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Authors: John Darnton

Experimento (69 page)

El prototipo.

«Van a efectuar un trasplante, pensó Skyler. Se disponen a extirparle a Benny sus órganos para ponérselos al prototipo.»

Supo que estaba en lo cierto aun antes de mirar la sala contigua. Lo que vio en ella confirmó su horrible conclusión. Allí abajo había un quirófano plenamente equipado en el que los cirujanos se estaban lavando las manos, preparándose para la intervención.

—Jude, ¿eres tú? —preguntó Tizzie en un susurro, pese a que había oído a sus captores alejarse.

—Sí.

—O sea que a ti también te atraparon.

—Estaba ante el ordenador. Acababa de copiar los archivos cuando me descubrieron.

—El móvil... ¿lo tienes?

—No, qué va.

—¿Estás al corriente de lo que sucede, de que van a efectuar un montón de operaciones?

—En el ordenador encontré un calendario de intervenciones. Las van a realizar aquí mismo. Debemos encontrar el modo de impedirlo.

Ella dirigió una mirada circular a la especie de celda en la que se hallaba. El lugar apenas estaba amueblado y tenía un pequeño ventanuco en lo alto de la pared, cubierto con una tela metálica embutida entre dos cristales y, más allá, protegido por barrotes de hierro. La puerta era gruesa, aunque de madera, y la parte inferior de la hoja no llegaba a tocar el umbral.

—Encerrados aquí no nos va a resultar fácil —comentó la joven.

—¿Dónde te han detenido?

—En el auditorio. Me han reconocido. Allí estaba hasta el tipejo aquel, Alfred. Lo que he hecho fue una estupidez. Ah, ¿sabes una cosa? Resulta que tío Henry es Baptiste. Pese a lo mucho que Skyler ha hablado de él, nunca se me había pasado por la cabeza que Baptiste fuera mi tío.

—Ni a mí tampoco.

—Era increíble... Toda esa gente es de mi edad, y parecen seres normales, yuppies. Y, sin embargo, están dispuestos a que toda esa gente, sus clones, mueran por ellos.

—Están desesperados. Han dedicado sus existencias a un único propósito, vivir el doble que el resto de la gente, y ahora se encuentran con que van a vivir la mitad. Es algo como para creer en un poder supremo. Siempre he pensado que Dios posee un sentido de la ironía sumamente fino.

—Jude... ¿qué habrá sido de Skyler? ¿Crees que también lo han detenido?

Jude estaba seguro de que sí.

—Probablemente, no. Es un chico listo. Con suerte, estará bien oculto en algún escondite.

—¿Qué crees que nos harán?

Jude estuvo a punto de mentir de nuevo, pero cambió de idea diciéndose que Tizzie tenía derecho a saber lo que pensaba realmente.

—Si de veras quieres saberlo, creo que nos enfrentamos a fanáticos. A gente dispuesta a lo que sea con tal de conseguir sus fines. Y, como digo, están desesperados. Creo que piensan matarnos.

Tizzie no respondió inmediatamente, y no sólo por lo terrible que era lo que Jude acababa de decir, sino también porque estaba ocupada en examinar su celda, inspeccionándola centímetro a centímetro, intentando encontrar una forma de escapar.

Desde su puesto de observación, Skyler podía ver y oír todo lo que ocurría en el improvisado quirófano. Eran en total cinco personas, tres hombres y dos mujeres, que evolucionaban por la habitación siguiendo una complicada coreografía. Unos inspeccionaban los instrumentos, otros anotaban las lecturas de las máquinas o hacían inventario. Al principio Skyler no logró distinguir a los cirujanos de los auxiliares médicos.

