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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (17 page)

—No conozco ningún secreto militar que valga nada —dijo—. No merezco su atención ni su tiempo.

—No lo esperaba —respondió él tranquilamente—. Aunque sin duda insistirá en decirme todo lo que sabe en las próximas semanas. Bastante tedioso, y nada interesante. Si quisiera información, mi médico personal se la extraería en un santiamén. —Sorbió su vino— Aunque es curioso que saque usted el tema… quizás la envíe a la enfermería, después.

Ella sintió un nudo en el estómago. Tonta, se reprimió por dentro ¿acabas de cargarte una oportunidad para evitar ser interrogada? Pero no, tenía que ser el procedimiento estándar. Te está confundiendo. Sutil. Tranquilo…

Él volvió a beber.

—¿Sabe? Creo que disfrutaré teniendo una mujer mayor para variar. Las jóvenes puede que sean bonitas, pero son demasiado fáciles. No hay diversión. Ya veo que usted sí que va a ser una gran diversión. Una caída muy grande requiere una altura muy grande, ¿verdad?

Ella suspiró y miró al techo.

—Bueno, estoy segura de que será educativo.

Trató de recordar cómo había ocupado su mente durante las sesiones de sexo con su antiguo amante en las malas épocas antes de que finalmente lo dejara. Tal vez esto no fuera peor…

Vorrutyer, sonriendo, depositó la copa de vino sobre una mesilla de noche y sacó del cajón un cuchillo pequeño, afilado como un anticuado escalpelo, con un mango enjoyado que chispeó antes de que su mano lo eclipsara. De manera caprichosa, empezó a rasgar el pijama naranja, apartándolo de ella como si fuera la piel de una fruta.

—¿No es eso propiedad del Gobierno? —preguntó ella, pero lamentó haber hablado, pues el temblor hizo que la palabra «Gobierno» sonara vacilante. Era como lanzar una minucia a un perro hambriento, con lo que sólo conseguiría que saltara más alto.

Él se echó a reír, complacido.

—Oops.

Deliberadamente, dejó que el cuchillo resbalara. Se clavó un centímetro en su muslo. Observó el rostro de Cordelia, ávido de reacción. Fue en la zona insensible: ella ni siquiera notó el húmedo hilillo de sangre que manó de la herida. Los ojos de Vorrutyer se entornaron, llenos de decepción. Ella ni siquiera miró hacia abajo. Deseó haber estudiado más sobre los estados de trance.

—No voy a violarla hoy —dijo él, desenfadadamente—, si eso es lo que ha estado pensando.

—Se me había pasado por la cabeza. No imagino en qué se nota.

—Apenas hay tiempo —sugirió—. Hoy es, como si dijéramos, el entremés del banquete, o una sopita sencilla, clarita. Todas las cosas complicadas las reservo para el postre, dentro de unas pocas semanas.

—Nunca tomo postre. Los kilos, ya sabe.

Él se volvió a reír.

—Es usted un encanto. —Soltó el cuchillo y tomó otro sorbo de vino—. Sabe, los oficiales siempre delegan su trabajo. Yo soy aficionado a la historia terrestre. Mi siglo favorito es el dieciocho.

—Yo habría supuesto que el catorce. O el veinte.

—Dentro de un día o dos, le enseñaré a no interrumpir. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Bueno, en mis lecturas me he encontrado con una escena encantadora en la que cierta gran dama —alzó la copa de vino en un brindis hacia ella— fue violada por un sirviente enfermo, a las órdenes de su amo. Muy picante. Las enfermedades venéreas son, ay, cosa del pasado. Pero tengo a mis órdenes a un sirviente enfermo, aunque su enfermedad es mental y no física. Un auténtico esquizofrénico paranoico.

—De tal amo, tal criado —dijo ella, al azar.
No podré soportar esto mucho más tiempo: el corazón me fallará pronto

Esto provocó una sonrisa amarga.

