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Authors: Lucía Solaz Frasquet

Tags: #Infantil y juvenil

Entre sombras (3 page)

—Mis padres han tardado una eternidad en dormirse —respondió acomodándose en el asiento—. Es lo que tiene enrollarse con una menor.

Gerard soltó una carcajada. Acacia siempre le hacía reír. La contempló con los ojos entornados antes de inclinarse hacia ella.

—Estás muy guapa —murmuró mordisqueándole la oreja mientras una mano resbalaba hasta su pierna y se introducía por debajo de su minifalda.

Acacia buscó sus labios, siempre tan cálidos y urgentes. Con él se sentía de nuevo casi viva y a salvo.

Gerard siguió con su lengua el contorno de los labios de Acacia.

—Alguien ha estado probando el whisky de papá —comentó.

—Con algo tenía que pasar el tiempo.

—Se me ocurren dos o tres formas mejores.

—Entonces, ¿a qué estamos esperando?

Gerard sonrió y puso el coche en marcha.

Acacia abrió los ojos y miró a su alrededor sin saber dónde se encontraba. Encendida sobre la mesita de noche, rodeada de vasos vacíos y restos de cocaína, había una lámpara de un desvaído tono anaranjado. A su lado, alguien dormía boca abajo, con el rostro girado hacia la pared y un brazo cruzado sobre su pecho. Reconoció el brazo tatuado de Gerard. Al girar la cabeza descubrió otro cuerpo desnudo a su izquierda, un chico rubio con las piernas enredadas entre las suyas. Un nombre vino a su mente. Adam. El encantador Adam con una piel casi tan pálida y suave como la suya.

Estaban en su casa, un curioso almacén reconvertido, no en el atestado piso que Gerard compartía con dos amigos. No recordaba cómo había llegado allí.

Debería volver a casa antes de que sus padres descubrieran su desaparición.

O quizás no, pensó volviendo a cerrar los ojos. Quizás ya era hora de que se enterasen.

Diez minutos más tarde estaba en la calle. Eran casi las cuatro en una fría madrugada a finales de enero y no tenía la menor idea de dónde se encontraba. Comenzó a caminar con paso no muy firme por las desiertas calles, apenas iluminadas por luces amarillentas, con la esperanza de encontrar un centro urbano con una compañía de taxis.

—Eh, preciosa, ven a hacernos compañía.

Acacia se giró y comprobó que había tres hombres fumando, dos de ellos apoyados contra una pared, rodeados de latas de cerveza vacías. El que había hablado llevaba un gorro de lana e incluso bajo la débil iluminación pudo darse cuenta de que le faltaban varios dientes.

Acacia los observó un momento con vaga curiosidad. Dos de ellos parecían cercanos a la cuarentena mientras el tercero, bajo y delgado, no aparentaba siquiera veinte.

—Pero qué jovencita eres —dijo otro avanzando un paso hacia ella mientras se lamía los labios—. Justo como a mí me gustan.

Atrás
, le mandó Acacia.

Para su sorpresa, el hombre continuó andando como si nada.

Detente
, repitió con mayor fuerza.

Los otros dos siguieron al primero.

Confusa, Acacia dio un paso atrás. Aunque no lo empleaba a menudo, en las ocasiones en las que había atraído una atención no deseada este pequeño truco jamás le había fallado.

¡
Atrás
!, volvió a ordenar, más desconcertada que desesperada.

Los hombres mayores la miraron con lascivia mientras el más joven la observaba con una amenazadora expresión de rapiña.

—¡Atrás! —exclamó en voz alta señalándolos con el dedo.

El primer hombre se echó a reír y los otros lo imitaron. Ahora estaban tan cerca que podía oler el hedor que desprendían. Entonces se giró y echó a correr. Pero había calculado mal, había esperado demasiado y subestimado la rapidez del más joven, que le cerró el paso en unos segundos. Unos brazos la agarraron por detrás, una mano mugrienta sobre la boca, otra manoseándole el pecho con avidez.