El quirófano en sí era pequeño y estaba atestado de equipo. Junto a la mesa de operaciones había un impresionante muestrario de instrumentos que iban desde diminutos bisturíes hasta sierras y mazas. Había cilindros de más de metro veinte que contenían anestesia, un gabinete blanco con puertas correderas que albergaba todo tipo de implementos quirúrgicos, cajones llenos de vendas, cubos para tirar los desperdicios. Uno de éstos, provisto de ruedas, tenía un forro blanco de plástico y Skyler comprendió con un estremecimiento de horror que estaba destinado a órganos desechados.

Cuando los de abajo hablaban, sus voces sonaban con tal claridad que a Skyler le dio la sensación de que estaba en el quirófano, junto a ellos.

—Este mismo año hice dos de estas en Minnesota —dijo uno de los médicos—. Consideré que la experiencia me vendría bien.

—¿Y qué tal salieron?

—Las operaciones, bien; pero los pacientes fueron otro cantar. Uno sobrevivió un tiempo y el otro murió. El que vivió... No me gusta decirlo, pero lo cierto es que no lo pasó nada bien. El pobre diablo no sabía si iba o si venía. Comía, cagaba, meaba y hacía todas las demás funciones con órganos ajenos. Los desechos corporales se le fueron acumulando y el tipo se hinchó como una pelota de playa. Al final, su organismo rechazó los órganos. O tal vez fueron los órganos los que rechazaron el organismo.

—Eso no sucederá en este caso.

—Desde luego. Pero hazte a la idea de que no va a ser ninguna fiesta.

—Yo he hecho tres —dijo una de las mujeres—. Son arriesgadas, pero no imposibles. Aunque os cueste creerlo, lo más difícil es retirar todos los órganos al mismo tiempo. Siempre hay alguna pequeña conexión de la que uno se olvida. Y los tiempos de viabilidad son distintos. Así que hay que volver a conectar los órganos con rapidez y en el orden adecuado. En una ocasión, se me olvidó conectar la uretra. La cosa no terminó nada bien.

—Hay algo que deseo saber —dijo el tercer cirujano—. ¿Quién de vosotros me operará a mí?

—Creo que seré yo quien lo haga —respondió la mujer—. Y el doctor Higgins —señaló con un ademán al tercer cirujano—, me operará a mí.

—Pero Higgins es el mejor. —Lo sé —respondió la mujer con una sonrisa. —¿Y quién operará luego a Higgins? No quedará nadie. Todos estaremos en recuperación.

—Evidentemente, habrá que recurrir a alguien de fuera —contestó Higgins—. Tendré que actuar con tiento. El tiempo es un factor importante. Mi clon sufrirá un accidente de tráfico en el momento oportuno. Y, naturalmente, deberá quedar desfigurado. No queremos que nos hagan preguntas incómodas.

—Otro puñetero accidente de coche. A estas alturas deberíamos poder ser un poco más imaginativos.

—No sé por qué. Si funciona, sigue con ello. —Exacto. Si no está roto, no lo arregles. —Y si se rompe, extrae todos los condenados órganos y empieza de nuevo.

Todos rieron sin jovialidad. Higgins se apartó de los otros y fue a lavarse las manos. Se quitó el gorro verde, se salpicó con agua la cara y, al hacerlo, volvió la cabeza hacia el techo, de resultas de lo cual Skyler tuvo oportunidad de echarle un buen vistazo.

Lo reconoció al instante. O, más bien, reconoció al clon del cirujano. Teniendo en cuenta que, durante dos décadas y media, Skyler había dormido a menos de dos metros de él, reconocerlo no fue ninguna gran proeza.

En la cabeza de Skyler estaba tomando cuerpo un plan. No se le ocurrió inmediatamente, sino poco a poco. Se trataba de algo audaz y sin duda arriesgado; no obstante, era un plan, y resultaba preferible a quedarse cruzado de brazos. Además... Sabía Dios. Quizá la idea diera el resultado apetecido.

