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Authors: Juan Muñoz Martín

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

El pirata Garrapata (2 page)

—¡Vaya birria de escalera! Cuando yo sea capitán pondré una de piedra.

—¿Por dónde subimos ahora? —dijo Carafoca.

—Por la cadena del buque.

—¿No se romperá?

—No creo.

Los tres hombres treparon por la cadena silenciosamente, pero, al llegar arriba, Carafoca se resbaló y se cayó de cabeza al agua.

—¡Socorroooo! ¡Que me ahogooo!

—¡Majadero! Agárrate a la cadena del ancla y no grites.

Carafoca trepó de nuevo por la cadena.

Los tres hombres se encaramaron por el espolón y entraron en el buque.

Todo estaba oscuro. Pasaron el puente y se asomaron a la puerta del sollado. Una luz tenue se veía al fondo de la escalera, donde se hallaba el camarote del capitán Picatoste. Se oyó un ruido apagado como si alguien subiese de puntillas; los tres hombres contenían la respiración. De pronto, unas garras se clavaron en la garganta de Carafoca, que cayó hacia atrás dando gritos sofocados:

—¡Zape, zape! ¡Demonio de gato! ¡Fuera!

Los tres hombres, repuestos del susto, bajaron las escaleras y se asomaron por una ventanilla iluminada. Vieron a dos hombres inclinados sobre un mapa.

—¿Quiénes son? —preguntó Garrapata.

—El capitán Picatoste y su segundo, un tal Calzadilla.

Los tres hombres abrieron despacio la puerta y, acercándose de puntillas con dos sacos abiertos, en un abrir y cerrar de ojos metieron en ellos a los dos oficiales.

—¿Los matamos? —dijo lord Chaparrete.

—No. Los pondremos «en conserva».

Garrapata les dio un golpe con el rodillo de la cocina. Los llevaron luego entre los dos a la despensa y los encerraron con llave. Recorrieron el barco de cabo a rabo y no encontraron un alma. El barco estaba ya reparado, pero las bodegas estaban vacías. La tripulación, en su mayor parte, se había repartido entre otros barcos de guerra, que habían salido para luchar contra Francia. El resto de la tripulación estaba de permiso en la ciudad mientras acababan de reparar el barco.

Los tres hombres volvieron al camarote, rebuscaron por los armarios y encontraron el diario de navegación. La fecha de salida estaba fijada para dos días después, a las doce de la mañana. Había que buscar hombres para completar la tripulación y llenar la bodega de víveres.

—Lo primero es encontrar una bandera de piratas —dijo Carafoca revolviendo los baúles del capitán.

—Pues aquí sólo hay toallas y calcetines —dijo lord Chaparrete.

—¿Hay alguna sábana? —preguntó Garrapata.

—Sí, aquí hay una.

—Estupendo; la pintaremos de negro.

—¿Con qué?

—Con tinta china.

Buscaron tinta china y no la encontraron.

—Vete a la cocina y trae una caja de betún —dijo Chaparrete.

Carafoca buscó en la cocina, pero allí no había más que polvo, un soplillo y un paquete grande de pimentón.

—¿La pintamos con pimentón?

—¡Ni hablar! Tiene que ser una bandera negra.

—Se me ocurre una idea —dijo Carafoca.

—¿Cuál?

—Pescar un calamar.

—¿Para qué?

—Para cogerle la tinta. Como es negra, servirá.

—Es verdad. ¡Estupendo!

Carafoca corrió a cubierta, buscó un sedal, lo cebó con un poco de tabaco de mascar y lo echó al mar. Al rato bajó corriendo muy contento y gritó:

—Ya está el calamar.

—¡Pero si eso es un besugo! —gritó Chaparrete.

Después de muchas tentativas, Garrapata trajo un hermoso calamar. Lo cocieron bien y metieron la sábana en el puchero. Quedó más negra que el carbón, pero olía que apestaba.