El joven agitó una navaja delante de sus ojos.

—Si te mueves o gritas…

Acacia le dio una patada en la ingle con todas sus fuerzas, haciéndole caer, y trató de clavar el tacón de su bota en la espinilla del hombre que la sujetaba, pero con tan poco impulso solo logró arrancarle una exclamación de dolor.

—Vaya, vaya —dijo el hombre del gorro de lana situándose delante de ella, el cigarrillo todavía prendido entre los labios—, parece que la gatita tiene ganas de jugar. Eso le añadirá condimento a la noche, ¿no os parece?

Metió una mano entre las piernas de Acacia, que las cerró de inmediato con tanta fuerza como pudo. Mientras tanto, el más joven había logrado levantarse del suelo y se aproximaba a ella blandiendo la navaja con expresión dolorida y furiosa.

—No estoy seguro de estar de humor para jugar con esta zorra —masculló pasándole la hoja por la mejilla.

Acacia no se atrevió a moverse mientras la fría hoja le bajaba por el cuello hasta llegar a los botones de la blusa. Cerró los ojos, intentando con desesperación recobrar el control sobre la situación, pero sin resultado. Quizás el alcohol o las drogas, o la combinación de ambos, habían anulado sus poderes. Quizás los había perdido para siempre. ¿Cómo saberlo con certeza? Nunca había sabido nada.

Abrió los ojos, miró a los dos hombres que tenía frente a sí y se dio cuenta de que iba a ser la última noche de su vida. Notó que, curiosamente, ese pensamiento la calmaba, que aceptar la muerte inminente conseguía relajar su cuerpo y su mente. Ah, pero no se iría sin luchar hasta su último aliento. Cuando el hombre del gorro le desgarró la blusa, comenzó a retorcerse, tratando de desasirse de su captor con fuerza renovada.

—¡Estate quieta! —espetó el más joven clavando la punta de la navaja en su piel.

De repente, el borracho que la sujetaba lanzó un aullido de dolor y la soltó con tanta rapidez que Acacia cayó al suelo. Gateó entre las piernas de los hombres, incapaces de moverse, hasta que encontró una pared y, apoyándose en ella, logró ponerse en pie sobre piernas temblorosas. Aunque nunca lo había visto actuar así, no dudó ni un instante quién era el causante de la escena que se estaba desarrollando ante sus ojos. Antes de que el cuerpo del primer hombre se desplomara sin vida, los ojos del segundo ya se habían tornado vidriosos. Unos segundos más tarde, el más joven dejaba de respirar.

Enstel se materializó frente a ella, vibrante tras la energía que acaba de absorber sin su constricción habitual, el más bello ángel de la muerte. Acacia hizo un esfuerzo sobrehumano por calmarse y controlar la violenta, dolorosa añoranza que se había apoderado de ella. Resistió el impulso de correr hacia él, como tantas veces en el pasado, y fundirse en un abrazo mágico y reconfortante.

Enstel la contempló con amor imperturbable, expresando en silencio tantas y tantas cosas que Acacia no quería escuchar. Bloqueó su mente e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Esto no cambia nada —susurró.

Cerró los ojos y, con la espalda apoyada contra la pared de ladrillo, se dejó caer hasta el suelo, sintiendo la calidez de las lágrimas deslizándose por sus mejillas.

Un rato más tarde, el sonido de una voz llamándola en la distancia la devolvió a la realidad. Se palpó el pecho, donde la herida había dejado de sangrar, y cerró la blusa con dedos todavía trémulos. Se levantó y se dirigió tan rápido como pudo hacia Gerard. Debía evitar que viera los cuerpos de los hombres sobre el pavimento.

—¡Acacia, pequeña! —dijo abrazándola con alivio—. ¿Estás bien? ¡Tienes un aspecto terrible!

—Llévame a casa, ¿quieres?