Se sentía mucho peor. Se llenó los pulmones de aire y trató de volver silenciosamente sobre sus pasos. Cuando apenas había hecho la mitad del trayecto, sus piernas se negaron a obedecer sus órdenes y comenzó a arrastrarse lastimosamente. Llegó hasta la escalera y se sentó para recuperar el aliento. El pecho le ardía. El dolor era cada vez más fuerte.

Permaneció así un buen rato, recuperándose. Al fin, tras hacer acopio de fuerzas, se obligó a ponerse en pie y quedó un poco tembloroso, pero pese a todo erguido, lo cual le hizo sentirse algo mejor. Ahora lo único que tenía que hacer, se dijo, era levantar una escalera que debía de pesar unos cincuenta kilos.

Jude no esperaba que fueran a por él tan pronto. Cuando apenas había tenido tiempo de inspeccionar su celda, oyó pasos en el corredor. Al principio, parecían los de una sola persona que caminaba pesadamente. Luego se dio cuenta que correspondían a dos personas que caminaban al mismo ritmo. Eso debió de haberle dado una pista, pero no fue así. No comprendió quiénes eran sus visitantes hasta que la puerta de la celda se abrió y se vio frente a los dos ordenanzas supervivientes.

Verlos en persona le impresionó. Parecían más viejos de lo que había esperado y, ahora que los tenía delante, se sentía mucho más atemorizado de lo que había previsto. Había algo siniestro en la actitud de los dos hombres, un brillo tétrico amenazador en sus ojos.

Ambos sonreían. Pero no porque estuvieran encantados de ver a Jude, no porque les alegrase estar en su presencia, sino por el sencillo motivo de que les satisfacía verlo prisionero e indefenso. Uno lo agarró por la garganta mientras el otro lo sujetaba por detrás, le ponía los brazos a la espalda y le colocaba unas esposas. El primero lo miró fijamente a los ojos con evidente odio. Se echó hacia atrás, como un discóbolo tomando impulso y de pronto lanzó un fortísimo golpe que le alcanzó en el mentón. La cabeza de Jude salió disparada hacia atrás, y el hombre sintió un fortísimo dolor en la barbilla que se extendió hasta las vértebras del cuello.

Luego los dos ordenanzas cambiaron de lugar. El segundo afianzó los pies, mantuvo la pose durante un largo medio segundo y lanzó el puño como si fuera un martillo. Jude ladeó la cabeza y el golpe lo alcanzó en la sien izquierda con tal fuerza que se quedó sin aire, perdió el equilibrio y se hubiera derrumbado si no lo hubieran sostenido por detrás.

«Me culpan de la muerte de su hermano, pensó. Y comprendió que por eso se había sentido él tan aterrorizado al verlos. Han venido a matarme.»

Comprender aquello fue como si un gélido dolor estallara en su estómago y se extendiera por todo su organismo como una densa masa de aceite. La cabeza le daba vueltas: no había modo de disuadir a aquellos hombres de sus propósitos, y nadie acudiría a ayudarlo. «Esto es el fin.» Había dejado de pensar y en su cabeza ya sólo había lugar para las sensaciones. Hubo algo que lo sorprendió. Siempre había sentido hacia la muerte un terror frío imposible de describir. No era la muerte en sí lo que lo asustaba, sino los momentos que la precedían, la conciencia de que el fin estaba próximo. Por eso siempre había pensado que, sometido a tortura, se convertiría en un abyecto cobarde. Pero ahora que el momento había llegado y su vida pendía de un hilo, tuvo una extraña sensación de distanciamiento. No era exactamente valor, sino una extraña disociación con lo que le estaba ocurriendo que podía pasar por valor. Se observaba a sí mismo. Y se sorprendía de su propia entereza y también de la lentitud con que discurría todo a su alrededor.

Le intrigó lo que uno de los ordenanzas dijo a continuación.

—No le sacudas en la cara. Baptiste se dará cuenta.

Para corroborar sus palabras, el hombre giró sobre sí mismo y disparó un puñetazo contra el plexo solar de Jude que lo dejó sin aire y lo lanzó contra el suelo.