—Ahora hay que pintar un esqueleto en medio —dijo Garrapata.

—Basta con una calavera —exclamó míster Chaparrete.

—¿Y con qué la pintamos?

—Con tiza.

Pintaron en medio del lienzo una calavera feísima con unos dientes muy largos y unos huesos torcidos.

—¿Le ponemos bigotes? —dijo Carafoca.

—Sí, es buena idea —dijo míster Chaparrete.

Guardaron la bandera en un baúl, bajaron del barco y se dirigieron a la ciudad.

—Vamos a cazar marineros —dijo Garrapata.

Míster Chaparrete tocó con fuerza un silbato y cinco o seis policías acudieron presurosos.

—A sus órdenes, míster Chaparrete.

—Venid conmigo.

Todos juntos fueron a la taberna del Sapo, que estaba llena hasta el tejado de hombres bebiendo vino.

3. ¡Hombre al saco! – Aspirinas en aceite - Los billetes falsos - El almirante Pescadilla - La hermosísima Floripondia

C
HAPARRETE se acercó a un hombre, abrió el saco y dijo:

—¿Has visto lo que hay en este saco?

—No.

El hombre asomó los hocicos, y Garrapata, de un empujón, lo metió dentro. Así cazaron más de una docena de incautos. Los policías de Chaparrete los llevaron al barco.

—Metedlos en la bodega —ordenó Chaparrete.

—Vamos por más —dijo Garrapata.

Un hombre estaba fumando en una esquina. Carafoca le dijo:

—Si te tiras de cabeza contra esa pared te doy diez céntimos.

—¡Vaya cosa! —y el hombre se tiró contra la pared y quedó sin sentido.

—Metedlo en el saco y vamos por más.

En una noche reunieron cuarenta hombres.

—Ahora vamos por un médico —dijo Chaparrete.

—Iremos por el doctor Cuchareta.

El doctor Cuchareta vivía en una casucha junto a la torre de Londres. Estaba ya en pijama para saltar a la cama cuando sonaron unos golpes tan fuertes que se cayeron varios frascos al suelo.

—¿Qué quieren a estas horas? —gritó asomándose a la puerta de la calle.

—Medio kilo de aspirinas en aceite.

—Sólo las tengo en vinagre.

—Pues ¡tome!, ¡chupe del frasco! —dijo Garrapata dándole con el rodillo en la cabeza.

—Metedlo en el saco.

Cargaron luego en un carro las medicinas, los armarios, la cama y hasta la mesilla de noche.

—¿El palanganero también?

—No. En el mar no hace falta lavarse.

Por el camino encontraron a un hombre que estaba sentado en una plaza mirando al cielo con un telescopio. El hombre movía la cabeza desesperado. Garrapata se acercó y le preguntó cortésmente:

—¿Qué le ocurre, milord?

—Que hay mucha niebla y no se ve nada.

—¿Quiere ver las estrellas?

—Sí, quisiera ver las estrellas.

—Pues, ¡tome!

Garrapata le dio tal porrazo con el rodillo, que el pobre hombre vio las estrellas, los satélites y los cometas. Luego, lo cargó en el carro con telescopio y todo y dijo:

—Ya tenemos vigía.

Al día siguiente Chaparrete quiso llenar la bodega de víveres. Acompañado de sus dos amigos llegó a una tienda de comestibles. Sacó un fardo de billetes falsos y dijo:

—Póngame la tienda entera.

El hombre llenó veinte cajones de chorizos, jamones, garbanzos, latas de sardinas y mil cosas más. La tienda quedó vacía.

—¿Le pongo la balanza también? —dijo el hombre.

—Sí, señor, y el mostrador.

En la tienda del verdulero pasó lo mismo.

—Quiero patatas para tres años —dijo Garrapata.

