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Authors: Andrea Camilleri

El traje gris (8 page)

Todos los años, los dos primeros días de vacaciones experimentaba un fuerte dolor de cabeza y un gran cansancio. Su cuerpo sufría los efectos del brusco cambio de ritmo —nada de horarios obligados, nada de discusiones y negociaciones, nada de repentinos sonidos de teléfono, nada de tensiones—, y aquellos dos días de malestar eran, por tanto, una especie de cámara de descompresión.

Pero ahora su cuerpo sabía que el cambio de ritmo no duraría un solo mes, sino años y años, mientras viviera, y había reaccionado a su manera. Quizá, en los días sucesivos, aquel malestar se repetiría unas cuantas veces hasta desaparecer del todo, en cuanto su cuerpo se adaptara.

Al cabo de una hora se sintió de nuevo normal.

Se dirigió al estudio y, antes de ponerse a leer los periódicos, llamó a Giovanni por el interfono.

—Prepáreme un traje más ligero. Por la tarde tengo que salir.

A las doce menos cuarto sonó el teléfono. Era Mario Ardizzone.

—Bueno pues, ¿lo ha decidido?

—En general, sí.

Ardizzone guardó silencio.

—No, no estamos de acuerdo —dijo al cabo.

—¿Por qué?

—Me parece haber sido extremadamente claro con usted. Si no es de los nuestros, yo no hago ese negocio. No puede dejarme así, en la duda.

—¿Qué duda, perdone?

—Si usted me dice que está de acuerdo en general, en mi pueblo significa que no lo está del todo y que, por tanto, después de que yo me exponga con los de la Pides, en determinado momento usted puede echarse atrás. No. Necesito un sí o un no en firme, ahora mismo. Procure comprender mi situación.

—Escuche. ¿A qué hora tiene que dar su respuesta a la Fides? A las cinco, ¿no?

—Sí.

—Bien. No se lo tome a mal, pero ¿podría hablar primero con su padre?

—Si es una cuestión de sueldo, papá y yo estamos de acuerdo en que será usted mismo quien establezca la cifra.

—No es una cuestión de sueldo.

—He de advertirle que papá, oficialmente...

—Lo sé, pero es que yo no quiero hablar con él oficialmente.

Mario hizo una pausa.

—Comprendo. Lo llamo enseguida —dijo al fin, un poco ofendido.

Y al cabo de cinco minutos:

—Papá lo espera en su casa a las cuatro en punto. ¿Será una cuestión breve?

—Sí.

—¿Sabe dónde vive?

—Ya estuve una vez allí.

—Después de hablar con papá, ¿será tan amable de darme una respuesta firme?

—Naturalmente.

En la mesa sólo estaban él y Adele. Daniele se había quedado en el comedor universitario.

Observó que ella tenía ojeras. La pelea de la víspera debía de haber durado mucho y quizá había terminado con unas paces de intensidad y duración equivalentes, si no superiores.

—¿Qué te pasa? —le preguntó ella.

Se quedó estupefacto, pues su mujer se le había adelantado; ésa era precisamente la pregunta que él estaba a punto de hacerle.

—Nada. ¿Por qué?

—Estás muy pálido.

—Estoy bien. —Ni siquiera le pasó por la cabeza decirle que se había mareado.

De primero había pasta con atún, que le encantaba. Pero se notaba la boca del estómago encogida, no tenía apetito. Ya hacía varios meses que debía hacer un esfuerzo para comer. Sin embargo, esta vez fue peor, porque el olor del atún le provocó cierto mareo. Seguro que era una consecuencia del vahído sufrido por la mañana.

No obstante, para evitar las molestas preguntas de Adele consiguió comerse medio plato.

—¿Has hablado con Ardizzone esta mañana?

Ella también tenía prisa por saber.

—Pues sí.

—¿Qué has decidido?

—Antes de decidir, quiero hablar con su padre.

—¿Vas tú o viene él?

—Voy yo a su casa, a las cuatro.

Una pausa.

—¿Vive lejos? —preguntó ella.

Aquí te esperaba, guapa.

—Bastante. Su chalet se encuentra tomando una travesía de la carretera de Catania, donde está el motel Regina. —Y la miró significativamente.

A cambio, recibió una firme y clara mirada por parte de ella. «Si siempre lo has sabido, ¿por qué nunca lo has mencionado? ¿Por qué lo has aguantado? ¿Te ha faltado valor para reaccionar?», parecía preguntarle mientras lo miraba fijamente, pero sin desprecio ni desafío.

Por eso quien primero bajó los ojos fue él.

* * *

—Pero ¿qué hace? ¿Está rejuveneciendo? ¿Sabe que lo encuentro más delgado que la última vez? ¿Lo han puesto a régimen?

—Todavía no.

—A mí sí, por desgracia —dijo el
commendatore
Ardizzone, invitándolo a sentarse en una cómoda butaca del salón.

