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Authors: Andrea Camilleri

El traje gris (6 page)

—¿Cómo te las arreglas?

—Estupendamente bien.

—¿Qué haces todo el día?

—Mi mujer y yo no tenemos ni un momento libre.

—¿De verdad? ¿Y eso?

—Verás, es que mi hija Angela trabaja y su marido también, así que nos traen a sus dos hijos pequeños por la mañana y vuelven a recogerlos por la tarde. Son un encanto. Espera, que te los enseño.

Y sacó una fotografía del billetero mientras los ojos se le humedecían con orgullo de abuelo.

Como no se trasladara a Londres, él no tendría ningún nieto al que atender.

Pero de una cosa estaba seguro: no acabaría sentado en un banco del parque leyendo el periódico mientras su perro levantaba la pata junto a todos los árboles que encontrara.

* * *

Ni siquiera tenía la costumbre de leer. Adele sí.

En casa había dos bibliotecas.

La primera, muy grande y tradicional, estaba en el salón. Para llenarla, Adele había visitado primero varias librerías de viejo, eligiendo los volúmenes según el estado de la encuadernación, y así había llenado los dos estantes de arriba; después había pedido a la editorial Mondadori todos los libros de la colección Meridiani, que quedaban muy bien, y las obras completas de todos los autores de quienes había sido posible reunirlas. En una estantería aparte figuraban las grandes obras, profusamente ilustradas, que el banco solía regalar a los clientes más importantes y que trataban desde los mosaicos de la catedral de Monreale hasta la pintura sobre cristal, de los paladines de Carlomagno —protagonistas del teatro de marionetas siciliano— a la decoración de los carritos sicilianos...

La segunda biblioteca estaba constituida por tres estantes en el vestidor de Adele. De vez en cuando, ella compraba un libro y lo leía concienzudamente. Al final emitía su veredicto, empleando una de tres fórmulas invariables: «Me ha gustado», «No me ha gustado», «No he entendido nada.»

Ah, sí, estaba también la biblioteca de su estudio, heredada con todos los libros junto con el escritorio. Jamás la había tocado. Años y años de la
Gazzetta Ufficiale
y voluminosos tomos de derecho.

Podría experimentar con la lectura, por qué no. No perdería nada. Quizá entre los libros de Adele encontrara alguno interesante. Excluyendo, por supuesto, los que a ella le habían gustado, porque se trataba de bobas novelas románticas; bastaba con ver el título o el diseño de la cubierta para saberlo.

Para confirmar los gustos de su mujer estaba la casi segura discusión nocturna para elegir qué película ver en la televisión. Ella sólo quería melodramas que contaran grandes y desesperados amores románticos, preferiblemente de época. A él, en cambio, tales películas le provocaban sueño. Le gustaban las policíacas ambientadas en la época actual, con interminables tiroteos y asesinatos cada cinco minutos. Le estaba permitido verlas tan sólo dos noches por semana; el resto, en la pequeña pantalla aparecían invariablemente miriñaques, puestas de sol en el mar, besos castísimos a la orilla de un lago...

Si durante una de las películas que le gustaban a él había una escena de sexo, Adele empezaba a murmurar, escandalizada: «No comprendo cómo esas actrices pueden dejarse...», «Pero ¿es que no les da vergüenza?», «¡¿Lo están haciendo en serio?!», «¡Escenas así tendrían que estar prohibidas!» A veces se levantaba exasperada: «Cuando termine esa escenita, me avisas. No lo soporto. Es indecente.» En ese momento los dos protagonistas podían estar haciendo una variación de lo que, en cuestión de poco rato, también harían ellos. Porque Adele no tenía ningún reparo en hacerlo; al contrario.

Pero las novelas y películas que prefería ¿le habían enseñado algo alguna vez? Él lo dudaba, puesto que aquellas historias hablaban, aunque fuese de manera a veces tosca o ingenua, de un sentimiento que jamás había existido en Adele. ¿Acaso no se lo había dicho ella misma al compararse con un desierto que era inútil regar? Claro que sólo se había referido al hecho de no poder tener hijos; pero la esterilidad no era exclusiva de su vientre.

Ella, en su totalidad, era estéril y seca.

Y ésa era la desagradable conclusión a la que él había llegado después de diez años de matrimonio.

Tendría que haberlo comprendido mucho antes, entre otras cosas porque ella no hacía nada por ocultar su naturaleza o por parecer distinta de lo que era.

—¿Cómo conociste a tu primer marido?

—Angelo era íntimo amigo de Pino.

—¿Y quién era Pino?

—Pino era mi novio.

—A ver si lo entiendo. ¿Pino fue tu primer novio?

—¿Estás de broma? Cuando conocí a Pino, yo ya tenía... déjame pensar... veintitrés años.

—Y si no recuerdo mal, empezaste a los quince.

—Sí. ¿No es la edad adecuada?

—Entonces, ¿ese Pino...?

—Me hice su novia oficialmente. Lo llevé a casa de los tíos, íbamos a casarnos cuando él se licenciara en medicina.

—¿Y qué pasó?