El verdulero llenó la bodega del barco y recibió un saco de billetes falsos. Mientras tanto, el puerto estaba lleno de actividad. Había muchos barcos que cargaban y descargaban mercancías. El muelle estaba repleto de naranjas, plátanos, gallinas…

—«Afanad» lo que podáis —ordenó Garrapata.

El puerto quedó desplumado. Los obreros embarcaban en el
Salmonete
carros y más carros de provisiones. De vez en cuando, Garrapata les tiraba una bolsa de dinero para que trabajaran más a gusto. En la bodega, Garrapata había montado una máquina de hacer billetes falsos y tenía una habitación llena. Por la tarde llegaron los marineros que estaban de permiso.

—¿Dónde está el capitán Picatoste? —preguntaron.

—En el hospital.

—¿Y qué le pasa?

—Tiene el sarampión.

—¿Y quién será nuestro capitán?

—Yo —dijo Garrapata.

—¡Vaya facha que tiene! —murmuraron entre sí.

—Bebed, bebed a mi salud —ordenó Garrapata.

Los marineros tomaron por su cuenta unos barriles de ron, y a la media hora estaban durmiendo la mona.

Por la noche el buque estaba preparado, y las bodegas repletas de víveres, municiones y pólvora para tres años.

—¿Falta algo? —preguntó Garrapata.

—Sí. Un herrero y un carpintero.

Carafoca fue a cazarlos al puerto. A medianoche, unos gritos y pataleos anunciaron que la cacería había tenido éxito. Con una polea izaron dos sacos. De uno salió un magnífico ejemplar de carpintero, con un serrucho en la mano. Del otro, un enorme herrero con su yunque y su martillo. Al amanecer, Garrapata, Chaparrete y Carafoca se lavaron con un dedo y Garrapata gritó:

—¡Que venga lord Agujeta!

El sastre llegó con su metro y sus tijeras.

—Trae corriendo los trajes de los oficiales prisioneros —ordenó Garrapata.

—Pero, señor, si los tienen puestos…

—¡Pues que se los quiten!

El sastre llegó con los tres trajes.

—Arréglalos para nosotros en un periquete.

—No da tiempo.

—Pues, como tardes, te corto la nariz con tus mismas tijeras —rugió Garrapata.

A la media hora estaban preparados. Los tres hombres se vistieron de repicapunta y se armaron hasta los dientes.

—Cerremos la llave de la armería —dijo Carafoca.

Rodeados de los cinco policías, bajaron a la bodega.

—Desatad los sacos —ordenó Chaparrete.

Los hombres que habían cogido en la taberna salieron de su encierro, doblados como pescadillas.

—¡Formad en cubierta!

Los antiguos marineros, medio borrachos, formaron en seguida. Los nuevos subieron dando patadas en las paredes. El chino lloraba.

—¡Yo quelo ilme de aquí!

El doctor Cuchareta cogió su maletín, hizo una gran reverencia y, quitándose el sombrero, dijo:

—Hasta luego. Voy por tabaco.

Carafoca lo agarró del brazo y lo puso en su sitio.

—¡Vestíos de marineros! —ordenó Carafoca.

Chaparrete repartió camisetas con rayas coloradas, y un gorro.

—¿Y los zapatos? —dijo Cuchareta.

—No hay zapatos —respondió Garrapata.

—¡Pues vaya olor a quesos!

Garrapata se subió a un tonel y gritó:

—¡Marineros, yo soy vuestro capitán!

—¡Hurra! —gritaron todos.

—¿Juráis obedecerme?

—Sí, hasta la muerte.

—El que no quiera seguirme, que se marche.

Los marineros dieron media vuelta y se dirigieron en tropel a las escaleras. Carafoca sacó la pistola y gritó:

—¡Cada uno a su puesto, o lo dejo frito!

Garrapata, con lágrimas en los ojos, dio las gracias a todos por quedarse voluntariamente en el barco. Luego presentó a su segundo, Carafoca, y al contramaestre, Chaparrete.

—Y ahora, a trabajar.

