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Authors: Juan Muñoz Martín

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

El pirata Garrapata (5 page)

Al día siguiente, los marineros hicieron perezosamente la digestión. Pero a los dos días, el hambre excitó de nuevo a los piratas.

—Me pica el estómago —dijo Comadreja.

—Pues ráscatelo —le respondió Cuchareta.

—¡Una rata! —gritó Carafoca.

—¿Dónde?

—Debajo de esa cesta.

—¡Zafarrancho de combate! —ordenó Garrapata.

Una multitud de brazos y piernas se lanzaron contra la pobre rata.

—¡Ha subido por el palo mayor!

—¡A por ella!

—¡La cogí, la cogí! —gritó Comadreja desde lo alto, junto a la bandera.

Comadreja se tiró al mar y se la comió tranquilamente. El gato estaba asustado al ver las miradas torvas de los marineros.

—¡Qué gordo está él! —comentó Comadreja un día.

—¡Y qué flacos nosotros! —dijo Carafoca.

—Como que se come «nuestras» ratas —dijo Cuchareta.

—¡A por él!

El gato se subió a la cofa y sacó las uñas. Comadreja y sus secuaces se presentaron ante Garrapata y dijeron.

—Queremos la vaca Filomena.

—No hay vaca —dijo Garrapata—. Comed sardinas.

—¡Antes la muerte!

El barco siguió a la deriva. El viento se inclinó a suroeste y el
Salmonete
marchó ligero, dejando una larga estela. Las velas iban todas desplegadas, y el sastre Tijereta cosió con hilo los sietes de los juanetes. Una mañana, los hombres, hambrientos y con terribles dolores de estómago, encendieron fuego y pusieron a cocer los zapatos y las botas. El chino llenó la cacerola con agua del mar, echó unas hojitas de laurel y un poco de pimentón y sirvió la mesa. Los marineros devoraron los zapatos, dejando sólo los clavos. El plato estaba exquisito, pero los zapatos se acabaron en unos días. Los últimos fueron los de miss Floripondia, que estaban tiernos y sabrosísimos. Los marineros echaron mano de los cinturones, de las carteras y de los sombreros de cuero que, bien cocidos y sazonados, aliviaron no poco el hambre. Pero todo se acabó. Una tarde, Comadreja, en un ataque de hambre, empezó a morder el palo mayor; daba terribles dentelladas y masticaba frenéticamente la madera.

—¿Está buena? —preguntaron los marineros. Y se lanzaron contra el palo y empezaron a morderlo vorazmente.

—¡Atrás! —gritó Garrapata, restallando el látigo.

—¡Adelante! —gritó furioso Comadreja, dando una feroz dentellada en el palo.

Había peligro de que el palo, carcomido por aquellos feroces mordiscos, se viniera abajo. Afortunadamente, los marineros cesaron en su intento. Algunos se revolcaban en el suelo atacados por agudos retortijones.

—¡Comed sardinas! —gritaba Garrapata.

—¡No, antes la muerte!

Mientras tanto, la sed atormentaba a la tripulación más que el hambre. El calor apretaba cada vez más, pues el barco iba derivando hacia el sur y era pleno verano. La lengua estaba reseca, las encías y el cielo de la boca parecían de cartón. Hacía un calor horrible.

—¿Cuánto marca el termómetro? —preguntó Garrapata.

—Ochenta grados a la sombra —gritó Carafoca.

—Debe de estar estropeado —observó el capitán.

—No; es que estaba en la bodega, junto al fuego.

Garrapata quiso doblar la ración de agua aquel día y se quedó perplejo: el agua había descendido notablemente.

—Se habrá evaporado —dijo Comadreja.

—No; alguien se la ha bebido.

—Imposible. La tapa tiene un candado.

—Es rarísimo —dijo Garrapata.

El capitán descubrió un agujero en un lado del barril. Alguien lo había abierto y lo había disimulado después con un tapón.

—¡Miserable! ¿Quién habrá sido?

Garrapata repartió el agua que quedaba y llenó el barril con agua del mar. Por la noche, una sombra se deslizó por cubierta, se acercó al barril y se tumbó junto a él. Primero se oyó un gluglú y luego, de pronto, un grito horrible:

—¡Está salada!

Era Comadreja. Garrapata le dio unos latigazos y gritó:

—¿Eras tú el que se bebía el agua?

—Sí. Estoy sediento. Tú tienes la culpa.

—¿Por qué?

—Porque nos has traído aquí a la fuerza, canalla.

—¡Cállate!

—¡No quiero! Los demás son una manada de borregos, pero yo no.

—¡Queremos la vaca! —gritaron todos, amenazando a los oficiales con martillos, serruchos y ganchos.

—Venid por ella —exclamaron los oficiales, sacando las pistolas.

