo sonriendo—. Pasaré a recogerle en un par de horas, cuando termine mi turno. ¡Pórtate bien,
Pilof
! —añadió antes de salir del albergue cerrando la puerta.

Iris había conseguido lo que quería: Olivier regresaría para recoger a su perro, que ya cerraba los ojos y lanzaba pequeños gemidos convocando el sueño. Al recordarlo ahora, casi podía aspirar el olor a perro mojado que impregnaba toda la habitación.

Una figura desgarbada devolvió a Iris a la oficina donde volvían a parpadear todos los teléfonos.

—¿Qué te pasa? —le recriminó el jefe de turno— ¿No ves que hay llamadas?

La mesa del pasado

S
e había puesto el sol. De camino a casa, Iris sintió la necesidad apremiante de pasar por el café que había descubierto la tarde anterior. Tras un largo día en la oficina, empezaba a dudar incluso de que ella hubiera estado allí. Sólo habían pasado veinticuatro horas, pero el recuerdo ahora le parecía increíblemente lejano. ¿Y si simplemente lo había soñado?

Al alcanzar la esquina, le maravilló que el insólito rótulo luminoso —
El mejor lugar del mundo es aquí mismo
— siguiera restallando intermitentemente, como si amenazara con apagarse de un momento a otro, mientras vivía los últimos instantes de una existencia larga y tortuosa. Aquella tarde la temperatura había caído en picado y los ventanales estaban cubiertos por el vaho.

Mientras Iris limpiaba parte del cristal con la mano, tuvo que pensar nuevamente en la estación de esquí de su adolescencia, en el socorrista y el perro. ¿Y si aquel recuerdo invernal había ayudado a bajar la temperatura ambiente? ¿No dicen que el aleteo de una mariposa en Hong Kong puede desatar un huracán en Nueva York? ¿Y si los pensamientos también fueran un aleteo, leve pero capaz de influir en la realidad?

«No te pongas filosófica ahora», se dijo mientras pegaba la nariz fría al cristal para ver quién había dentro del café. Para su decepción, estaba vacío. Ni siquiera el mago de pelo blanco y abundante ocupaba su lugar tras la barra. Justo en aquel momento, una explosión sobre su cabeza le dio un susto de muerte.

Tardó unos instantes en entender que el rótulo con el nombre del café se había fundido definitivamente. También el interior se había quedado a oscuras. No detectó ningún movimiento para reparar aquel apagón, lo que le hizo suponer que simplemente estaba cerrado.

Estaba a punto ya de dar media vuelta cuando se abrió la puerta y la blanca melena del mago brilló entre las tinieblas.

—¿Por qué no entra? —preguntó con voz lúgubre—. Se va a helar ahí fuera.

—¡Pero si se ha ido la luz!

—Se ha ido, pero volverá. Pase, yo la guiaré.

Dicho esto, sacó de su bolsillo una linterna pequeña y plana, como las de los antiguos acomodadores de cine. Le iluminó una mesa en el centro del café. Cuando ella se hubo sentado, desapareció tras la barra y se metió en un cuartito que debía de servir de almacén. Al cerrar la puerta, se hizo nuevamente la oscuridad.

Iris no entendía qué hacía ella en un café vacío y en tinieblas. El silencio era, además, tan espeso como la oscuridad. Sólo se oían los golpecitos sordos de una segundera. Por cómo resonaban, supuso que se trataba de un viejo reloj de pared.

Hubiera querido gritar al mago que le indicara el camino de salida, decirle que deseaba marcharse de inmediato, pero los golpes de aquella aguja en la esfera la tenían hipnotizada.

De repente una voz conocida empezó a susurrar delante de ella:

—Tic-tac, tic-tac…

—¿Luca?—exclamó Iris, asustada—. ¿Eres tú?

—No, soy un reloj —respondió con un leve deje italiano—.¿No lo oyes? Tic-tac, tic-tac…

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