—Pasó que me dejó por otra.

—¿Sufriste mucho?

—Bueno, verás, yo había empezado a pensar.

—¿En qué?

—En nuestra futura vida en común. Tenía ciertas dudas.

—¿Acerca de qué?

—Pino era muy pesado y obsesivamente celoso.

—Pero ¿tú estabas enamorada de él?

—Por supuesto, pero no hasta el extremo de no ver lo pesado y posesivo que era.

—¿Cuánto duró ese noviazgo?

—Tres años. No lograba licenciarse. O no quería.

—¿Y Picco?

—Angelo ya lo había intentado mientras yo era la novia de su mejor amigo. Más de una vez. —Soltó una risita—. Cuando Pino me dejó, seguimos viéndonos.

—¿Te casaste porque lo querías?

Lo pensó un momento antes de contestar.

—Conseguía hacerse querer.

—Pero cuando ocurrió la desgracia, yo te vi muy afligida y trastornada.

Adele lo miró sorprendida.

—¡Pues claro! ¿Cómo no iba a estarlo? Cuando me llamaron a las ocho y media para decirme que Angelo había ingresado moribundo en el hospital...

—¿Quién te llamó?

Titubeó ligeramente.

—Pino.

—¿Tu ex novio?

—Sí. ¿Qué tiene de raro? Él trabajaba en las Urgencias del hospital y por eso...

—¿Fue la primera vez que te llamó después de la ruptura del noviazgo?

—No. Nos habíamos visto alguna vez.

—¿A espaldas de Angelo?

—Bueno, sí. No creo que se lo hubiera tomado muy bien.

Mejor dejarlo estar y regresar a la conversación principal.

—Pero ¿el accidente no ocurrió de madrugada?

—¡Qué dices! Te informaron mal. Yo lo esperaba para cenar.

—¿Qué hiciste?

—Me cambié y fui corriendo al hospital.

—¿Lo encontraste todavía vivo?

—Sí. Le sostuve las manos unos minutos. A continuación se lo llevaron al quirófano y salió tres horas después, muerto. —Pausa—. ¡Pobrecito! —Otra pausa—. ¿Sabes una cosa? Me manché de sangre el borde de la manga. Me di cuenta a la mañana siguiente. Mandé lavarla, pero la mancha no desapareció del todo.

—¿Qué vestido es?

—El traje de chaqueta gris.

Fue como si le hubieran propinado un mazazo en la cabeza. Por un instante se le cortó la respiración.

—¿Te lo pusiste antes de salir corriendo hacia el hospital?

—Claro. No podía ir con lo que llevaba puesto.

5

U
na noche se atrevió a hacerle una pregunta a propósito de ellos dos.

Hacía tiempo que quería planteársela, pero unas veces se le había escapado la ocasión y otras había temido la posible respuesta.

Ocurrió que Adele, comentando una película, dijo:

—La gente se casa por tantos motivos...

Él aprovechó la ocasión al vuelo.

—¿Y cuál fue el tuyo para casarte conmigo? —Utilizó un tono de guasa, pero estaba tenso y notó un sudor frío.

Ella lo pensó un momento.

—Tú fuiste un gran señor. Y sigues siéndolo —añadió, acariciándole suavemente la mejilla, como para cambiar de tema.

Aquella respuesta no aclaraba nada. Él no aceptó la invitación a cambiar de tema.

—Explícate mejor.

—¿De veras quieres saberlo?

—Si te lo estoy preguntando...

—Pues muy bien. Sólo tres días después de la muerte de Angelo... imagínate, se me echaron encima como moscas sobre la miel. Todos afligidos por mi dolor, compasivos, apenados... Me estrechaban la mano para darme el pésame mientras con la otra intentaban tocarme el trasero.

—¿Quiénes?

—Todos. Hasta el empresario de las pompas fúnebres cuando vino a presentarme la cuenta.

—¿Lo dices en serio?

—No bromeo y no me estoy inventando nada. El entierro costaba un dineral y él me propuso un descuento del cincuenta por ciento si aceptaba su invitación a cenar.

—¡No puedo creerlo!

—Eres muy libre de no creerlo. La viudita que acaba de perder al marido después de ocho meses de matrimonio, ¡el apetito que debe de tener! ¡Pobrecita! ¡Debe de pasarse las noches jadeando! ¡Bastará alargar la mano para que se deje coger! Además, es una acción caritativa. ¡Cerdos asquerosos! ¡Tu presidente también, que conste!

Él se quedó estupefacto.

—¿Bernocchi?

—Bernocchi, tan comprensivo, tan paternal... «Querida, ¿por qué no va a descansar a una casita aislada que tengo en Capo d'Orlando? Nadie se enteraría, nadie la molestaría. Podría reunirme con usted el fin de semana para hacerle un poco de compañía...» ¡Menudo gusano repulsivo!

Él seguía escéptico.

—¿No es posible que te equivocaras? ¿Que te estuviera proponiendo sinceramente...?

—¡Anda ya! Si hasta me contó que estaba ejerciendo presión sobre ti para que me concedieras una triple liquidación que no me correspondía. Y cuando tú me la diste, ¡se presentó corriendo en mi casa para cobrar el agradecimiento! Pago al contado...

