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Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (23 page)

—¿Entonces no es de antes de la Conquista? —preguntó Selendra un poco desilusionada.

—Oh, muy bien podría serlo. De hecho es lo más probable. ¿Recuerdas a los caballeros y las princesas de los cuentos y las ciudades yargas que los dragones de antaño no hacían más que saquear, antes de que los yargos volvieran las tornas y nos atacaran a nosotros? Yo diría que esto podría ser el botín de uno de esos saqueos. Es demasiado exquisito para que sea obra de un orfebre dragón, por no decir demasiado pequeño. —Apenas le entraba a Sher en la garra.

—¿Es muy valioso? —preguntó Gerin mientras le daba la vuelta con la garra a un cofre de oro.

—Solo por ser oro me imagino que vale unos cuantos miles de coronas —dijo Sher—. Pero como antigüedades románticas valdrá incluso más. Yo diría que vosotros dos, dragoncitos, os podéis considerar ricos, si podéis encontrar la forma de sacar el oro de aquí.

—Lo que significa que tenemos que salir nosotros primero —dijo Selendra—. Morirnos aquí de hambre y dejar los huesos con el tesoro quizá sea romántico…

—No tenía ni idea de que habías leído tantas viejas historias —la interrumpió Sher con una sonrisa.

—Siento debilidad por ellas —confesó Selendra.

—La tía Sel nos las cuenta luego —dijo Wontas con suficiencia.

—Bueno, vamos a hacer lo que hacen siempre los dragones en estas circunstancias y nos vamos a llevar una pieza cada uno. ¿Puedes caminar, Wontas?

—Creo que sí.

—Es una pata delantera lo que te has roto, si fueras una doncella apenas las usarías jamás para caminar —dijo Selendra con tono alentador mientras lo dejaba en el suelo. El pequeño entró cojeando en la cueva del tesoro.

—Tú usas las tuyas —dijo el niño al tiempo que se volvía con mirada acusadora.

—Solo bajo tierra y el primerdía —dijo Selendra mostrándole lo fina que era la almohadilla de callos que tenía en los nudillos. El chiquillo se la tocó con una garra suave—. Y algunas damas elegantes no las llevan al suelo ni siquiera entonces. Estoy segura de que si miras las manos de la Eminente, no tendrá ningún callo, ni la respetada Telstie. Puedes arreglártelas para caminar un ratito. Amer te curará la pata cuando lleguemos a casa.

—Mi madre tiene callos, al igual que cualquier dragona que viva la vida que Veld les dio —dijo Sher—. Gelener Telstie es una de esas damas elegantes que se enorgullece de la suavidad de sus manos y de la inutilidad de sus logros.

Selendra lo miró sorprendida.

—Creía que era tu prometida.

—Hasta mi madre ha renunciado a intentar que me case con un carámbano —dijo el dragón—. Se irá de aquí con un tono dorado tan prístino como el que trajo. No es en absoluto el tipo de doncella capaz de conmoverme.

—Es bonita —dijo Gerin levantando la vista del tesoro.

—No tan bonita como tu tía Selendra —dijo Sher.

Selendra sintió que sus ojos giraban confundidos y fue incapaz de responder. No se iba a desposar con Gelener. La joven sabía que su amigo siempre le hacía cumplidos a todo el mundo.

—Intentaré caminar y quiero un poco del tesoro —dijo Wontas.

—Una pieza pequeña entonces —dijo Sher—. ¿Qué tal esta cadena? —Levantó la cadena que había cogido en primer lugar y la dejó colgando de su garra. Aunque no había luz, las joyas parecían relucir con tonos rojos, púrpura, lila y del color del agua al anochecer.

—Basura —dijo Wontas tras descartarla con una sola mirada y empezar a revolver—. Quiero una corona de verdad, o una espada.

Gerin había cogido una copa y le daba vueltas entre las garras.

—Y pensar que el majestuoso Tomalin quizá haya bebido de aquí —dijo maravillado.