—Oye voces, sabe, como Juana de Arco, excepto que él me dice que son demonios, no santos. También tiene alucinaciones visuales, en ocasiones. Y es un hombre muy grande. Lo he utilizado antes, muchas veces. No es el tipo de persona a quien resulta fácil, eh, atraer a las mujeres.

En ese momento llamaron a la puerta y Vorrutyer fue a atenderla.

—Ah, pase, sargento. Estaba hablando de usted.


Bothari
—jadeó ella.

La alta figura y el familiar rostro de borsoi del soldado de Vorkosigan agachó la cabeza para poder pasar por la puerta. ¿Cómo, cómo podía él haber detectado su pesadilla personal? Un caleidoscopio de imágenes atravesó su memoria: un bosque oscuro, el chasquido de los disruptores, los rostros de los muertos y los medio muertos, una forma acechante como la sombra de la muerte.

Se concentró en su realidad actual. ¿La reconocería él? Sus ojos no la habían tocado todavía: estaban fijos en Vorrutyer. Demasiado juntos, aquellos ojos, y ni siquiera al mismo nivel. Daban a su rostro un inusitado grado de asimetría que aumentaba su notable fealdad.

La imaginación desbocada de Cordelia se fijó en su cuerpo. Era de algún modo un error, encogido en su uniforme negro, no como la recta figura que había visto por última vez exigiéndole un puesto de honor a Vorkosigan. Algo iba mal, terriblemente mal. Una cabeza más alto que Vorrutyer, sin embargo parecía casi arrastrarse ante su amo. Tenía la espalda torcida de tensión mientras miraba a su… ¿su torturador? ¿Qué haría un violador mental como Vorrutyer con el material presentado por Bothari?, se preguntó ella.
Dios, Vorrutyer, ¿te imaginas, en tu retorcimiento amoral, en tu monstruosa vanidad, que controlas a este elemental? ¿Y te atreves a jugar con esa locura que acecha en sus ojos?
Los pensamientos de Cordelia iban al compás de su pulso desbocado.
Hay dos víctimas en esta habitación. Hay dos víctimas en esta habitación. Hay dos

—Aquí tiene, sargento. —Vorrutyer señaló por encima de su hombro a Cordelia, tendida sobre la cama—. Vióleme a esta mujer.

Acercó una silla y se dispuso a observar, de cerca y con alegría.

—Vamos, vamos.

Bothari, el rostro tan ilegible como siempre, se desabrochó los pantalones y se acercó al pie de la cama. La miró por primera vez.

—¿Alguna palabra más, «capitana» Naismith? —preguntó Vorrutyer sarcástico—. ¿O por fin se ha quedado sin habla?

Ella miró a Bothari, sacudida por una piedad casi amorosa. Él parecía casi en trance, lujuria sin placer, expectación sin esperanza.
Pobre diablo
, pensó Cordelia,
qué han hecho contigo
. Sin deseos de continuar la pugna verbal, rebuscó en su corazón palabras no para Vorrutyer, sino para Bothari.
Algunas palabras de consuelo, no aumentaré su locura
… El aire de la habitación parecía frío y pegajoso, y ella tiritó, sintiéndose completamente agotada, sin resistencia, triste. Él se tumbó sobre ella, pesado y oscuro como el plomo, haciendo que la cama crujiera.

—Creo —dijo ella lentamente por fin—, que los atormentados están muy cerca de Dios. Lo siento, sargento.

Él la miró, su cara a un palmo de la suya, durante tanto tiempo que ella se preguntó si la había oído. Su aliento no era bueno, pero ella no apartó la cara. Entonces, para su sorpresa, se levantó y se volvió a poner los pantalones, temblando levemente.

—No, señor —dijo con voz grave y monocorde.

—¿Qué? —Vorrutyer se incorporó en su asiento, sorprendido—. ¿Por qué no? —exigió.

El sargento buscó las palabras.

—Es la prisionera del comodoro Vorkosigan. Señor.