Los marineros se retiraron, y Floripondia se puso de rodillas y suplicó a Garrapata:

—Señor. Dadles la vaca para que coman.

—No, milady. La vaca es aquí una persona más. Tiene derecho a vivir como los demás.

—Comed sardinas fritas —ordenó Garrapata.

—¡No, antes la muerte! —gritaron los marineros, formando un corro junto al timón y empezando a discutir. De pronto, Tocinete, un marinero grueso y sonrosado, echó a correr presa del pánico.

—¡Que me comen! ¡Que me comen!

Comadreja, con los ojos fuera de las órbitas, corría detrás de él y le dio un mordisco en un brazo. Los demás corrían gritando, abriendo y cerrando la boca. Garrapata disparó al aire y los hombres, hambrientos, se desparramaron por los rincones. Tocinete tuvo que refugiarse junto a la vaca, y los tres oficiales y el contramaestre no cesaban un momento de montar la guardia con las pistolas cargadas. Por la noche, Comadreja reunió a sus más íntimos detrás del castillo de proa y preguntó:

—¿Y si cazamos al chino y nos lo comemos?

—Debe de estar muy duro —dijo el carpintero.

—No importa. Lo coceremos con sal.

—Buena idea —dijo el herrero, cogiendo un martillo.

Los marineros avanzaron cautelosamente, amordazaron al chino y prepararon la cacerola. Encendieron fuego y llenaron la olla con agua del mar. Después metieron en ella al chino y dijeron:

—Estáte quieto. Vamos a jugar a un juego.

—¿A cuál?

—Al de los antropófagos.

—¿Y eso qué es?

—Pues nada, que te cocemos y luego te comemos.

—¡Socoloooo! —gritó el chino, dando un salto.

Los marineros corrieron detrás de él, hasta que salió Garrapata y puso orden a pistoletazo limpio. El chino se escondió junto a la vaca y la noche transcurrió sin más incidentes. Por la mañana, Garrapata mandó traer un sacacorchos y ordenó:

—Haced un agujero en la cubierta.

—¡Qué tontería! —gritaron todos.

—¡Haced un agujero, he dicho!

El carpintero hizo un agujero y por allí empezó a salir humo, como si fuera una chimenea.

—Traed un hilo y un anzuelo.

—¿Qué va a pescar?

—Patatas asadas.

La bodega estaba llena de patatas que, por efecto del fuego, debían estar asadas. En efecto, Garrapata comenzó a sacar patatas, que los hombres devoraban con avidez. Todo el día siguió la pesca milagrosa, y la comida no se interrumpió desde la mañana a la noche.

—Nos vamos a empatatar —dijo Comadreja.

—¡Ojalá no nos falten! —replicó un marinero llamado Lechuza Flaca, que tenía el sobreapodo de «el Gafe», porque siempre traía mala pata. Nada más decir esto se oyó un estrépito en la bodega y salieron chispas del agujero. Garrapata sacó una patata y gritó:

—¡Está quemada!

Sacó otra y salió negra. Parecía un trozo de carbón. Toda la noche resultó infructuosa la pesca. El fuego había requemado la única comida que parecía inagotable.

—¡Maldito Gafe! —gritó Comadreja.

8. Chocolate a la marinera - Sexto desmayo - Agujeros con sacacorchos - Ochenta pies de agua - ¡Tierra! - En el cementerio de barcos -¡Barco a la vista!

G
ARRAPATA no se desanimó. Mandó echar una cuerda por el costado del buque, se descolgó y llegó casi hasta el nivel del agua. Sacó un sacacorchos del bolsillo, hizo un agujero y empezó a salir un chorro de chocolate. Era el que estaba almacenado en la bodega y que se había derretido con el calor. Garrapata puso un grifo que se pudiera abrir y cerrar, y llenando un caldero, mandó subirlo a cubierta. El carpintero hizo serrín con la lima y el chino hizo tortas de serrín para comerlas con el chocolate.

—¡Se acabó el hambre! —gritó Carafoca.

—¿Para cuántos días habrá chocolate? —preguntó miss Laurenciana.

—Supongo que para un mes; llevamos unas novecientas libras en la bodega.

El buen humor contagió a toda la tripulación. El chino repartió las tortas de serrín y puso los platos para el chocolate. Garrapata sirvió galantemente a miss Floripondia.

—Gracias, mi querido capitán.

Garrapata se puso colorado hasta las orejas y casi se le cayó el caldero. Repartió el chocolate y dijo:

—Tomadlo. Ahora subiremos más.

Los marineros se lo tragaron de un golpe, pero por poco echan los hígados.

—¡Está salado como perros!

—¡Qué porquería! —gritó miss Laurenciana, poniéndose amarilla y luego verde.

El agua vertida en la bodega, al mezclarse con el chocolate, le había comunicado su sabor amargo. Los marineros, abatidos, tiraron el chocolate y las tortas de serrín al agua.

