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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (19 page)

Ella lo miró, asombrada.

—Es usted tan desconcertante como Bothari. ¿Cómo se han tomado lo del asesinato?

—Salió bien. Estoy bajo arresto y confinado a mis habitaciones, por sospecha de conspiración. El príncipe piensa que envié a Bothari a hacerlo —explicó—. Dios sabe cómo.

—Uh, sé que estoy muy cansada y no pienso con claridad. ¿Pero ha dicho que salió bien?

—Comodoro Vorkosigan, señor —interrumpió Illyan—. Recuerde que voy a tener que informar de esta conversación.

—¿Qué conversación? —dijo Vorkosigan—. Tú y yo estamos solos aquí, ¿recuerdas? No se requiere que me observes cuando estoy solo, como todo el mundo sabe. Empezarán a preguntarse por qué te retrasas aquí dentro antes de que pase mucho rato.

El teniente Illyan frunció el ceño al oír estas palabras.

—La intención del emperador…

—¿Sí? Háblame de la intención del emperador. —Vorkosigan lo miró de manera salvaje.

—La intención del emperador, tal como me la comunicó a mí, era impedir que se incriminara usted. Ya sabe que no puedo alterar mi informe.

—Ése fue tu razonamiento hace cuatro semanas. Ya viste el resultado.

Illyan pareció perturbado.

Vorkosigan habló en voz baja y controlada.

—Todo lo que el emperador requiere de mí se cumplirá. Es un gran coreógrafo, y tendrá su danza de soñadores hasta el último paso. —La mano de Vorkosigan se cerró en un puño, y luego se abrió de nuevo—. No he retirado nada que sea mío de su servicio. Ni mi vida. Ni mi honor. Reconóceme eso. —Señaló a Cordelia—. Me diste tu palabra entonces. ¿Pretendes retirarla?

—¿Quiere alguien explicarme de qué están ustedes hablando? —interrumpió Cordelia.

—El teniente Illyan tiene un pequeño conflicto entre su deber y su conciencia —dijo Vorkosigan, cruzándose de brazos y mirando a la pared del fondo—. No es algo que pueda resolverse sin redefinir una cosa o la otra, y debe elegir ahora.

—Verá, hubo otro incidente como ése. —Illyan señaló con el pulgar en dirección a las habitaciones de Vorrutyer—. Con una prisionera, hace unas cuantas semanas. El comodoro Vorkosigan quiso, eh, hacer algo al respecto ya entonces. Yo le convencí de lo contrario. Después… después accedí a no inmiscuirme con ninguna acción que quisiera emprender, si la situación volvía a plantearse.

—¿La mató Vorrutyer? —preguntó Cordelia morbosamente.

—No —respondió Illyan. Se miró las botas.

—Vamos, Illyan —dijo Vorkosigan, cansado—. Si no los descubren, podrás darle al emperador el informe completo, y que él lo altere si quiere. Si los encuentran aquí, la integridad pública de tus informes no va a ser tu mayor preocupación, créeme.

—¡Maldición! El capitán Negri tenía razón —dijo Illyan.

—Suele tenerla… ¿Qué es lo que dijo?

—Dijo que permitir que los juicios personales influyeran en mi deber acerca de los asuntos más nimios sería igual que quedarse un poquito embarazado… que las consecuencias me sobrepasarían muy pronto.

Vorkosigan se echó a reír.

—El capitán Negri es un hombre con mucha experiencia. Pero puedo decirte que, muy raramente, incluso él ha hecho algún juicio personal.

—Pero Seguridad está poniéndolo todo patas arriba ahí fuera. Llegarán aquí tarde o temprano por un simple proceso de eliminación. En el momento en que a alguien se le ocurra dudar de mi integridad, se acabó.

—Con el tiempo —reconoció Vorkosigan—. ¿Cuánto tiempo calculas?

—Completarán el registro de la nave dentro de unas pocas horas.

