Read El pirata Garrapata Online

Authors: Juan Muñoz Martín

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

El pirata Garrapata (6 page)

—¡Al fin comeremos!

Luego abrazó a la vaca y le dio un beso en los morros.

Efectivamente, a unas siete millas se veía una masa confusa; parecía una mancha en el océano. Garrapata pidió el telescopio y pudo observar algo así como unos árboles verdes que sobresalían un poco sobre el nivel del mar.

—¡Cinco grados a babor! —gritó Garrapata.

—¡Cinco gramos de jamón! —gritó Carafoca.

—¡Soltad trapo! —gritó Comadreja.

Los marineros desplegaron todas las velas. La mar estaba en calma y el
Salmonete
avanzaba muy despacio. Después de dos horas, Garrapata tomó el telescopio y estuvo largo rato mirando.

—¿Qué me dice? —preguntó el capitán, alargando el anteojo a míster Cebollino.

—¡Que no es tierra!

—¿Qué es, entonces?

—Una especie de algas o plantas gigantes que crecen en este Mar de los Sargazos.

—Entonces, ¿es o no es tierra?

—No, y estamos lejísimos de ella.

—¿Dónde estamos?

—En el cementerio de los barcos.

—¿Y eso qué es?

—Un mar lleno de algas larguísimas y de plantas flotantes, en donde los buques no pueden manejarse. El viento apenas sopla y los navíos se quedan inmovilizados y se mueren.

—¡Caramba! ¡Vaya sitio adonde hemos ido a parar!

Los marineros estaban con la boca abierta. El mar se iba poblando de grandes plantas de unos quince metros de altura. Unos frutos redondos y brillantes, rojos, amarillos y azules salían de las aguas como un bosque extraño. Las ramas eran como brazos de gigantes y parecían olivos retorcidos. Plantas grandes como árboles flotaban entre unas algas espesas de centenares de pies de largo. Garrapata quiso volver atrás y no pudo. Era tarde. El timón apenas obedecía, inmovilizado por aquellas algas. Las velas pendían lacias sin un soplo de viento.

Caía la tarde. El cielo, teñido de rojo, cambió su manto por otro de tono amoratado, y llegó de pronto la noche.

—¡Barco a la vista! —chilló míster Cebollino desde la cofa.

—¡Cañones de estribor! —gritó Garrapata.

—¡Cañamones con jamón! —repitió Carafoca.

—¡Zafarrancho de combate! —ordenó el capitán.

—¡Preparaos los tomates! —repitió Carafoca.

El barco enemigo navegaba tranquilamente por un claro de aquel extraño bosque. Unas sombras blancas se agitaban sobre cubierta. El buque era un bergantín que corría con amuras a babor, parecía muy viejo y ondeaba una extraña bandera blanca cruzada por unas cadenas.

—¿Qué pabellón lleva? —preguntó Chaparrete.

Garrapata consultó su libro, ojeó la página de banderas y exclamó:

—Es una bandera rarísima. No viene en el libro.

Garrapata maniobró hábilmente para esconderse detrás de un árbol gigante.

—Esperaremos a que se haga de noche —dijo Garrapata.

El barco enemigo apenas se movía. No parecía haber notado la presencia del
Salmonete
, pues la tripulación paseaba tranquilamente sobre cubierta.

—¡Preparados para el abordaje! —gritó Garrapata.

—¡Preparad el equipaje! —gritó Carafoca.

9. El barco misterioso - Setas venenosas - La armadura automática - El esqueleto del pajarito - El coco - Los fantasmas

L
LEGADA la noche, amparado por las sombras, el
Salmonete
se acercó al extraño buque.

—Me huele a puchero enfermo —dijo Lechuza Flaca.

—¡Cállate! —ordenó Garrapata.

El
Salmonete
avanzaba en silencio, con las luces apagadas. Aunque la luna no brillaba, aquellos arbustos proyectaban una luz blanquecina y tenue.

—Echad los garfios —ordenó en voz baja Garrapata.

Los garfios del
Salmonete
agarraron al buque, y los marineros, de puntillas, conteniendo la respiración, saltaron sobre cubierta. Llevaban los cuchillos preparados y las pistolas cargadas.

—Están durmiendo —dijo Carafoca.

—¡Mejor! Los cogeremos por sorpresa —susurró Lechuguino.

Las maderas crujían al menor movimiento. Abrieron la puerta del sollado y un largo gemido le puso la carne de gallina a Garrapata.

—Alguien ha gritado —murmuró Garrapata.

—Han sido los goznes de la puerta —dijo Carafoca.

—¡Adelante!, no seáis cobardes —ordenó Garrapata, temblando.

Los marineros bajaron por unas escaleras carcomidas.

—¿Quién me ha tocado la cara? —preguntó Chaparrete.

—¡A mí también! ¿Quién habrá sido? —exclamó Garrapata.