—Desde luego, pero ¿qué ha pasado? Me he despertado de repente y al no verte allí me ha entrado el pánico. Antes de saber lo que hacía, estaba en la calle buscándote. Ni siquiera he cogido mi chaqueta.

Enstel, pensó la joven tratando de contener las lágrimas y el temblor de su cuerpo.

—Creía que podría ir al centro y coger un taxi, pero me he perdido. Estoy bien, en serio, solo quiero volver a casa.

El joven le pasó el brazo por los hombros en un intento por hacerle entrar en calor.

Gerard la dejó, como siempre, en la carretera principal. Acacia no quería que el ruido del coche alertara a sus padres. Regresó a su cuarto con sigilo y llenó la bañera con la esperanza de que el agua caliente la ayudara a dejar de temblar.

Cerró los ojos, inmersa en la bañera, y el doloroso vacío en medio de su pecho se volvió todavía más intenso.

El solo hecho de pensar en Enstel la desgarraba por dentro. Traidor, asesino, ángel o demonio, le resultaba imposible continuar negando que, pese a todo, su amor por él permanecía intacto. Y lo echaba tanto de menos. Permitió que las lágrimas fluyeran libremente sabiendo que ni siquiera verter un torrente podría aliviar el dolor de la pérdida.

Si pudiera volver atrás y cambiar lo ocurrido. Si pudiera recuperar su inocencia.

4

Enstel estaba ligado a sus primeras memorias. Recordó un momento clave, cuando debía contar apenas tres años y se entretenía sobre la alfombra con un juego de construcciones. Su madre, sentada en el sofá a pocos metros, leía un libro. Acacia empezó a contarle a Enstel que en el castillo que estaba construyendo vivía una princesa a la que, como a ella, le encantaban las margaritas y salir a montar a caballo.

—Acacia, cielito, ¿con quién estás hablando? —le preguntó Lillian al escucharla pedir que le pasara una de las piezas.

La niña miró a Enstel, que se limitó a sonreír. Giró la cabeza hacia su madre y otra vez hacia Enstel. Aunque se había comunicado con él en voz alta desde que tenía año y medio y la familia solía bromear acerca del amiguito invisible de Acacia, esta era la primera vez que era plenamente consciente de que su madre no podía verlo.

—Con mi ángel de la guarda —respondió por fin.

A Lillian, que le había enseñado a rezar cada noche, a darle las gracias a Dios y a pedirle protección a los ángeles, la respuesta pareció satisfacerle. Si bien Enstel jamás le dijo que debía mantener su existencia en secreto, las miradas de extrañeza de los adultos y otros niños pronto le enseñaron a ser más cuidadosa.

Su infancia había transcurrido idílica, una niña feliz adorada por su familia, sus profesores, sus compañeros de colegio. Andy había sido el hermano perfecto, siempre con tiempo para ella. Le había enseñado a jugar a las canicas, a trepar a los árboles, a montar en bici y a caballo. Jamás se había sentido sola ni un momento en toda su vida.

A los cuatro años, Acacia ya sabía que otros niños no tenían a alguien como Enstel.

—Si no eres mi ángel de la guarda, ¿qué eres? ¿Por qué solo yo puedo verte?

—¿Y cómo sabes que no soy un ángel? —preguntó Enstel con una sonrisa.

—Pues porque no tienes alas —replicó la niña con lógica aplastante.

Averiguar qué era Enstel se convirtió en un juego. Conforme fue creciendo, fue elaborando diversas teorías que él escuchaba divertido.

—Podrías ser el fantasma de mi abuelo, que murió antes de que yo naciera —le dijo una tarde sentada en su regazo—. Pero entonces lo sabrías, ¿no? Y te parecerías a él.

—¿No crees que me parezca a tu abuelo? —la interrogó Enstel a su vez mientras le acariciaba los rizos dorados.

—No. Lo he visto en fotos y tenía una barba blanca. Y las orejas enormes.

