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Authors: Andrea Camilleri

El traje gris (10 page)

Inesperadamente y sin motivo, se le hizo un nudo en la garganta.

8

A
dele estaba empezando el segundo plato.

—¿Cómo es que llegas tan tarde?

—Había tráfico.

—¿Has ido a ver a Mario?

Finalmente se había traicionado. ¿Cómo podía saber lo de su cita con el joven Ardizzone? Él estaba segurísimo de que no se la había mencionado.

Las posibilidades eran dos: o se veían o se mantenían en contacto telefónico. Por consiguiente, lo que él sospechaba desde el principio quedó confirmado: no había sido una iniciativa de Mario. Quizá éste le hubiera dicho eso a su padre, pero el verdadero cerebro, la única directora de la operación Ardizzone puesta en marcha para él, era Adele.

—Sí, hemos definido algunos detalles.

Ella no abrió la boca hasta el momento de tomar la fruta. Lo miró dos veces e hizo ademán de decirle algo, pero no habló. Quizá quería preguntarle algo más acerca del encuentro con Mario. Pero, si se habían visto o habían hablado por teléfono, ¿a aquellas alturas no lo sabía ya todo?

—¿Qué quieres decirme? —la ayudó.

—¿Has firmado el contrato?

—Todavía no, pero estamos de acuerdo en el sueldo y la duración.

—¿Qué duración?

Él comprendió adonde quería ir a parar. Mario le había encomendado una tarea: convencerlo de que firmara un contrato más largo.

—Tres años —contestó tranquilamente. Quería provocarla, ver cómo reaccionaba ante la mentira.

En efecto, Adele, con el rostro arrebolado y mirándolo con expresión sombría, estuvo a punto de replicar, pero reprimió el impulso. Se levantó hecha una furia.

—Tengo que irme. Adiós.

—Hasta luego.

Una vez a solas, picó un poco de ensalada.

Inexplicablemente, seguía sintiéndose cansado, así que, en cuanto se levantó de la mesa, fue a acostarse un rato.

A las cinco llamó a un taxi para que lo llevara al laboratorio de análisis.

Le dijo al taxista que esperara, recogió un sobre grande, pagó y regresó.

Escondió el sobre —sin abrirlo— en el segundo cajón de la derecha, debajo de una caja llena de viejas fotografías. Temía que Adele, viendo casualmente el membrete del laboratorio, lo abriera y empezara un interrogatorio. No quería hablarle sobre las molestias que experimentaba; lo avergonzaban.

Pensó que, ya que estaba, podía hacer limpieza en el escritorio, empezando por el primer cajón. Los tres cajones de la derecha contenían papeles personales; los de la izquierda, viejos expedientes bancarios, ya inútiles.

En primer lugar cogió la maletita de plástico verde que albergaba la pistola, jamás utilizada, que el banco había entregado mucho tiempo atrás a algunos empleados y directivos, siguiendo un criterio que él nunca había comprendido. Para eliminar la tentación, se la había llevado a casa.

Sí, porque, teniendo el arma a mano en el despacho, corría el riesgo de reaccionar instintivamente y empuñarla. Los atracadores ni siquiera le habrían dado tiempo de efectuar un disparo; le habrían disparado una ráfaga de metralleta o lo que fuera.

Lo había experimentado personalmente al principio de su carrera, cuando era segundo cajero de la sucursal de Cianciana.

El primer cajero estaba terminando de contar el dinero del único cliente que había en la ventanilla mientras él repetía las cuentas con la calculadora. Por aquel entonces no existían los ordenadores.

Entraron dos enmascarados revólver en mano, y uno gritó:

—¡Manos arriba!

Ellos dos y el cliente, aterrorizados, obedecieron.

—¡Dadme toda la pasta! —exigió el mismo atracador.

Los ladrones estaban nerviosos y tenían prisa; era evidente que se conformarían con el dinero que hubiera disponible en las dos cajas, que ni siquiera les pasaba por la cabeza mandar abrir la caja fuerte. Mientras él entregaba tres fajos de billetes a uno de los atracadores, advirtió que detrás de ellos había aparecido el director —Virgillito, se llamaba el pobre imbécil—, con una pistola bailándole en la mano, tanto le temblaba. Disparó y destrozó el reloj de pared. Pero antes de que tuviera tiempo de volver a apretar el gatillo, el atracador que había hablado se volvió como una serpiente y efectuó un solo disparo directamente a la cara de Virgillito. Después los dos huyeron con las manos vacías. Virgillito había salvado doscientas cincuenta mil liras, pero en ello le fue la vida.

Depositó la maletita en el suelo y cogió un sobre amarillo de gran tamaño. Estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta.

—¿Sí?

—Ha llamado la señora, que esta noche no cena en casa y después irá a ver una película con la señora Gianna.

Mejor así.