Vorrutyer se quedó mirando, primero aturdido, luego iluminado.

—¡Así que es la betana de Vorkosigan! —Su fría diversión se evaporó con el nombre, con un siseo como el de una gota de agua al caer sobre una parrilla al rojo.

¿La betana de Vorkosigan?
Una breve esperanza destelló en su interior, ante la posibilidad de que el nombre de Vorkosigan pudiera ser una clave para su seguridad, pero murió. La probabilidad de que esa criatura fuera una especie de amigo de él era sin duda bajo cero. Ahora la estaba mirando, pero la atravesaba con la mirada, como si fuera una ventana a un paisaje aún más maravilloso.
¿La betana de Vorkosigan?

—Ahora tengo a ese hijo de puta puritano estirado agarrado por las pelotas —jadeó ferozmente—. Esto podría ser aún mejor que el día que le conté lo de su esposa.

La expresión de su cara era extraña y preocupante, la máscara de suavidad parecía derretirse y caerse a pedazos. Era como tropezar de pronto en el centro de una caldera. Él pareció recordar la máscara y recompuso las piezas, sólo a medias.

—Sabe, me ha abrumado. Las posibilidades que ofrece… dieciocho años no fueron demasiada espera para una venganza tan ideal. Una mujer soldado. ¡Ja! Él probablemente consideró que era la solución ideal para nuestra mutua… dificultad. Mi guerrero perfecto, mi querido hipócrita, Aral. Apuesto a que tiene usted mucho que aprender de él. Pero sabe, de algún modo estoy seguro de que no le ha hablado de mí.

—Por su nombre no —reconoció ella—. Posiblemente por categoría.

—¿Y qué categoría era ésa?

—Creo que el término que empleó fue «la escoria del servicio».

Él sonrió agriamente.

—Yo no recomendaría hablar así a una mujer en su posición.

—Oh, ¿entonces encaja en la categoría? —Su respuesta fue automática, pero su corazón se encogía dentro de ella, dejando un hueco resonante. ¿Qué está haciendo Vorkosigan en el centro de la locura de este tipo? Sus ojos se parecen a los de Bothari ahora…

La sonrisa de él se tensó.

—He encajado en muchas cosas en mi vida. Junto con su puritano amante. Deje que su imaginación reflexione un poco sobre eso, querida mía, mi dulzura, mi mascota. No lo creerá viéndolo ahora, pero fue todo un viudo alegre, antes de entregarse de manera tan irritante a esos estallidos de caballerosidad.

Se echó a reír.

—Su piel es muy blanca. ¿La tocó él… así?

Pasó una uña por el interior del brazo, y ella se estremeció.

—Y su pelo. Estoy seguro de que debió quedar fascinado por ese pelo salvaje. Tan bonito, y de un color tan poco habitual.

Retorció un mechón suavemente entre sus dedos.

—Tengo que pensar qué puede hacerse con ese pelo. Se podría arrancar el cuero cabelludo por completo, desde luego, pero debe ser algo aún más creativo. Tal vez me llevaré un trocito, y jugaré con él, de manera casual, en la reunión de Estado Mayor. Lo dejaré deslizarse entre mis dedos… para ver cuánto tiempo tarda en llamarle la atención. Alimentaré la duda, y el creciente temor con, oh, una o dos observaciones casuales. Me pregunto cuánto tiempo tardará en confundir esos informes suyos, tan molestamente perfectos… ¡ja! Luego lo enviaré durante una semana a cumplir alguna misión lejana, todavía preguntándose, todavía en la duda…

Tomó el cuchillo enjoyado y cortó un grueso mechón, que enroscó y guardó cuidadosamente en el bolsillo de su pecho, sin dejar de sonreír en ningún momento.

—Hay que tener cuidado, naturalmente, para no hacer que recurra a la violencia… se vuelve entonces tediosamente inmanejable.

Pasó un dedo con un movimiento en forma de L por el lado izquierdo de su barbilla, siguiendo la posición exacta de la cicatriz de Vorkosigan.