—¿Selendra? —preguntó Sher mientras daba un paso hacia ella y le ofrecía la cadena.

Aún incapaz de hablar, la joven la cogió y se la pasó entre los dedos. En todas las piedras se habían taladrado unos agujeros diminutos, el oro atravesaba los agujeros y luego hacía un lazo que se conectaba con el siguiente eslabón. Estaba enredado y la dragona deshizo el nudo con suavidad. Aquella tarea la devolvió a un estado más tranquilo y decoroso y supo que era tonta por dejar que aquello la pusiera nerviosa; Sher era casi como un hermano y sus cumplidos era una forma de bromear con ella.

—Tienes razón en que debe de ser obra yarga —le dijo ella mientras le devolvía la cadena—. Es lo más bonito que he visto jamás.

—Cógela entonces —dijo Sher con una sonrisa—. Las doncellas hermosas deben tener cosas hermosas.

La dragona levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de él. El corazón femenino parecía latir más rápido de lo habitual y tenía la sensación de que no podía respirar con total libertad. Casi se preguntó si se estaba ruborizando, aunque Sher no la estaba tocando y no había hecho nada más que dedicarle uno de sus cumplidos. Era solo la manera que tenía de hablar. A estas alturas ya debería estar acostumbrada, se dijo con dureza.

—¿Y qué iba a hacer yo con una cadena? —preguntó—. No es un sombrero ni una gola para que pueda ponérmela.

—Eso es una moda, no una ley —dijo Sher—. Y te queda maravillosa sobre las escamas. Selendra… —El macho dio un paso más.

—Además, es tuya, todo esto lo es, está en tu tierra y es por tanto tuyo por derecho —dijo Selendra mientras daba un paso atrás y estaba a punto de chocar con la pared.

—Si es mío, puedo regalarlo como me plazca —dijo Sher.

—Pero es mío, ¡lo encontré yo! —protestó Wontas.

—Lo dividiremos a partes iguales —dijo Sher—. ¿Habéis encontrado algo que llevar? Una cosa, fácil de llevar.

—Yo he encontrado la corona del majestuoso Tomalin —dijo Wontas mientras se colocaba con torpeza una diadema de oro en la cabeza.

—Pero si te sirve, fruterito —dijo Gerin.

—¿Y qué? —preguntó Wontas.

—Pues que el majestuoso Tomalin era un dragón adulto y una corona que te vale a ti habría sido demasiado pequeña para él —dijo Gerin.

—Entonces quizá pertenecía a sus dragoncitos. ¿Cómo se llaman los dragoncitos de un majestuoso, tía Sel?

—Respetados —dijo Selendra con firmeza haciendo que Sher se atragantara de la risa.

—No, venga —insistió Wontas—. Los dragoncitos de un eminente son dignos, ¿verdad?, así que los de un majestuoso tiene que ser algo mejor que respetados. Nosotros somos respetados.

—El heredero de un eminente es ilustre y el heredero de un ilustre es digno —dijo Sher, que había sido ilustre antes de la muerte de su padre—. El heredero de un majestuoso sería alteza y los otros serían distinguidos.

—Distinguido Wontas —dijo Wontas pensándoselo—. Todavía tenemos distinguidos.

—¿Nos vamos a quedar en esta cueva hasta la primavera? —preguntó Gerin muy altanero. Tenía un cofre de oro en una garra.

—Envuélvete el brazo con la cadena —le aconsejó Sher a Selendra mientras cogía un bastón de oro con gruesas incrustaciones de diamantes—. No sé para qué era esto pero me lo llevo. Ya hablaremos más tarde.

Selendra se envolvió la cadena con cuidado. No podía usarla así, aunque le quedaba espléndida. Quizá podría hacer que la incorporaran a un sombrero de noche, como las lentejuelas de Gelener. O quizá se limitara a dormir sobre ella, con el resto de su oro. Intentó no pensar en sobre qué querría Sher hablar con ella. Primero, salir de la cueva; después, preocuparse por si era posible que hubiera interpretado mal toda aquella situación.

