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Authors: Lucía Solaz Frasquet

Tags: #Infantil y juvenil

Entre sombras (2 page)

—Mi madre ya está aquí —le susurró mientras recogía sus cosas.

—Ya es hora de que te marches. Pasas más tiempo en Burton que yo.

—Eso no suena muy galante, James —murmuró Acacia bajando la mirada.

—Ya sabes lo que quiero decir —balbució el chico.

Acacia sonrió al verlo enrojecer. Resultaba tan fácil tomarle el pelo.

—¿Quieres algo de Plymouth?

—Nada que no pueda comprar a través de internet, gracias.

Encontró a su madre esperándola en la puerta principal y al abrazarla notó con sorpresa que ya era más alta que ella.

—¿Cómo estás, princesa? —le preguntó Lillian Corrigan acariciándole la mejilla y reparando en sus ojeras—. ¿Has tenido un buen día?

—Sí, el reverendo Peters nos ha felicitado a Maude y a mí.

—Y estoy segura de que os lo merecéis. ¿Preparada para el asalto?

Recorrieron las diez millas que las separaban de Plymouth, donde las tiendas no cerraban hasta tarde, hablando sobre sus respectivos días. Su madre le contó lo ocurrido esa tarde en el centro para la tercera edad. Además de su trabajo como voluntaria cada miércoles y sus tareas en la granja, también ayudaba a organizar las actividades benéficas de la parroquia y preparaba los mejores pasteles del mundo.

Al llegar al centro comercial Acacia contempló las interminables hileras de tiendas, indecisa sobre cuál atacar primero. Sabía que su madre preferiría pasar la velada relajándose con un buen libro, pero también que disfrutaba haciendo cosas por ella y le había prometido con gusto llevarla a comprar un vestido para el sábado.

—¿Qué te parece? —sugirió su madre un rato más tarde alcanzándole un minivestido púrpura—. Este color resalta tus preciosos ojos verdes.

—Oh, mamá, ¿qué haría sin ti? ¡Es perfecto!

Varios vaqueros, camisetas, conjuntos de ropa interior y zapatos más tarde, decidieron reponer fuerzas en un restaurante mexicano donde Acacia probó una salsa tan picante que se le saltaron las lágrimas. Fue al cuarto de baño a lavarse la cara y cuando se estaba secando le pareció notar una suave vibración en el espejo.

—Sé que estás ahí —dijo con el ceño fruncido—. ¿Se puede saber a qué estás jugando?

El viernes se despertó antes del amanecer cubierta de sudor, el corazón palpitando dolorosamente en su pecho. La pesadilla era cada vez más intensa y se estaba repitiendo prácticamente cada noche. Suspiró, sabiendo que no conseguiría volver a conciliar el sueño. A lo largo de las semanas que la había estado atormentando, a la furibunda sensación de pánico se le habían ido añadiendo, poco a poco, otros detalles, el destello de unos cabellos rojos, un rayo de sol filtrándose entre las hojas de los árboles, el sonido de unos perros de presa que se aproximaban.

Su habitación se encontraba bastante alejada de la de sus padres y contaba con su propio cuarto de baño, algo que estaba demostrando ser de lo más útil ahora que, muy a su pesar, era la primera en levantarse. Se duchó, se puso el uniforme y bajó a la cocina cuidando de no hacer ruido. Recogió la huevera y salió de la casa seguida de King, el inteligente
jack russell
que le regalaron sus padres cuando cumplió siete años. Se movió con sigilo para no asustar a las gallinas y a los gansos mientras recogía los huevos y, de nuevo en la cocina, comenzó a preparar el desayuno. Bill y Lillian no tardarían en levantarse.

2

Su padre la ayudó a ensillar a Trueno y salieron a cabalgar por la granja como cada sábado por la mañana. Era una de sus rutinas favoritas desde que era niña. Entre mediados de febrero y mediados de abril, cuando las más de mil ovejas alumbraban a sus corderitos, la actividad era febril y Acacia era consciente de que el tiempo que le dedicaba su padre era precioso.

—Tengo tantas ganas de ver a Andy —comentó añorando los paseos en compañía de su hermano.

Siete años mayor que ella, Andy estaba estudiando Ingeniería Agrónoma en Manchester. Por fin había terminado los exámenes del semestre y había anunciado su visita para esa tarde.

—Él también te echa mucho de menos —respondió su padre.

Bill Corrigan observó el paisaje pensativo, ciento setenta acres de fértiles pastos y campos de maíz para alimentar a las vacas y ovejas.

—He pasado toda mi vida en Devon —dijo como hablando para sí mismo—. Mi abuelo me contó de niño que nuestra familia procede de Irlanda, pero no me podría imaginar en ningún otro lugar. ¿Sabes que el nombre deriva de los Dumnonii, la tribu celta que habitaba estas tierras antes de la invasión romana?

—Conozco bien la historia de la región, papá —respondió Acacia riendo—. Te recuerdo que llevas años invirtiendo una fortuna en mi educación.

Su padre sonrió, pero estaba claro que algo ocupaba su mente.