—Son murciélagos —observó míster Cebollino.

—Mala señal, son aves de mal agüero —sentenció Lechuza Flaca.

Todos los marineros iban temblando. Llevaban las pistolas preparadas. Carafoca alumbraba con un candil. Llegaron al comedor de marinería y no había ni un alma. Sólo se oía el crujido de las viejas maderas del barco. Unos cincuenta platos vacíos se alineaban en las mesas.

—Vamos a la despensa —sugirió Comadreja.

—Eso, eso, nos hartaremos de comer —palmoteó, alegre, el doctor Cuchareta.

Cruzaron un largo pasillo y abrieron una puerta que rechinó con un lamento prolongado. Olía a humedad y moho. Grandes telarañas pendían de las vigas, y un farol mortecino oscilaba en una cuerda.

—¿Qué tendrán esos sacos? —preguntó Lechuguino.

—¡Atiza, son setas! ¡Qué ricas! —dijo Carafoca.

—No las toquéis —exclamó Garrapata.

—¿Por qué?

—Porque lo pone en el saco. ¿No veis?:
No tocar, peligro de entierro
.

Cuchareta abrió su maletín, sacó una cucharilla de plata, la metió en el saco y se puso más negra que el carbón.

—¡Son venenosas!

—¿Por qué las tendrán aquí? —preguntó Garrapata.

—Es extraño —dijo Cuchareta—. Una seta de éstas puede matar a un caballo percherón.

Garrapata salió al pasillo seguido de sus marineros. De pronto vieron abrirse una puerta. Una gigantesca armadura de hierro salió y avanzó lentamente por el pasillo, moviendo los brazos y las piernas al compás.

—¡Huyamos a la despensa! —gritó Garrapata.

Los marineros se dirigieron en tropel a la despensa y cerraron la puerta. Se miraron unos a otros y Chaparrete gritó:

—Falta Carafoca. ¿Dónde está Carafoca?

—¡Socorro! —se oyó un grito angustioso.

—¡Corramos! Es Carafoca.

Los marineros salieron precipitadamente y vieron cómo la armadura llevaba entre sus brazos a Carafoca. Corrieron pasillo adelante, pero la armadura había desaparecido.

—¡Vamos al camarote del capitán!

Subieron por unas escalerillas y llegaron al camarote. Era una gran pieza rodeada de ojos de buey. En el centro había una pesada mesa de cedro con un jarrón lleno de flores secas. Pegada a la pared, una mesa de despacho. Un tintero con tinta seca, una chimenea con unos troncos apagados, una jaula con el esqueleto de un pájaro.

—Veamos el diario de navegación —dijo Garrapata.

Encima de la mesa había un libro rojo lleno de polvo. Garrapata lo abrió y leyó:

«Diario del
Pepinillo
, bergantín de tres palos, construido por J. S. Arthur, en Liverpool, por cinco mil libras y tres peniques.»

Garrapata pasó la primera hoja y leyó algo que estaba escrito en lápiz rojo. Garrapata dio una patada en el suelo y tiró el libro al mar por un tragaluz.

—¿Por qué ha tirado el libro? —dijo Chaparrete, enfadado.

—Por lo que ponía ahí.

—¿Y qué ponía?

—«Tonto el que lo lea».

—Ha hecho bien. ¡Que se ría de su tía!

Garrapata, muy preocupado, se sentó en una silla. La silla rechinó y se redujo a polvo. Garrapata se cayó patas arriba.

—¡Qué delicadas son estas sillas! —dijo Chaparrete.

—No me gusta nada este barco —exclamó Garrapata.

En esto, el pájaro se puso a cantar y Chaparrete dijo:

—¡Qué bien canta ese pajarito!

—No es un pajarito, es el esqueleto de un pajarito.

—¡Vámonos! —dijo Chaparrete, con los pelos de punta.

En esto se oyeron unos gritos angustiosos:

—¡El coco! ¡El coco!

Garrapata y todos los marineros se escondieron debajo de la mesa.

—¡El coco! ¡El coco!

Comadreja llegó blanco como el papel y se sentó en una silla. La silla crujió, se derrumbó y sólo quedó un montoncito de serrín.

—¡El coco! —gritó Comadreja levantándose del suelo.

—¿Has visto al coco?

—No. El co-co… co-me…

—¿Te ha comido el coco?

—¡No! El co-co… ¡El comedor!

—¿Qué pasa en el comedor?

—Que hay fan…

—¿Que hay un flan?

—¡No! Fan… fan… fan… fantasmas.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Chaparrete.

—¡Qué tontería! Yo no creo en fantasmas —se burló Garrapata.

—Pues yo los he visto —musitó Comadreja, muerto de miedo.

—¿Cómo son?

—Blancos.

—¿Y qué hacen?

—Están comiendo en el comedor.

—Los fantasmas no comen.

—Pues éstos sí.

—¿Qué están comiendo?

—Setas venenosas.