Aún no le apetecía comer, y menos todavía oír las exhortaciones de Adele, la cual había decidido con toda certeza pasar una velada fuera con Daniele. O quizá Daniele también había recibido la misma llamada. Sólo estaba seguro de una cosa: quienquiera que fuese al cine con ella no sería Gianna. Ni otra mujer.

En el sobre sólo había cartas repartidas en dos paquetes, cada uno atado con una cintita rosa. Eran las cartas que había intercambiado con Michela cuando eran novios.

La había conocido en Ragusa nada más empezar a trabajar en el banco. Michela no era guapa, pero tenía un cuerpo aceptable y grandes ojos tan negros como la tinta. Muchacha seria, de carácter dulce y reservado, de buena familia, tenía el bachillerato, pero nunca se había matriculado en la universidad.

Cuando ambos llevaban algún tiempo saliendo y reuniéndose en casas de amigos, él pensó que sería una esposa perfecta.

A su pregunta de si quería ser su mujer, Michela contestó que sí después de un eterno minuto de silencio. Lo había pensado. A lo mejor él no era su ideal, pero quizá había perdido la esperanza de encontrar algo mejor. Se casaron tras un año de noviazgo. Luigi llegó al año siguiente. Y cuando Michela murió después de diecisiete años de matrimonio, él se sintió perdido. Porque con el tiempo habían llegado a quererse.

La víspera de su muerte, cuando él llevaba tres noches sin pisar la cama, ella...

«No —se dijo—; detente.»

¿Por qué ahora, después de tantos años de no pensar en ella, le venía a la mente Michela? ¿Por qué estaban a punto de asaltarlo los recuerdos del tiempo en que su vida de hombre casado discurría por unos cauces que no sólo no podían reservar sorpresas sino que, por el contrario, daban la sensación de ser un viaje tranquilo y en paz hacia la estación final?

Estaba cometiendo un grave error: si quería librarse de los papeles inútiles, no era por allí por donde tenía que empezar, sino por los tres cajones del otro lado. Volvió a guardar el sobre y la maletita y cerró con llave.

Pero se le habían pasado las ganas.

No conseguía quitarse a Michela de la cabeza.

Los dos primeros años después de su muerte, iba a visitarla a su tumba el día del aniversario. No lo hacía porque fuera creyente ni por costumbre, sino por auténtica necesidad. No iba a hablar como muchos otros, sino que permanecía de pie delante de la tumba, pensando en ella.

Luigi no; Luigi en el cementerio estaba como en casa. Y por eso había hecho bien enviándolo a Londres. Después, el banco lo mandó a Roma precisamente el día del tercer aniversario. Desde entonces las visitas se habían espaciado, y cuando conoció a Adele, dejó de ir.

Estaba convencido de que iba a envejecer así, sin ninguna mujer al lado, y en cambio Adele le había dado una especie de segunda vida.

Ya, una segunda vida. Dicen que los gatos tienen siete, pero el hombre ¿cuántas puede tener?

—¿Señor?

—¿Sí?

—¿Pongo la mesa aquí en el estudio?

—¿Qué hay para cenar?

—Puré de verduras, quisquillas cocidas, queso y fruta.

—No ponga la mesa; tráigame un poco de fruta.

Se la comió viendo el telediario.

A las nueve sacó del cajón el sobre del laboratorio y lo abrió. Había dos hojas: una era el resultado de los análisis de sangre y orina; la otra, la del PSA, que ni siquiera sabía lo que era. Les echó un vistazo, no entendió nada y llamó a Caruana.

—Tengo el resultado de los análisis.

—¡Ya te dije que eran muy rápidos! Léemelos.

—¿Todos?

—¿Te falta el resuello?

—No, pero no quisiera molestarte.

—Tienes razón. Mi mujer está pataleando para ir a cenar; he regresado un poco tarde.

—Te llamo mañana.

—Muy bien. No; oye. Coge el análisis de orina. Mira dónde hay el mayor número de crucecitas.

Miró.

—Hay cuatro al lado de donde pone Ciprofloxacina.

—Comprendo. Ahora dime lo que hay en el PSA.

Se lo dijo.

Caruana pareció un poco perplejo.

—¿Estás seguro de que me estás dando los datos del PSA?

—Segurísimo.

Hubo una pausa.

—¿Mañana por la mañana tienes compromisos?

—La verdad es que debería...

—Cancélalo. Quiero verte.

—De acuerdo.

—Pasa por mi consulta a las diez en punto. Me encargaré de que te reciban enseguida. ¿Conoces a algún farmacéutico que pueda facilitarte un medicamento sin receta?

—Sí.

—Manda comprar enseguida una caja de Ciproxin, es un antibiótico: te tomas un comprimido esta misma noche y otro mañana por la mañana, con doce horas de intervalo. Y sigue así en los días sucesivos. Cuanto antes empieces, mejor. Verás como se te pasan las molestias. Pero igualmente nos vemos mañana. Y tráeme los análisis. Ah, oye, tómate la temperatura antes de acostarte.