—Es mucho más fácil de empezar que de detener. Aunque últimamente está muy comedido. ¿Su influencia, cachorrillo mío? ¿O es que simplemente se nos está haciendo viejo?

Arrojó el cuchillo sobre la mesilla de noche, descuidadamente, y luego se frotó las manos, soltó una carcajada y se acercó a ella para susurrarle amorosamente al oído:

—Y después de Escobar, cuando ya no necesitemos al perro guardián del emperador, no habrá límite a lo que yo pueda hacer. Tantas posibilidades…

Empezó a dar rienda suelta a un montón de planes para torturar a Vorkosigan a través de ella, repletos de detalles obscenos. Estaba extasiado ante esta visión, con la cara pálida y húmeda.

—No podrá salirse con la suya —dijo ella débilmente. Ahora había miedo en su cara, y lágrimas que corrían de las comisuras de sus ojos en rastros incandescentes para mojar los mechones de pelo alrededor de sus oídos, pero él apenas se sintió interesado. Cordelia había pensado que había caído en el pozo de miedo más profundo posible, pero ahora ese suelo se abría bajo ella y volvía a caer, interminablemente, girando en el aire.

Él pareció recuperar alguna medida de control y rodeó el pie de la cama, mirándola.

—Bien. Qué refrescante. Sabe, me siento pletórico. Creo que lo haré yo mismo, después de todo. Se alegrará. Soy mucho más agraciado que Bothari.

—No para mí.

Él se quitó los pantalones y se preparó para subírsele encima.

—¿Me perdona también, querida?

Ella se sintió helada, y agotada, y enormemente pequeña.

—Me temo que tendré que dejar eso a la misericordia infinita, Excede usted mi capacidad.

—Eso lo dejaremos para más adelante —prometió él, confundiendo su derrota por arrogancia, y claramente excitado por lo que consideraba una nueva muestra de resistencia.

El sargento Bothari había estado deambulando por la habitación, moviendo la cabeza de un lado a otro y meneando la estrecha mandíbula, como Cordelia lo había visto hacer antes, un signo de agitación.

Vorrutyer, concentrado en ella, no prestó ninguna atención a los movimientos a su espalda. Por eso su momento de absoluta sorpresa fue muy breve cuando el sargento lo agarró por el pelo rizado, tiró hacia atrás de su cabeza y pasó el cuchillo enjoyado con gran maestría por su cuello, cortando las cuatro venas mayores en un rápido movimiento doble. La sangre borboteó sobre Cordelia como un surtidor, horriblemente caliente y viscosa.

Vorrutyer dio una sacudida convulsiva y perdió la conciencia cuando la presión de la sangre en su cerebro se redujo a la nada. El sargento Bothari le soltó el pelo, y Vorrutyer cayó entre las piernas de Cordelia y se deslizó hasta perderse de vista por el extremo de la cama.

El sargento permaneció de pie, acechante, respirando de manera entrecortada. Cordelia no podía recordar si había gritado. No importaba, en cualquier caso era más que probable que nadie prestara atención a los gritos que salían de aquella habitación. Sentía las manos, la cara y los pies congelados y sin sangre; el corazón le martilleaba.

Se aclaró la garganta.

—Uh, gracias, sargento Bothari. Ha sido un gesto, uh, muy caballeroso. ¿Cree que podría desatarme también? —Su voz temblaba de manera incontrolable, y tragó saliva, irritada por ello.

Observó a Bothari con aterrada fascinación. No había absolutamente forma alguna de predecir qué podría hacer a continuación. Murmurando para sí, con expresión de asombro en el rostro, él desató su muñeca izquierda. Rápidamente, envarada, ella se giró y soltó la muñeca derecha, y luego se sentó y se liberó los tobillos. Se sentó un instante en el centro de la cama, completamente desnuda y cubierta de sangre, frotándose tobillos y muñecas y tratando de poner en marcha su paralizado cerebro.

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