Sher abría la marcha por el corredor y les avisaba de los pozos. Con Wontas cojeando y Gerin cargando con el pesado cofre, la forma más fácil de cruzar los pozos de este nuevo pasillo, de elevados techos, era que Selendra cogiera a los dragoncitos bajo los brazos y volara los pocos pasos que había que cruzar.

—¿Reconoces ya algún sitio? —preguntó Selendra mientras los niños se rezagaban un poco y Sher cogía con aire seguro la bifurcación inferior de un cruce.

—Nada en absoluto, pero lo haré si vuelvo —dijo—. Pero estoy seguro de que vamos a conseguir salir. Estoy siguiendo la corriente de aire.

No hubo más sorpresas durante mucho tiempo. Los pasillos eran un laberinto de corredores con alguna que otra sala lo bastante amplia para dos o tres dragones. Una de ellas tenía unos surcos poco profundos en el suelo, como si en otro tiempo hubiera sido un comedor con primitivos canales para llevarse la sangre. Otra tenía señales de antiguas quemaduras en una de las paredes. Ninguna albergaba ningún tesoro más. Después de un cierto tiempo que resultaba difícil medir, llegaron a otra cueva del tesoro, salvo que en esta los colmillos de piedra caliza habían atrapado el tesoro en su irrompible abrazo.

—La roca lo está recuperando —susurró Selendra mientras se llevaba una mano a su cadena. Atravesaron la cueva de puntillas sin discutir, todos cohibidos por aquella visión.

—¿Cuánto tiempo les lleva crecer? —preguntó Gerin varios pasillos después, pero todo el mundo sabía a qué se refería.

—Años —dijo Sher—. Décadas. Siglos. Tú estabas hablando del majestuoso Tomalin, ¿no has pensado en cuánto tiempo hace que vivió?

—Miles de años —dijo Wontas—. Miles y miles. Tía Sel, ¿la magia es real?

—Pues claro que sí —respondió Selendra sorprendida—. Si no fuera por la magia, ¿cómo podríamos volar, con lo grandes que somos? Si no fuera por la magia, ¿cómo íbamos a crecer al comernos a otros dragones pero no al comer ternera y venado?

—No esa clase de magia —refunfuñó Wontas—. La otra, la de los cuentos. Hechizos, magos, montañas que comen oro de dragón y rocas que cobran vida y bailan.

—Yo nunca he visto nada de eso —dijo Selendra—. La Iglesia nos enseña que Camran expulsó a los magos, así que debió de haber magos en algún momento.

—¿Eran yargos o dragones? —preguntó Gerin.

—Es ridículo sostener esta conversación ahora que estamos perdidos bajo las montañas —se quejó Selendra.

—No estamos perdidos —dijo Sher—. ¡Mirad!

Mucho más adelante y debajo de donde ellos estaban, vieron una penumbra en la oscuridad, una penumbra que tenía que significar una apertura al mundo exterior.

X. La elección de socios
37
Una tercera cena

A los amigos de Avan, como al propio Avan, se los podía encontrar en Irieth tanto durante la temporada como fuera de ella. Avan se había estado divirtiendo desde su regreso a la ciudad. Tras haber vencido a Kest en una pelea justa, su posición en la Oficina de Planificación era de momento inexpugnable. Su trabajo (el asunto de la reconstrucción del Skamble, que Liralen le había entregado a su vuelta) requería muchas investigaciones antes de poder tomar una decisión o alguna medida. Dado que era algo que Liralen sabía, a Avan lo liberaron de muchas de las tareas habituales del despacho. Con frecuencia tenía la satisfacción de pedirle a Kest que se ocupara de algún tedioso asunto de rutina y de ver que Kest aceptaba su superioridad sin más. En cuanto a su vida social, estaba todo lo repleta de acontecimientos y era tan interesante como se le permitiría sin suscitar reproches a un dragón cuyo padre había muerto aún no hacía dos meses. Declinaba algunas invitaciones y aceptaba otras, y se aseguraba de que las que rechazaba eran los eventos destacados pero tediosos a los que se asistía sobre todo para que a uno lo vieran, y los que aceptaba eran las fiestas más pequeñas pero más divertidas. No bailaba, salvo con las doncellas más bellas. Su vida, en pocas palabras, habría sido tan feliz como cabía esperar si no hubiera sido por dos cosas.