—Entonces tendrás que redirigir sus esfuerzos. Ampliar su área de búsqueda… ¿no partió ninguna nave de aquí entre la muerte de Vorrutyer y el momento en que se instaló el cordón de Seguridad?

—Sí, dos, pero…

—Bien. Usa tu influencia imperial. Pide toda la ayuda que, como ayudante de más confianza del capitán Negri, puedas conseguir. Menciona a Negri frecuentemente. Sugiere. Recomienda. Duda. Mejor no sobornar ni amenazar, eso es demasiado obvio, aunque puede que haya que llegar a eso. Torpedea sus procesos de inspección, haz que los registros se evaporen… todo lo que sea necesario para enturbiar las aguas. Consígueme cuarenta y ocho horas, Illyan. Es todo lo que pido.

—¿Todo? —se atragantó Illyan.

—Ah. Intenta asegurarte de que seas tú y nadie más quien traiga las comidas y todo eso. E intenta traer algunas raciones de más cuando lo hagas.

Vorkosigan se relajó visiblemente cuando Illyan se marchó, y se volvió hacia ella con una sonrisa triste y torpe que fue tan buena como una caricia.

—Bienvenida, señora.

Ella le hizo un esbozo de saludo militar y le devolvió la sonrisa.

—Espero no haberle complicado demasiado las cosas. Personalmente, quiero decir.

—En absoluto. De hecho, las ha simplificado enormemente.

—El Este es el Oeste, arriba es abajo, y ser falsamente arrestado por haberle cortado la garganta a su oficial en jefe es una simplificación. Debo estar en Barrayar. Supongo que no se molestará en explicarme qué esta pasando aquí.

—No. Pero por fin comprendo por qué ha habido tantos locos en la historia de Barrayar. No son su causa, sino su efecto. —Suspiró, y habló tan bajo que fue casi un susurro—. Oh, Cordelia. No tiene ni idea de cuánto necesito a una persona cuerda cerca de mí. Es usted agua en el desierto.

»Tiene usted buen aspecto… parece que ha perdido peso.

Él parecía diez años más viejo que hacía seis meses.

—Oh, vaya. —Se pasó una mano por la cara—. ¿En qué estaré yo pensando? Debe de estar agotada. ¿Quiere dormir, o algo?

—No estoy segura de que pueda, todavía. Pero me gustaría lavarme. Pensé que sería mejor no usar la ducha mientras no estuviera usted aquí, por si la tienen controlada.

—Bien pensado. Adelante.

Ella se frotó el muslo inerte, la tela negra pegajosa de sangre.

—Esto… ¿tiene una buena muda de ropa para mí? Ésta está hecha una porquería. Además, era de Vorrutyer. Tiene hedor psíquico.

—Cierto. —Su rostro se ensombreció—. ¿Esa sangre es suya?

—Sí, Vorrutyer jugó a los médicos. No duele. No tengo nervios aquí.

—Mm. —Vorkosigan se acarició su propia cicatriz y sonrió un poco—. Sí, creo que tengo lo adecuado para usted.

Abrió uno de sus cajones con un código de ocho dígitos y, para asombro de Cordelia, sacó del fondo la ropa de faena de Exploración que ella había dejado en la
General Vorkraft
, ahora limpia, zurcida, planchada y perfectamente doblada.

—No tengo las botas, y las insignias están obsoletas, pero imagino que le vendrán bien —observó Vorkosigan tímidamente, entregándoselas.

—Usted… ¿guardó mi ropa?

—Ya lo ve.

—Santo cielo. Pero… ¿por qué?

Él hizo una mueca triste.

—Bueno… fue todo lo que dejó usted. Aparte de la lanzadera que abandonaron ustedes en tierra, que sería un recuerdo bastante embarazoso.

Ella pasó la mano por la ropa parda, sintiéndose tímida de pronto. Pero justo antes de desaparecer en el cuarto de baño con las ropas y un botiquín de primeros auxilios, dijo bruscamente:

—Todavía tengo en casa mi uniforme barrayarés. Envuelto en papel, en un cajón. —Hizo un gesto firme con la cabeza; los ojos de él se iluminaron.