Unos marineros comenzaron a limpiar el barco con unos cubos de agua, jabón y estropajo; otros tensaban las cuerdas; otros sacaban brillo a la cadena del ancla. A las doce ya estaba el barco dispuesto para zarpar. Garrapata, en su camarote, estudiaba nerviosamente un libro muy gordo con las instrucciones para echar a andar el barco. En el puerto había una animación enorme. La gente se había ido apiñando alrededor del buque para verlo partir. Algunas mujeres lloraban y chillaban al ver que se llevaban a sus hijos y a sus maridos a la guerra. A las once de la mañana, las bandas de música atronaron el espacio y se oyó una salva de cañonazos.

—¿Qué pasa? —dijo Garrapata temblando.

—Tenemos visita —contestó míster Chaparrete palideciendo, mientras observaba con el telescopio una comitiva que venía entre la muchedumbre del puerto.

—¿Quién será?

—¡Atiza! ¡El almirante Pescadilla!

—¿Y a qué vendrá?

—A pasar revista antes de partir.

—Yo me voy a mi pueblo —dijo Garrapata.

—Ya es tarde, están llegando.

En efecto, unas cuantas carrozas se paraban frente al barco, y de ellas descendían el almirante Pescadilla y muchos oficiales con casacas de galones dorados y grandes sombreros llenos de plumas.

—Yo me tiro de cabeza al agua —dijo Garrapata.

—¡Ni se te ocurra!

—¿Por qué?

—Porque no sabes nadar.

—¡Es verdad! Y ahora, ¿qué hacemos?

—Largarnos con el barco antes de que suban.

—¡Ya están subiendo!

—Entonces, a formar.

—¡A formar! —gritó míster Chaparrete poniéndose los zapatos y el sable a toda prisa.

Los marineros formaron sobre cubierta y los músicos tocaron el himno del
Salmonete
a bombo y platillo.

El almirante Pescadilla llegó a la cubierta echando los bofes. Era un hombre menudito y miope que miraba a través de gruesos cristales.

—¡A sus órdenes, almirante! —dijo Garrapata poniéndose más tieso que el mástil.

El almirante le miró de arriba abajo con su monóculo, y, como era tan corto de vista, le confundió con Picatoste.

—¡Caramba! ¡Cómo habéis crecido, querido Picatoste!

—Es que tomo pelargón todos los días —dijo Garrapata disimulando.

El almirante empezó a recorrer el barco seguido de sus oficiales. Como no veía tres en un burro, se dio de narices contra una puerta, pensando que estaba abierta. Al pasar junto al palo mayor le dio un abrazo, creyendo que era un marinero amigo suyo.

—¡Hola, Pascasio! ¿Qué haces tú por aquí?

—Señor, no es Pascasio. Es el palo mayor.

—¡Caramba! ¡Qué distraído soy!

Pasaron luego delante de la despensa y abrió la puerta para ver lo que había. Se puso la lente y exclamó:

—¡Caramba! ¡Cuánta gente hay aquí!

—Señor, no es gente. Son sacos de patatas.

—¡Caramba, es verdad!

En ese momento, el chino, que estaba atado en un rincón, comenzó a chillar:

—¡Socolooo, socolooo!

—¿Quién grita?

—Es el loro, señor.

—¡Caramba, si habla en chino!

—Es que ha nacido en Pekín.

El almirante Pescadilla subió muy complacido a cubierta. Una carroza lujosa se detenía en ese instante al pie de la escalerilla del barco. Iba tirada por siete caballos percherones. De ella descendió una joven hermosísima, de cabellos dorados como las espigas y dulces ojos verdes como el mar salado. La acompañaba una señora alta y seca de unos cuarenta años. Los lacayos empezaron a bajar baúles y más baúles y a subirlos al barco. La joven subió graciosamente las escaleras. Pescadilla salió corriendo a su encuentro y la besó tiernamente. Luego, dirigiéndose a Garrapata, le dijo:

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