¿Por qué Caruana parecía preocupado? ¿Y qué tenía que ver la temperatura? Él, aparte del desfallecimiento y la inapetencia de los últimos días, se encontraba bastante bien. Un poquito cansado, eso sí. Pero ¿no sería una cuestión psicológica causada por el hecho de jubilarse?

Menos mal que Adele no estaba en casa. Así no se enteraría de nada. Llamó a Giovanni, le dijo que fuera a la farmacia y le entregó un papel con el nombre del medicamento.

—Pero a lo mejor a esta hora está cerrada.

—Está de guardia. Diga que lo necesito yo. Y compre también un termómetro.

Media hora después, tras tomarse el antibiótico, se puso a ver una película de gángsters.

Antes de acostarse se tomó la temperatura. Treinta y siete con ocho.

¡Qué raro! Tenía fiebre, no cabía duda, pero no la notaba. A saber desde cuándo estaba así y no se había dado cuenta. Durmió agitadamente.

Y hacia el amanecer tuvo un sueño.

Estaba en su despacho del banco y su secretaria acababa de dejarle el correo. El cuarto sobre llevaba escrito de través en la parte superior izquierda: reservada - personal. La dirección estaba escrita a mano, pero la letra le era desconocida.

Lo abría. Contenía una hoja doblada en cuatro, no era papel de carta sino de impresora, grueso. Estaba manuscrita, muy tupida, tanto que no había márgenes ni arriba ni abajo ni a los lados. Las letras eran tan pequeñas que parecían patitas de hormiga, y las palabras estaban tan pegadas que formaban una sola de una línea de longitud. No había puntos ni comas. Y tampoco se entendía en qué lengua estaba escrita.

La parte posterior de la hoja se había utilizado como la anterior. Es más, puesto que no había un claro principio o algo identificable como tal, no era posible distinguir cuál era la primera cara. Más que una carta, parecía una hoja arrancada de un papel continuo.

La tapaba con una cuartilla y llamaba a la secretaria por el interfono.

—Tráigame una lupa.

—Creo que no tengo ninguna.

—Pues búsqueme una.

Solamente cuando la secretaria se la conseguía y cerraba la puerta a su espalda, él empezaba a examinar el texto con la lupa. No se trataba de árabe ni cirílico ni ninguna otra escritura reconocible. Entonces tomaba el sobre para examinar el sello y descubría que no había ninguno. Volvía a llamar a la secretaria, cubriendo nuevamente la carta, pero ahora con el sobre en la mano.

—¿Quiere venir un momento?

La mujer entraba y él se lo mostraba.

—¿Cómo ha llegado?

La secretaria lo miraba.

—Ah, sí, me lo ha traído el botones.

—¿Y a él quién se lo ha dado?

—Probablemente alguien de la oficina de Información o el portero.

—Averigüe quién la recibió.

Cinco minutos más tarde sonaba el interfono.


Dottore
, se la entregaron a Manusardi, de Información.

—Dígale que venga a mi despacho.

No conocía a ese Manusardi. Era un muchacho de Trento, visiblemente azorado por encontrarse en presencia del vicedirector general.

—¿Le han entregado a usted esta carta para mí? —le preguntaba tendiéndole el sobre.

—Sí.

—¿Cuándo?

—Esta mañana, el primero que ha entrado en el banco. Iba corriendo, casi sin resuello. Me ha llamado la atención y por...

—¿Qué clase de tipo era?

—Un señor maduro. Bien vestido y... —Vacilaba; no sabía si seguir adelante o no.

—Manusardi, le ruego que me lo diga todo.

—Era impresionante.

—¿Qué?

—La semejanza con usted. Yo a usted lo veo pasar cuatro veces al día. Parecía...

Él perdía la paciencia. Cosa que casi nunca le ocurría.

—¡Hable, por Dios!

—...su hermano gemelo.

—Puede retirarse, gracias.

Era imposible. Había tenido un hermano gemelo al que no recordaba porque había muerto apenas al año de edad, no sabía cómo. Se lo había contado su madre. ¿Quién podía ser un hombre tan parecido a él?

Sonaba el teléfono.


Dottore
, hay alguien que quiere hablar con usted.

—Concrete un poco. ¿Qué significa «alguien»?

—No ha querido dar su nombre. Pero dice que es importante. ¿Qué hago?

—Pásemelo.

—Hola, ¿eres tú?

—¿Con quién hablo?

—¿Cómo puedes no saberlo?

En efecto, la voz le resultaba vagamente familiar.

—Oiga, no tengo tiempo que perder.

—Es cierto.

—¿El qué?

—Que ya no tienes tiempo que perder. ¿Has recibido la página que te envié? Es la tuya.

—¿Qué significa que es la mía?

—¿No has visto que ya está toda escrita?

—Sí. ¿Y qué?

—Pues que en ella ya no se puede escribir más. —Y el desconocido colgaba.

Entonces comprendía que la voz que acababa de hablarle era la suya.

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