—Algún día todo esto será tuyo y de Andy —continuó con seriedad—. Quiero asegurarme de que comprendes tu herencia.

Cabalgaron un rato en silencio, disfrutando de los débiles rayos de sol de mediados de marzo que conseguían atravesar las espesas nubes.

—Hace poco más de veintitrés años que conocí a tu madre —dijo Bill—. Había ido con Barry a York. Tavistock A.F.C. jugaba contra York City y era el acontecimiento del año. Allí me vi sorprendido por un intenso dolor en el abdomen. Empecé a vomitar y Barry dijo que seguramente era indigestión, pero el dolor era cada vez peor y cuando fue evidente que tenía fiebre, me llevó al hospital, donde me diagnosticaron un ataque de apendicitis y me operaron de urgencia. Tu madre era una de las enfermeras que cuidó de mí y en cuanto la vi supe que era ella. Me quedé en York durante dos semanas, hasta que logré convencerla de que mis intenciones eran serias. Lo dejó todo para venir conmigo, su familia, su trabajo…, la capital del mayor condado de Gran Bretaña por una granja en un pueblo de apenas once mil habitantes.

—Estoy segura de que nunca lo ha lamentado —respondió Acacia. Había escuchado esa historia muchas veces, pero hoy algo parecía diferente.

—Acacia, ¿eres feliz? —inquirió su padre de repente.

—Claro —respondió sorprendida—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Has sido una auténtica bendición para nosotros, lo sabes, ¿verdad? Viniste cuando habíamos perdido la esperanza de tener más hijos. Tu madre deseaba desesperadamente una niña, pero no llegabas. Me dolía tanto ver su sufrimiento y desilusión cada mes y todos esos tratamientos de fertilidad que estaban devastando su cuerpo.

—Y entonces fue cuando Andy me encontró debajo de una acacia —concluyó la joven con una sonrisa recordando la vieja broma familiar.

—Exactamente —respondió su padre con una expresión extraña en sus ojos azules—. Aunque nunca se lo confesé a tu madre, yo me había convencido a mí mismo de que tenía suficiente con Andy. Sin embargo, cuando te tuve en brazos por primera vez y cogiste mi dedo con tanta fuerza, me robaste el corazón para siempre.

—Papá, ¿por qué me estás diciendo todo esto? No estás enfermo, ¿verdad?

—No, no, solo quiero que sepas que te queremos muchísimo y que, pase lo que pase, siempre te querremos.

—Me estás asustando, papá. Ahora me vas a decir que me has vendido a un jeque por diez caballos y cinco vacas.

Bill Corrigan echó la cabeza hacia atrás y el sonido de su risa llenó de ecos el aire primaveral.

Al despertarse, Acacia se sintió momentáneamente desorientada. Una noche sin sueños. Volvió a cerrar los ojos y se arrebujó bajo el edredón. Los oídos le pitaban después del concierto.

—Buenos días, mi amor —susurró Enstel—. ¿Has descansado bien?

Acacia sonrió, abrió los ojos y se apartó un poco para dejarle sitio en la cama. Enstel vibraba sólido, como siempre que se había alimentado bien. Se tendió a su lado, casi ingrávido, y la besó suavemente en los labios mientras la envolvía en su esencia. Acacia ronroneó feliz, lo rodeó con los brazos y se apretó contra él, disfrutando de la sensación. Estuvieron besándose hasta que Acacia se separó, el rostro enrojecido y la respiración agitada.

—Te he echado de menos —le dijo—. ¿Dónde has estado?

—Lo pasaste bien anoche, ¿verdad?

Últimamente era tan habitual que Enstel eludiera sus preguntas que ni siquiera se molestó en mostrarse irritada.

—Genial —respondió—. El concierto fue fantástico. Bailamos como posesos y Robbie me besó.

—Lo sé.

—Y también intentó tocarme.

—Con bastante torpeza.

—No deberías burlarte de él, pobre…

—¿Te gustó?

—Umm, no sé, es diferente. Creo que te prefiero a ti.

Los labios de Enstel se deslizaron sinuosos por su cuello mientras la acariciaba debajo del pijama con dedos expertos.

—Definitivamente te prefiero a ti —susurró Acacia con un jadeo.

—Me gusta James —murmuró Enstel—. Es muy dulce.

—También lo probaste.

—Solo un poquito. Está tan enamorado de ti.

—¿Tú crees?

Enstel la volvió a besar, esta vez exhalando una pequeña parte de esencia vital en su interior.

Acacia permaneció con los ojos cerrados, dejándose llevar por la cálida sensación de la energía fluyendo a través de su cuerpo, llenándolo todo con su luz, el vago recuerdo de las memorias y emociones de aquellos de los que Enstel se había alimentado la noche anterior integrándose en ella. Envió una ráfaga de su energía a su encuentro, estremeciéndose de placer cuando Enstel la absorbió con cuidado.

El delicioso intercambio, imposible explicar con palabras el placer sublime, mucho más allá del mero éxtasis físico. Su poderosa fuerza siempre la tomaba por sorpresa.