—¿Qué sucede? —preguntó Tizzie desde la celda de al lado.

—¡Silencio! —dijo uno de ellos—. Tú también vas a recibir tu merecido.

Sacaron a Jude al corredor. Uno lo sostenía por el cinturón mientras el otro iba a abrir la puerta de la celda de Tizzie. Apenas el hombre hubo metido la llave en la cerradura, Jude entró en acción. Alzó un pie y lanzó la dura punta del tacón contra la espinilla de su captor. El ordenanza lanzó un gruñido, se dobló sobre sí mismo y soltó a Jude. El periodista echó a correr dificultosamente pasillo abajo, con los brazos inmovilizados a la espalda.

Lo alcanzaron cuando ya casi había llegado al fondo del corredor, y le cayó una lluvia de puñetazos. Lo golpearon en la cabeza, en el cuello, en la espalda y los ríñones. Lo obligaron a enderezarse, levantándolo por detrás por las muñecas y alzándolo en vilo sobre el suelo como a un pavo amarrado. Luego lo soltaron. Cuando salieron al exterior y se encontraron en la parte alta del tramo de escalera, Jude tuvo la certeza de que lo iban a arrojar peldaños abajo.

Pero no fue así. En vez de ello, se colocaron cada uno a un lado, escoltándolo como si de pronto se hubiera convertido en un objeto de gran valor.

«Bueno, ahora estamos al aire libre, y ellos no querrán testigos», se dijo. Pero... ¿tenía algún sentido pensar así? A fin de cuentas, los únicos que podían ver a los ordenanzas eran los que formaban parte de su propia conspiración.

Bajaron la escalera y siguieron adelante, no en dirección al auditorio, como Jude esperaba, sino en dirección opuesta. Los ordenanzas se pegaron a él y continuaron avanzando como un trío de borrachos.

—¿Adonde vamos? —quiso saber Jude.

No le contestaron.

El trío rodeó el comedor y enfiló por una calle que pasaba entre dos desiertos barracones. Jude alzó la vista al cielo, que ya comenzaba a oscurecerse. Hacia el oeste se divisaban tonos rojos y anaranjados, y no pudo evitar decirse que el crepúsculo iba a ser espectacular.

Llegaron a una rampa de acceso circular que conducía a la única edificación atractiva de toda la base: una casa de tres pisos de madera pintada de blanco que en tiempos sirvió de residencia del comandante de la base. Los ordenanzas obligaron a Jude a subir la escalinata delantera. El hombre notó que sus captores respiraban con dificultad, y por segunda vez sintió un secreto regocijo a causa de la debilidad que percibía en ellos. También estaban envejeciendo. Podían liquidarlo a él, pero su propio fin estaba próximo. Uno lo sujetó con fuerza mientras el otro abría la puerta principal.

Entrar en el vestíbulo fue como penetrar en otra época. La exquisita decoración era victoriana, con alfombras tejidas a mano, un paragüero de plata lleno de bastones y un reloj de pared cuyo péndulo producía un majestuoso tictac. Los peldaños de la escalera estaban cubiertos por una alfombrilla persa sujeta mediante finas barras de latón.

En el aire se percibía un extraño aroma parecido al de flores mustias, aunque el olor era más medicinal que marchito.

No se dirigieron al piso de arriba. Giraron a la derecha y, tras cruzar una arcada, entraron en lo que parecía ser un salón. Estaba lujosamente amueblado con sofás Victorianos, canapés de dos asientos cubiertos de cojines, escabeles y mesas Pembroke. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de la escuela romántica que reproducían paisajes y escenas de caza.

La estancia se hallaba en penumbra, lo cual dificultaba la visión e hizo que Jude no advirtiera que allí, sentado en un sillón, había alguien. Percibió su presencia por el hecho de que sus captores le soltaron y quedaron deferentemente vueltos hacia el sillón.

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