Cuando Cordelia salió de la ducha, la habitación estaba tenuemente iluminada y tranquila, a excepción de una luz sobre el escritorio donde Vorkosigan estaba estudiando un disco en su interfaz informática.

Cordelia saltó a la cama y se sentó de nuevo con las piernas cruzadas, meneando los dedos descalzos.

—¿Qué es todo eso?

—Trabajo. Es mi función oficial como miembro del personal de Vorrutyer… del difunto almirante Vorrutyer. —Sonrió un poco mientras se corregía, como el famoso tigre del poemita cuando regresaba de cabalgar con la damisela en la panza—. Tengo que planificar y mantener al día las órdenes de contingencia, por si nos vemos obligados a replegarnos. Como dijo el emperador en la reunión del Consejo, ya que yo estaba tan convencido de que iba a ser un desastre, bien podía encargarme de los planes de contingencia. En este momento soy considerado una especie de quinta rueda.

—Las cosas van bien para su bando, ¿no? —preguntó ella, deprimida.

—Nos estamos extendiendo demasiado. Algunos consideran eso un progreso. —Introdujo nuevos datos, y luego desconectó el ordenador.

Ella intentó apartar el tema de conversación del peligroso presente.

—¿Deduzco que entonces no le acusaron de traición? —preguntó, pensando en su última conversación, tan lejos en el tiempo ya, en otro mundo.

—Ah, en eso quedamos en tablas. Me mandaron regresar a Barrayar después de que usted escapara. El ministro Grishnov (el jefe de Educación Política, y el tercero en el poder después del emperador y el capitán Negri) estaba prácticamente babeando, tan convencido se hallaba de que por fin me tenía. Pero mi caso contra Radnov era intachable.

»El emperador intervino antes de que llegáramos a las manos, y forzó a un compromiso, o más concretamente a una suspensión. No me han llegado a declarar inocente, los cargos están todavía pendientes en algún limbo legal.

—¿Cómo lo logró?

—Juegos malabares. Dio a Grishnov y a todo el partido de la guerra cuanto pedían, todo el plan de Escobar en bandeja y más. Les dio al príncipe. Y todo el crédito. Después de la conquista de Escobar, Grishnov y el príncipe piensan que serán cada uno de ellos el gobernante
de facto
de Barrayar.

»Incluso hizo que Vorrutyer se tragara mi ascenso. Recalcó que me tendría directamente a sus órdenes. Vorrutyer vio la luz de inmediato. —Los dientes de Vorkosigan destellaron ante algún recuerdo doloroso, y su mano se abrió y se cerró una vez, inconscientemente.

—¿Cuánto tiempo hace que le conoce? —preguntó ella con cautela, pensando en el insondable pozo de odio en el que había caído.

Él apartó la mirada.

—Fuimos a la academia, y nos graduamos juntos como tenientes, cuando él no era más que un
voyeur
corriente. Empeoró, según tengo entendido, en los últimos años, desde que empezó a asociarse con el príncipe Serg, y llegó a pensar que podría salir de rositas con todo. Dios nos ayude, casi tenía razón. Bothari ha hecho un gran servicio público.

Lo conocías mejor que eso
, pensó Cordelia.
¿Era ésa tu infección de la imaginación, tan dura de combatir? Bothari ha hecho un gran servicio privado, también, según parece

—Hablando de Bothari. La próxima vez, sédelo usted. Se puso como loco cuando me acerqué con la ampolla.

—Ah. Sí. Creo que comprendo por qué. Estaba en uno de los informes del capitán Negri. Vorrutyer tenía la costumbre de drogar a sus, uh, jugadores, con diversos productos, porque quería tener un espectáculo mejor. Estoy seguro de que Bothari fue una de sus víctimas.

—Repugnante. —Cordelia se sintió enferma. Sus músculos se agarrotaron en el costado dolorido—. ¿Quién es ese capitán Negri del que no para de hablar?