Unos golpes discretos la arrancaron del ensueño. Su madre entreabrió la puerta.

—Acacia, cariño, será mejor que te levantes o vamos a llegar tarde.

—Ya voy, mamá —respondió Acacia.

En cuanto su madre desapareció, se volvió hacia Enstel con ojos brillantes.

—¿Te duchas conmigo?

Millie la saludó en la distancia con un guiño y una sonrisa radiante. Después de meses de coqueteos, Mike se había atrevido por fin a besarla la noche anterior y ya eran oficialmente novios.

—¡Llegas tarde! —exclamó cuando estuvo a su lado—. El reverendo Peters te estaba buscando. Maude tiene faringitis y quiere que cantes el solo.

Acacia miró a su alrededor, buscando a James. Por suerte, no había visto el asalto de Robbie durante el concierto. Le gustaba James y no quería que algo así arruinara su amistad. Desde la otra esquina de la habitación, este la saludó con la mano y esbozó una de sus tímidas sonrisas.

Millie se inclinó hacia ella.

—Parece que Robbie se lanzó también.

—Shhh —respondió Acacia con una mirada asesina, contenta una vez más de que Robbie no fuera miembro del coro ni se le conociera por asistir voluntariamente a los servicios religiosos—. La cerveza se le subió a la cabeza. Hubiera besado a cualquiera. No creo que ni se acuerde. Y ni una palabra delante de James, ¿entendido?

En ese momento, el reverendo Peters la llamó haciéndole gestos para que se acercara.

Desde el coro, Acacia divisó a sus padres y a su hermano. Los saludó con un breve gesto, sabiendo que la estaban observando orgullosos.

—¿Por qué no me has dicho que iba a venir Andy? —susurró Millie con voz llena de pánico mientras abría muchos sus ojos claros e intentaba alisarse los díscolos rizos castaños.

Acacia sonrió. Habían sido las mejores amigas desde el jardín de infancia y hasta donde le alcanzaba la memoria Millie siempre había estado colada por Andy. La miró con afecto, sabiendo que la mente de su hermano apenas había registrado la presencia de Millie.

—Será mejor que te centres en Mike —le susurró con amabilidad.

Al fondo de la nave lateral, apoyado en una de las columnas, Enstel vibraba casi con luz propia. Presentaba su aspecto habitual, un chico de unos diecisiete años, cabellos oscuros, profundos ojos negros y pálido rostro anguloso, vestido con pantalones de cuero negro y una vaporosa camisa blanca. Acacia se maravilló una vez más de que nadie fuera capaz de verlo cuando a ella le resultaba tan palpable. Enstel estaba observando a la congregación, quizás decidiendo cuáles eran las mejores fuentes de las que alimentarse, apenas un sorbito aquí y allá, en este brillante domingo. Se volvió hacia ella y sonrió, su resplandor plateado expandiéndose. Acacia no pudo evitar devolverle la sonrisa, sobrecogida como siempre por su belleza y el amor que emanaba de él.

Enstel no la acompañaba todas las semanas a misa con el fin de alimentarse. No era la reunión de tantas energías apetitosas lo que lo atraía cada domingo. A Enstel le entusiasmaban los edificios antiguos y encontraba cierto placer en los rituales, pero sobre todo adoraba la música. El organista era el mejor de Tavistock y el coro de Burton College, que actuaba en fechas señaladas, tenía una merecida reputación. En casa escuchaba a Acacia durante horas mientras practicaba al piano o cantaba y eran raras las ocasiones en las que se perdía uno de los ensayos del coro. Su gusto era tan ecléctico que resultaba cómico. Mozart o Iron Maiden le fascinaban en igual medida. En más de una ocasión Acacia había tenido que pedirle que dejara de jugar con la radio mientras ella intentaba estudiar.

Si la voz de Maude, la solista oficial, era más madura y poseía una mayor variedad de registros, la de Acacia era más dulce y pura. Al terminar la ceremonia, recibió numerosas felicitaciones y sus padres la abrazaron con orgullo. Andy la levantó en volandas, como cuando era pequeña, haciéndola reír. Una vez en la puerta, Enstel la besó en la mejilla y le apretó la mano antes de desaparecer.

Los Corrigan habían invitado a James y a la familia de Millie a comer al Hotel Bedford, antigua residencia de los duques de Bedford y el restaurante favorito de Acacia, una celebración tardía del cumpleaños que Andy se había perdido en medio de los exámenes.

3

Acacia se deslizó con cuidado por la escalera, le dio una palmadita a King en la cabeza y salió de la casa silenciosa como una sombra. Sus padres descansaban, ignorantes de lo que venía repitiéndose cada fin de semana. En el bolsillo de la chaqueta llevaba un carnet de identidad falso, aunque nadie se lo había pedido nunca. Vestida y maquillada así, aparentaba mucho más de sus dieciséis años e incluso en los locales para mayores de veintiún años le bastaba una mirada para entrar sin problemas. Diez minutos más tarde, abría la puerta del coche de Gerard.

—Pensaba que ya no venías —gruñó el joven.

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