—No creo que sea un fantasma, no —convino Enstel con voz suave.

Acacia se giró hacia él y lo observó con detenimiento, admirando la suave luz iridiscente que emitía. Extendió una manita y le acarició el rostro, notando cómo se incrementaba la intensidad de su resplandor. La comunicación entre ellos, aunque utilizaran el lenguaje en ocasiones, siempre había alcanzado niveles mucho más profundos.

—¿Sabes lo que pienso? —preguntó Enstel besándole las tres pecas de la nariz—. Creo que soy un espíritu enviado con el único propósito de cuidar de ti y quererte mucho.

—¿Y por qué?

—Porque eres una niña muy especial.

—¿Eres un espíritu que viene del cielo? Entonces te ha debido de mandar Dios.

—¡Ah! —murmuró Enstel apartando la mirada—. Andy está a punto de llegar. Quiere que vayas a ver los corderitos recién nacidos. ¡Gemelos!

Enstel podía cambiar de forma a voluntad, a veces invisible como una bruma etérea, otras sólido como cualquier ser humano. Esta era la apariencia en la que Acacia lo prefería por las noches, cuando dormía acurrucada junto a él, envuelta en su suave resplandor, sintiéndose invencible.

Aunque solía responder con paciencia a sus interminables preguntas, conforme fue creciendo Acacia supo que, a pesar de que nunca le mentía, Enstel no siempre le daba toda la información. Otras veces no era genuinamente capaz de responder.

—¿Adónde vas cuando no estás conmigo? —le interrogó un día.

Estaban sentados en la mecedora de su habitación y jugaban a hacer flotar una pelota con la mente. Acacia se había dado cuenta de que Enstel solía desaparecer durante ciertos periodos de tiempo, nunca demasiado extensos, y que al regresar su vibración y su densidad eran diferentes.

—Ya sabes que no me alimento de comida como vosotros —respondió Enstel con cuidado—. Para sobrevivir, tengo que absorber energía vital.

—¿La energía de quién?

—De cualquier cosa, la tierra, los árboles, las rocas, el agua, los animales. Todo está compuesto de energía y, por lo tanto, toda fuente es válida. Por desgracia, esa energía no me proporciona todo lo que necesito. Dos o tres veces a la semana tengo que alimentarme de seres humanos.

—¿Les haces daño?

—Siempre pongo mucho cuidado. La vida humana es tan frágil… Solo tomo un poco cada vez. La mayoría nunca se percata. Algunos se encuentran un poco más cansados que de costumbre y tienen que dormir más, pero eso es todo.

—¿Tienen todos el mismo sabor?

—No, en realidad son bastante diferentes —respondió Enstel sonriendo ante la curiosidad insaciable de la niña—. Su nivel de vibración determina su sabor. Cuanto más elevada es su vibración, mejor es la calidad y el sabor de su energía.

—¿Te alimentas de mí?

Enstel la miró con expresión insondable.

—No, pequeña.

—A mí no me importaría.

Enstel la besó en la frente y le sonrió.

—Gracias, mi amor. Quizás cuando seas mayor.

Había sido el sueño el que lo había precipitado todo. La había atormentado durante semanas para desaparecer repentinamente durante unos meses. Y entonces, sin previo aviso, reapareció con fuerza una noche de principios de junio.

Una mujer joven de largo cabello rizado, rojo como una llamarada, huía desesperada a través del bosque. Llevaba un pequeño fardo contra el pecho atado con un trapo a su espalda. Un bebé. Estaba agotada, pero debía continuar. Se encontraban muy cerca, tanto que podía escuchar a los perros. Conocía bien el bosque y sabía que más adelante había una pequeña cueva entre las rocas, imperceptible al ojo no entrenado, y a la que no resultaba fácil escalar, pero que les serviría de refugio durante el tiempo que necesitaba. Las circunstancias la habían empujado a tomar la decisión más difícil de su vida.

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