—¿Y tú?

—Le dije en la cara que como hombre no me gustaba y que podía quedarse con el dinero.

—¿Era demasiado viejo y te impresionaba?

—¿Por qué tendrían que impresionarme los viejos? No; era él, que no me gustaba. Tú lo conocías mejor que yo. En primer lugar, le apestaba el aliento. Y le sudaban las manos. Además, hablaba y se movía como un hombre de iglesia. Irme a la cama con él me habría parecido como acostarme con un cardenal. No, no me gustaba nada.

—¿Y si te hubiera gustado?

—Si me hubiera gustado... pues no lo sé. ¡Qué preguntas tan tontas haces! En cualquier caso, aquellos días yo estaba muy trastornada, confusa. Y desanimada. Puedes creerme: no hubo ni uno que no lo intentara.

—Creía que a las mujeres os gustan las atenciones masculinas.

—Pero ¡aquello no eran atenciones! Y a mí me ofendían profundamente. Todos tenían una finalidad concreta, sólo pensaban en eso... No; he dicho mal, no todos. Hubo una excepción. Tú.

—Tú me habías impactado, y mucho.

—Eso lo comprendí enseguida. Pero supiste consolarme sin pedir nada a cambio. Sin embargo, yo te gustaba, vaya si te gustaba, te lo leía en los ojos.

¿Y sólo por eso le había dado el sí en cuanto le propuso matrimonio? ¿Porque había sabido consolarla? ¿O porque ella había comprendido que también podría ofrecerle muchas comodidades? En cualquier caso, estaba situado un peldaño por debajo de Angelo. Éste por lo menos había conseguido hacerse querer. Una frase que Adele no había utilizado para referirse a él. En los primeros tiempos, se había hecho la ilusión de que la pasión con que ella se le entregaba era una manera de expresar el amor que sentía por él. Que no sabía decirlo con palabras sino con el cuerpo.

Poco a poco se dio cuenta de que el cuerpo de Adele reaccionaba con independencia de cualquier sentimiento; era una máquina perfecta que se ponía en marcha en cuanto se pulsaba la tecla adecuada, y ya no dejaba de funcionar.

Y jamás en el transcurso de aquellas noches —reparó en ello mucho después—, ni siquiera en el momento en que se entregaba por entero, no a él sino a sí misma —eso también lo comprendió mucho después—, había brotado de su boca la palabra «amor».

Eso sí: «tesoro», «cielo» y «vida», todos los que quisiera.

Llamaron ligeramente a la puerta con los nudillos.

—Sí.

—Está al teléfono el señor Ardizzone. ¿Qué le digo? —preguntó Giovanni.

—Voy enseguida —contestó levantándose.

El viejo Ardizzone, tras ser condenado por asociación con la mafia, se había retirado oficialmente de los negocios, que habían pasado a su hijo Mario. Pero era bien sabido que detrás de todas las iniciativas de Mario estaba siempre su padre. ¿Qué podían querer de él?


Commendatore
, soy Mario Ardizzone. ¿Cómo está?

—Bien.

—Perdone que lo moleste, pero necesito hablar con usted.

—Dígame.

—¿Podría ir a verlo dentro de una hora?

O sea, que no era una cosa que se pudiera tratar por teléfono. La verdad es que no había ninguna razón para aplazarlo.

—Faltaría más. ¿Sabe mi dirección?

—Lo sé todo, no se preocupe.

Cualquier cosa que tuviera que decirle lo ayudaría a pasar por lo menos una hora.

Apenas había colgado cuando el teléfono volvió a sonar. Era Adele.

—Perdona, pero esta mañana he olvidado decírtelo. Estaba muy atareada. Quería avisarte de que ahora mismo van a llevar a casa un televisor con su correspondiente mesita.

—¿Has cambiado el viejo?

—El viejo funciona muy bien; todavía no es hora de cambiarlo. Este nuevo lo he comprado para ti. Diles que te lo coloquen en el dormitorio o en el estudio, donde prefieras.

—Pero ¡si no lo necesito!

—Puede serte útil.

—¡Si ya está el de abajo!

—Mira, el otro día decidimos que las reuniones de la asociación se celebrarán siempre en casa. Por eso el salón estará ocupado a menudo por la noche. Con el televisor nuevo podrás ver tranquilamente tus programas. Adiós, cariño.

Pero ¡qué detalle por su parte!

De esa manera, su lugar en el sofá podría ocuparlo Daniele.

Llamaron a la puerta.


Dottore
, aquí hay uno con un televisor que dice la señora que hay que poner...

—Sí, aquí en el estudio, junto a la ventana. Pero que se dé prisa, que espero una visita.

Fue al dormitorio, y cuando regresó al estudio tres cuartos de hora después, el instalador acababa de terminar.

Era un aparato bastante grande, con todos los canales y satélites. Mientras el hombre le explicaba el funcionamiento del mando a distancia, Giovanni entró para anunciar la llegada de Mario Ardizzone.

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