La demanda, comenzada con tantas bravatas, estaba resultando ser un asunto lento y caro en su ejecución. Hathor sacudía la cabeza ante cada nueva declaración. Selendra había escrito para pedir que eliminaran su nombre de la demanda porque no podía soportar estar separada de Haner. Penn había escrito en un arrebato de cólera, que Avan no terminaba de entender, para negarse a prestar ningún tipo de declaración.

—Nuestra mejor esperanza era que todos permanecierais unidos —dijo Hathor mientras arrugaba el hocico. Avan, como es natural, le dijo a Penn que no tenía que declarar si no quería pero que no entendía qué «escrúpulos religiosos» podrían impedírselo.

El segundo guijarro que irritaba el lecho de oro de Avan aquel invierno era Sebeth. Seguía siendo tan hermosa y cautivadora como siempre. Continuaba compartiendo el escritorio de Avan cada día y su cama la mayor parte de las noches. Pero había un aire de tristeza a su alrededor desde el día que Kest la había insultado que nada parecía aliviar. Trabajaba con más entusiasmo del habitual, pero no le gastaba bromas a Avan como antes. Cuando él le preguntaba, la joven decía que era feliz y que no le pasaba nada. Las gorritas de última moda no la animaban ni tampoco las fiestas en el río helado con un grupo de amigos, ninguno de los cuales podría haber puesto la palabra respetable delante de su nombre. Avan se preguntaba si algún otro amante que le importara de verdad la habría abandonado, pero no le preguntó. Intentó mostrarse dulce y cariñoso con ella, con la esperanza al menos de proporcionarle algún apoyo.

Los eminentes Rimalin habían estado fuera de la ciudad durante unas semanas en cambiodehoja y primerinvierno. Avan había recibido una invitación para ir a verlos en Rimalin. Había estado demasiado ocupado para planteárselo siquiera y les habían enviado una excusa sincera y cortés. Luego había recibido una nota diciendo que estaban en Irieth, e invitándolo a cenar esa noche.

Hizo que Sebeth les enviara a toda prisa una nota de aceptación y partió para la casa que tenían sus amigos en la ciudad con el corazón ligero. Llevaba tiempo deseando descubrir qué inversión había descubierto el eminente Rimalin y siempre disfrutaba de la compañía de Ketinar, la eminente Rimalin.

Los criados lo hicieron pasar y atravesó el elegante salón principal, incrustado de guijarros y piedras semipreciosas, para llegar a la salita, donde Ketinar se adelantó para recibirlo. Era de un color rojo oscuro tras haber sobrevivido a tres nidadas bien espaciadas, y si bien su tocado lucía citrinas y granates centelleantes, lo que demostraba que era una dama que estaba a la vanguardia de la moda, nadie la habría llamado hermosa, aunque su rostro tenía una vivacidad que hacía de la belleza algo irrelevante. Es posible que tuviera los ojos demasiado pegados al hocico, pero relucían más que las joyas que se balanceaban entre el encaje de su frente.

—Hace una era que no lo veo —le dijo a Avan a modo de bienvenida.

—No he vuelto aquí desde antes de morir mi padre. —Dijo Avan, y se apresuró a añadir antes de que ella pudiera hablar:— Y muchas gracias por la carta de pésame que me envió, fue un consuelo en un momento muy oscuro.

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