—Lo que tú tienes es fiebre, Comadreja.

—Y usted, miedo.

—¿Miedo yo? ¡Vamos al comedor!

Garrapata subió las escaleras de puntillas, seguido de los demás marineros. Se oía ruido de cucharas. Garrapata se volvió y dijo a Chaparrete:

—¡Vaya, me he dejado la pipa! Siga usted, que yo vengo ahora mismo.

—La pipa la lleva en la boca, querido Garrapata.

—Entonces, voy por mi sombrero.

—No hace falta. Lo lleva en la cabeza.

—Es verdad. Voy por los zapatos.

—Ninguno llevamos zapatos.

—¡Caramba! Pues yo me voy por lo que sea, pero me voy.

—¿Tiene miedo?

—¿Yo miedo? ¡Qué tontería! ¡Sigamos!

Garrapata abrió la puerta del comedor y gritó, dirigiéndose a los fantasmas:

—¡Señores, que aproveche!

Los fantasmas no contestaron y siguieron comiendo. Unos cincuenta fantasmas subían y bajaban la cuchara al mismo tiempo y cada uno se estaba zampando un buen plato de setas. Medían como metro y medio de estatura, tenían la cabeza picuda y unos ojos redondos. El cuerpo era como un cucurucho de tela gelatinosa, blanda y fofa.

—¡Qué feos son! —dijo Garrapata.

—¡Y qué poca educación tienen! —dijo Chaparrete.

Garrapata se quitó el sombrero y repitió:

—¡Que aproveche, señores!

Los fantasmas siguieron como si tal cosa, come que te come.

—Deben de ser más sordos que un besugo metido en un baúl —dijo Chaparrete.

Garrapata se plantó en medio del comedor y gritó:

—¡¡¡Que aprovecheee!!!

—¡Gracias! —dijeron los fantasmas, y siguieron tragando como si nada.

Tenían unas manos puntiagudas y muy cortas, sin dedos; no usaban servilletas y se limpiaban en el cuerpo las manos llenas de grasa.

—¡Cochinos! —murmuró Chaparrete.

El jefe, que debía de ser uno que había por allí, amarillo y con bigote, arrugó un poco la cara. Comadreja le pellizcó a ver si estaba hueco y todos los fantasmas empezaron a saltar y a aullar:

—¡Uh, uh, uh, uh, uh, uh!

Garrapata salió corriendo por las escaleras en dirección a cubierta. Los marineros iban detrás. Todos estaban temblorosos y se escondían detrás de los palos.

—Conque no había fantasmas, ¿eh? —se burló Comadreja.

—Sí, pero no hacen nada —dijo Garrapata.

Los fantasmas salieron en tropel agitando su cuerpo y arrastrando unas pesadas cadenas. Las cadenas llevaban una bola de hierro en la punta.

—Parecen presidiarios —comentó Lechuguino.

Los fantasmas comenzaron a sacudir unos terribles coletazos; las cadenas se agitaban como si fueran látigos y las bolas cruzaban el aire con gran fuerza.

—¡Sacad los sables! —rugió Garrapata.

Los marineros desenfundaron los sables y se liaron a mandobles. Las cuchilladas no hacían mella en aquellos cuerpos gelatinosos. Solamente dándoles en mitad de los ojos o cortándoles la cola por encima de la cadena se desplomaban. Pero era difícil, por su continuo movimiento y por los terribles coletazos que sacudían.

—¡Madle mía! ¡Mi coleta! ¡Galapataaa!

Un fantasma había cogido al chino por la coleta y lo llevaba arrastrando por la cubierta. Garrapata dio una patada en el trasero al fantasma y lo tiró al mar. El fantasma se hundió haciendo «glu, glu, glu».

La batalla duró más de una hora. Los marineros mostraban terribles cardenales en el cuerpo. Algunos tenían las piernas partidas por los golpes de los fantasmas. Sobre cubierta yacían unos treinta fantasmas. Otros habían echado a volar y se habían posado en las vergas. Al doctor Cuchareta le mordió uno en un brazo y el doctor le dio en la cabeza con el maletín y lo arrugó como un acordeón. Chaparrete perdió la espada y se defendió con su larga nariz a narizazo limpio.

—¡Socolooooo!

Dos fantasmas habían cogido en volandas al chino y lo habían subido al sobrejuanete. Garrapata mandó ir por una sábana, y varios marineros la sostuvieron por las puntas. Los fantasmas tiraron al pobre chino de cabeza. Los marineros pusieron la sábana debajo, pero ésta se partió y el chino se hizo un chichón «de padle y muy señol mío».

10. En busca de Carafoca - Pulpos con cloroformo - El moro Mustafá - Marineros azules - Arbustos antropófagos - Lloviendo a cántaros - Una goleta

V
AMOS por Carafoca —dijo Garrapata.

—¿Quién va el primero? —preguntó Chaparrete.

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