En cambio, el
commendatore
sí que había envejecido. Claro que unos cuantos años en la cárcel, sobre todo a cierta edad, no son buenos para la salud. Pero sus ojos, que eran como los de un árabe, seguían siendo inteligentes, preparados para absorber los más ocultos pensamientos de quien tuviera delante.

—Mi hijo me ha dicho que usted quiere hablar conmigo y yo estoy aquí para escucharlo. Pero antes deseo decirle que Mario me ha puesto en evidencia.

—¿Por qué?

—Porque la idea de invitarlo a trabajar con nosotros tendría que habérseme ocurrido a mí y no a él. Y ahora, usted dirá.

—Se trata de unas cuestiones delicadas de las que quisiera hablar con franqueza.

—Yo seré franco con usted.

—En el banco siempre hemos sabido que detrás de la Fides está Giuseppe Torricella. ¿Es así?

Torricella era un capo de la vieja mafia que había sabido mantenerse a flote incluso durante la guerra desencadenada por los corleoneses.

—Era así —lo corrigió Ardizzone.

—¿Ahora ya no?

—No.


Commendatore
, hablemos claro. Usted, a través de su hijo Mario, está a punto de adquirir la Fides, además de la Prontocontanti. Ahora dígame, de hombre a hombre: ¿puedo estar seguro de que Torricella se mantendrá al margen, en todos los sentidos, de la partida?

Los ojos de Ardizzone se convirtieron en dos rendijas.

—Entiendo lo que me está preguntando. Y le contesto que yo no soy como don Filippo Careca. ¿Conoce usted su historia? ¿No? Pues se la cuento. En determinado momento, don Filippo Careca ya no fue capaz de follar con su esposa, una jovencita. Cosas que le ocurren a quien se casa con una mujer treinta años más joven. ¿Y sabe qué hizo entonces? Pagarle a un chaval para que se la follara en su lugar mientras él los miraba. Pero yo siempre le he prestado ese servicio a mi mujer; nunca he follado por persona interpuesta. ¿Me explico?

—Perfectamente.

—Por otra parte, para hacer la fusión, usted tendrá a su disposición todos los papeles, y así podrá comprobar si...


Commendatore
, a mí, más que los papeles, me interesa lo que usted tiene que decirme directamente de palabra.

—Y yo le he dicho lo que tenía que decir. ¿Más preguntas?

—Sí. Una. Los excedentes.

—No entiendo.

—Cuando se produzca la fusión entre la Prontocontanti y la Fides, es inevitable que se detecte un excedente de personal.

—¿Y qué? Usted, a los que sobren, los echa.

—No es tan fácil como parece.

—¿Se refiere a los sindicatos?

—No.

—Pues entonces explíquese.

—Algunos empleados de la Fides fueron colocados personalmente por Torricella.

—Comprendo. ¿Teme que, si despide a alguno, Torricella se lo tome a mal?

—No temo nada,
commendatore.
Sólo quisiera oírle decir que tengo las manos libres.

—Y las tiene. Pero hay que actuar con sensatez.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que debe saber distinguir. Le pondré un ejemplo.

¿Se estaba equivocando o acababa de vislumbrar una imperceptible sonrisa bajo el bigote blanco de Ardizzone?

—Pongamos el caso de una mujer casada que engaña a su marido. ¿Podemos calificarla de puta? No; la puta es otra cosa. Y si el marido se entera y no la echa de casa es porque conoce las razones por las que su mujer le pone los cuernos.

Se quedó helado. La alusión a él y Adele era evidente. Y al contar la historia de Careca, el viejo Ardizzone había querido relacionarla con su situación privada. Lo único que podía hacer era fingir que no iba con él. Consiguió dominarse y continuar.

—¿Usted me está diciendo que alguien contratado por indicación de Torricella no es necesariamente un mafioso?

—Lo ha comprendido muy bien. Pero le repito que sus manos están libres. Tiene mi palabra. Le diré más:si tropieza con alguna dificultad, hágamelo saber de inmediato. ¿Algo más?

—No.

—Entonces, ¿puedo llamar a Mario para decirle que acepta?

—Sí.

—Sabia decisión. Y ahora puedo decirle que no debe temer nada de Torricella. Antes de que se empiece a hablar de los excedentes, pasará tiempo, ¿verdad?

—Por lo menos un año.

—¡¿Un año?! ¿Y usted me viene a hablar de Torricella? ¡No me haga reír!

—¿Por qué?

—¡Pues porque un año es mucho tiempo! ¿Conseguirá Torricella vivir un año más?

—¿Está enfermo?

—No. Pero ¿quién sabe lo que puede ocurrimos mañana? Todos estamos en las manos del Señor. Aunque uno rebose de salud, de pronto pasa un camión y lo atropella.

En cuanto salió del chalet y subió al coche, se arrepintió de haber aceptado.

El viejo Ardizzone lo había tranquilizado, dándole todas las seguridades que había querido además de su palabra. Pero a él seguía oliéndole a chamusquina.