Garrapata abrió el grifo del chocolate y el barco iba dejando una estela color marrón que se disputaban los tiburones con avidez.

—¡Que aproveche! —gritó Comadreja, tirándoles a la cabeza las tortas de serrín.

Mientras tanto, el buque amenazaba con arder de un momento a otro. Grandes chasquidos sonaban en el interior. Comadreja corrió hacia la chalupa, largó las trapas y sacó la embarcación fuera del barco. Los marineros se lanzaron hacia la canoa, y diez o doce maniobraron las poleas y se descolgaron al mar.

—¡Cobardes! —gritó Garrapata.

En el
Salmonete
todo era confusión. Miss Floripondia cayó sin sentido en brazos de su aya.

—¿Y si echáramos el barco a pique? —dijo Chaparrete.

—Es verdad, así se apagaría el fuego —dijo Carafoca.

—¡Imbéciles, y nos ahogaríamos todos! —rugió Garrapata.

El capitán ordenó a varios hombres que se lanzaran al agua y abrieran unos agujeros en el casco. Los marineros se tiraron y abrieron quince boquetes con el sacacorchos.

—¡Ya entra el agua! —gritaron.

El barco empezó a hundirse en el mar.

—¡Que nos hundimos! —gritó Carafoca.

—¡Poned unos tapones en los agujeros! —ordenó Garrapata.

El agua cesó de entrar.

—¡Abrid la escotilla!

Un humazo negro salió por la abertura.

—Bajad a la bodega y limpiadla.

Las balas de algodón estaban casi quemadas. Había mucha agua.

—¡Todos a las bombas! —ordenó Garrapata.

Carafoca fue al polvorín y trajo varias bombas.

—¿Qué haces, majadero?

—Traer bombas.

—¡De cañón, no! ¡Bombas de agua! —rugió Garrapata.

Las bombas de achique empezaron a trabajar. El agua salía a chorros por una manga, pero Carafoca, en vez de echarla al mar, la volvía a echar a la bodega. Garrapata le regañó severamente.

—¿Cuántos pies hay de agua? —preguntó Garrapata.

—Ocho pies y una mano —dijo Chaparrete.

—Son muchos pies. ¡Pegadle fuerte a las bombas!

Los marineros se partían los riñones dando a la manivela. Las bombas se taponaron con el algodón quemado.

—¡Traed los cubos!

Carafoca repartió cincuenta cubos. Unos estaban llenos de agujeros, otros no tenían fondo. A las cinco, los marineros que habían huido en la chalupa volvieron, al ver apagado ya el fuego.

—¿Hay que trabajar? —preguntó Comadreja.

—Sí.

—Pues entonces nos vamos otra vez.

Garrapata se enfureció:

—¡A trabajar, gandules!

—¿Cuántos pies hay? —preguntó Garrapata.

Carafoca empezó a contar los pies de los marineros y gritó:

—Ochenta, sin contar los del gato.

Garrapata sacó el látigo de las siete colas y animó a los marineros.

—¡A trabajar, gandules, que nos hundimos!

A las cinco de la mañana sólo quedaban dos pies, los pies de Carafoca, que trabajaba como un negro. Los demás marineros se estaban comiendo las gallinas y conejos asados que encontraron en la bodega.

El carpintero puso unas tablas que faltaban y el barco pasó el peligro.

—¿Cuántos días llevamos en el mar? —preguntó Garrapata.

—No sabemos. Se ha quemado el calendario.

El barco, con viento favorable, corría como una liebre en dirección suroeste.

—¿Dónde estaremos? —dijo Chaparrete.

—A lo mejor, en el desierto del Sahara —dijo Garrapata.

—No puede ser. ¿Y los camellos? No veo ninguno.

—Yo vi uno ayer —exclamó Garrapata.

—¿Cómo era? —preguntó Carafoca.

—Tenía ocho o diez patas —dijo Garrapata.

—¿No sería un pulpo?

—Sí, eso es, un pulpo a la marinera.

—Entonces, está claro: estamos en el mar.

—Sí, pero, ¿en qué mar?

—En el mar Muerto —supuso Carafoca.

—Pues no se ve ningún esqueleto.

—Entonces será el mar Negro.

—Tampoco se ve ningún negro.

—Entonces, ¿dónde estaremos? —dijo Garrapata.

—¡Caramba! Usted es el capitán, usted debería saberlo —protestó Comadreja.

—¡Y yo qué sé! Como no hay ningún letrero…

En ese momento, el vigía gritó con voz estentórea:

—¡Tierra a babor!

Los marineros empezaron a saltar. Todo eran abrazos.

—¡Tiela, tiela! —gritó el chino, abrazándose a Tocinete.

Comadreja, el taimado Comadreja, dio un apretón de manos al capitán y, con lágrimas en los ojos, gritó:

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