—¿Negri? No le gusta llamar la atención, pero no es ningún secreto. Es el jefe del equipo de seguridad personal del emperador. El jefe de Illyan. Lo llaman el familiar de Ezar Vorbarra.

»Si consideramos que el Ministerio de Educación Política es la mano derecha del emperador, entonces Negri es la izquierda, la que no se permite que conozca la derecha. Se encarga de la seguridad interna en los más altos niveles… los jefes de ministerios, los condes, la familia del emperador, el príncipe… —Vorkosigan frunció el ceño, introspectivo—. Llegué a conocerlo bastante bien durante los preparativos de esta pesadilla estratégica. Un tipo curioso. Podría tener el rango que quisiera. Pero las formalidades no le importan. Sólo le interesa la sustancia.

—¿Es un buen tipo o un mal tipo?

—¡Qué pregunta tan absurda!

—Pensé que podría ser el poder detrás del trono.

—Difícilmente. Si Ezar Vorbarra dijera «Eres una rana», él saltaría y croaría. No. Sólo hay un emperador en Barrayar, y no permite que haya nadie tras él. Todavía recuerda cómo llegó al poder.

Ella se desperezó y dio un respingo al notar el dolor de su costado.

—¿Algo va mal? —preguntó él, preocupado al instante.

—Oh, Bothari me golpeó con la rodilla, cuando le apliqué el sedante. Pensé que iban a oírnos. Me asusté de muerte.

—¿Puedo echarle un vistazo?

Sus dedos recorrieron lentamente sus costillas. Sólo en la imaginación de Cordelia dejaron un rastro de luz de arco iris.

—Ay.

—Sí. Tiene dos costillas rotas.

—Eso pensaba. Tengo suerte de que no fuera el cuello.

Cordelia se tendió, y él se las vendó con tiras de ropa, y luego se sentó junto a ella en la cama.

—¿Ha pensado alguna vez en mandarlo todo a paseo y marcharse a algún sitio donde nadie lo moleste? —preguntó Cordelia—. A la Tierra, por ejemplo.

Él sonrió.

—A menudo. Incluso tuve la pequeña fantasía de emigrar a la Colonia Beta y plantarme ante el umbral de su puerta. ¿Tiene usted umbral en la puerta?

—No exactamente, pero continúe.

—No puedo imaginar con qué me ganaría allí la vida. Soy estratega, no técnico ni navegante ni piloto, así que no podría entrar en su flota mercante. Difícilmente me aceptarían en el Ejército, y no me veo presentándome a ningún cargo político.

Cordelia soltó una risita.

—¿No sorprendería eso a Freddy
el Firme
?

—¿Así es como llama a su presidente?

—Yo no voté por él.

—El único empleo que se me ocurre sería como maestro de artes marciales, como deporte. ¿Se casaría usted con un instructor de judo, querida capitana? Pero no —suspiró—. Llevo Barrayar en la sangre. No puedo desprendérmelo, no importa lo lejos que viaje. Esta lucha, Dios lo sabe, no tiene ningún honor. Pero el exilio, por ningún otro motivo que la tranquilidad… eso sería renunciar a toda esperanza de honor. La última derrota, sin ninguna semilla de victoria futura.

Ella pensó en el letal cargamento que había conseguido hacer llegar a Escobar. Comparadas con todas las vidas que colgaban en la balanza, la suya y la de Vorkosigan pesaban menos que una pluma. Él no interpretó bien el pesar de su rostro, creyendo que era miedo.

—Ver su cara no es exactamente como despertar de una pesadilla. —Él la acarició suavemente, las yemas de los dedos en la curva de su barbilla, posando el pulgar un instante sobre sus labios, más liviano que un beso—. Más bien es saber, mientras aún sueño, que más allá del sueño hay un mundo despierto. Pretendo unirme a usted en ese mundo algún día. Ya lo verá. Ya lo verá. —Le apretó la mano y sonrió, tranquilizador.

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