Bueno, de acuerdo. Ardizzone le había dicho con claridad que en ningún caso actuaría de testaferro de Torricella.

Pero, aun admitiendo que Torricella quisiera desprenderse de la Fides, él jamás conseguiría saber en qué condiciones lo había hecho, cuáles habían sido los pactos secretos entre Ardizzone y el mafioso.

Y tampoco se podía descartar que Ardizzone, para seguir desarrollando sus actividades tranquilamente, se hubiera visto obligado a comprar la Fides a instancias del propio Torricella. Y que la adquisición de la Prontocontanti se les hubiera ocurrido con posterioridad a los Ardizzone para que la cosa resultara menos evidente.

Sí, tenía que ser eso.

La Prontocontanti otorgaría una fachada de honradez a la Fides, y él... él otorgaría una fachada de respetabilidad a toda la operación.

Por eso tenían tanto empeño en contratarlo.

Pero había una manera de salir airoso: firmar un contrato inicial limitado a un año. A él le bastaría ese plazo para darse cuenta de cómo iban verdaderamente las cosas. Si el negocio era limpio, se quedaría; en caso contrario, al término del contrato nadie podría impedirle que se marchara.

Un momento.

Había un aspecto de las palabras de Ardizzone que había que examinar con mucha atención.

Dejando a un lado que el viejo era un grandísimo canalla, ¿había otra razón para revelarle que estaba al corriente de su situación con Adele, aparte de la malvada satisfacción de decírselo a la cara?

Quizá sí.

Quizá aquellas palabras ocultaban una amenaza concreta: si no haces lo que te digo que hagas, puedo arruinarte en cualquier momento, contándole a todo el mundo cómo se comporta contigo tu mujer y cómo te comportas tú con ella. Si quiero, te hundo.

Quizá estaba en posesión de alguna fotografía comprometedora de Adele. No; en cuanto hubiera firmado, no sería fácil irse.

Lo sobresaltó el violento sonido de un claxon. Sin darse cuenta, había frenado de golpe.

Justo delante del motel Regina.

7

A
penas había tráfico. Por eso tuvo todo el tiempo del mundo para girar a la izquierda cómodamente y detenerse en la explanada que había frente a la entrada del motel.

Bajó y entró.

—¿Qué desea? —le preguntó el conserje, sentado delante de la consabida colmena de casillas numeradas y con un periódico deportivo abierto sobre el mostrador, mientras se hurgaba cuidadosamente la fosa nasal derecha.

Él advirtió que, exceptuando dos, en las casillas no colgaban llaves. Por consiguiente, en aquel momento el motel debía de estar casi completo.

Pero en la entrada, aparte del conserje, no había ni un alma y no se oía el menor ruido, ninguna voz; parecía absolutamente vacío.

—Un café, por favor.

—Se lo mando preparar enseguida —dijo el conserje, pulsando un timbre.

Menos mal que se lo prepararía otra persona. Tuvo la tenue esperanza de que el barman llevase las manos limpias.

El vestíbulo no era grande. Cabían un sofá y dos butacas de polipiel, el mostrador del conserje y, al fondo, una barra de bar con la típica exposición de botellas en los estantes de la pared.

Por un arco situado a la derecha se accedía a un pasillo al que daban las habitaciones de la planta baja, y a la izquierda había una escalera que conducía a las del piso de arriba. El ambiente no era tan sucio como había imaginado, pero sí desaseado y de una dejadez desalentadora.

Por una puertecita situada detrás de la barra del bar salió un hombre desaliñado.

—Hazle un café al señor —le dijo el conserje.

A pesar de que solamente lo había visto dos veces y varios años atrás, lo reconoció: era el mismo que había quitado de la vista el coche de Adele. Debía de ser una especie de factótum, mozo, guardacoches, barman.

En las paredes había unas cuantas fotografías enmarcadas.

Se acercó para examinarlas. Una cantante de categoría media, un presentador de una emisora de televisión local, un jugador de fútbol, un cómico y el pívot que sin duda había sido amante de Adele. En cada fotografía había una entusiasta dedicatoria al motel. El pívot había firmado sólo con su nombre, Geoffrey, porque así era conocido como jugador.

El café estaba como para escupírselo a la cara a quien lo había preparado.

—¿Geoffrey era cliente vuestro? —le preguntó al barman. Y para evitar sospechas o que el hombre lo tomara por policía o inspector de hacienda, sonrió como quien disfruta de un grato recuerdo y añadió—:¡Qué jugador tan estupendo! ¡No había otro como él! ¿Era cliente vuestro?

—Cuando estaba con nuestro equipo, a menudo venía a pasar una tarde aquí. Y a veces también se quedaba una noche.

—Pero ¿no se alojaba en el hotel Des Palmes?

—Sí, pero era aquí adonde venía a, ¿cómo diría?, a descansar —fue la respuesta acompañada de una sonrisa.

Él fingió no haber comprendido.

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