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Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (27 page)

—¿Se ha movido esa piedra? —preguntó Gerin de repente. Selendra levantó la cabeza hacia donde Gerin estaba mirando, la ladera de enfrente. Estaba salpicada de cantos rodados que variaban en tamaño, desde una cabeza de recién incubado hasta algunos tan grandes como ella. Ninguno se movía. Volvió a mirar a Gerin, confundida.

—Parece que se mueven cuando no las miro —dijo el niño. Selendra volvió a mirar las rocas. Estaban quietas, muy quietas, con una quietud que se parecía más a una espera que a la quietud natural de las rocas que yacen donde han caído.

Sher bajó en picado.

—Hace frío aquí, en la sombra —dijo mientras cerraba las alas con un sonido sordo—. Sé cómo volver a las cataratas pero es una hora de vuelo. Hemos cubierto una distancia tremenda bajo las montañas.

—El sol ya casi se ha puesto, debemos de haber pasado horas bajo el suelo —dijo Selendra—. Vete tan rápido como puedas a recoger la cesta.

Sher la llevó ladera arriba para alejarla un poco de los dragoncitos, que estaban bebiendo en el arroyo.

—¿No podrías llevar a uno de ellos?

—No durante una hora y no con seguridad —respondió ella en voz baja—. ¿Por qué?

—Nada que tú no sepas. Solo el frío y que Wontas está herido. —Sher frunció el ceño—. Intenta mantenerlos abrigados si puedes.

—Haré lo que pueda —dijo Selendra. Nunca había visto a Sher tan serio.

—Y Selendra —dijo él mientras daba un paso más. La joven se echó a temblar pero no se retiró—. Quería decirte que creo que te has enfrentado a todo esto de una forma maravillosa.

—Tú también —dijo ella muy seria—. No sé cómo hiciste ese vuelo, sin saber lo que había allí.

—Pura suerte —dijo el dragón con una sonrisa, y dio otro paso hacia ella. Estaba ahora tan cerca que casi la tocaba. La joven no se movió. Sabía lo que él pretendía pero su mente retrocedió a lo ocurrido con Frelt, a la poción de Amer y a la charla sobre los números—. Fuiste maravillosa, mantuviste animados a los niños y lo hiciste todo sin quejarte. No me imagino una dragona mejor con la que perderme en una cueva; de hecho, no se me ocurre ninguna dragona mejor con la que pasar el resto de mi vida. ¿Qué me dices?

Selendra bajó los ojos y se miró las escamas. Permanecían de un uniforme e intransigente tono dorado. Todas sus protestas de que no deseaba casarse le parecían muy pobres, incluso a sus propios ojos, ahora que miraba a Sher, tan fuerte, atractivo y seguro a su lado. Casi podía sentir la calidez del cuerpo masculino. Le latía el corazón con la fuerza suficiente para marearla, pero lanzó otra mirada desesperada a su cuerpo y seguía dorada, con el tono pálido y obstinado de una doncella.

—¿Selendra? —dijo Sher con un tono interrogante en la voz, la joven no había dicho ni una palabra.

—Tu posición, la mía, tu madre, mi hermano —dijo ella un poco más que agitada—. No creo que pienses que somos lo más adecuado el uno para el otro.

—Pero yo puedo ocuparme de mi madre, pronto te amará como a una hija. En cuanto al resto, son tonterías, eres de noble cuna y tus sobrinos te acaban de encontrar una fortuna —dijo Sher con dulzura mientras extendía la garra hacia ella—. Te quiero. Si tú…

—Ya tienes tu respuesta —dijo ella muy brusca al tiempo que se alejaba de forma deliberada—. Y sé que no querrías hacerme la vida difícil presionándome en las montañas, cuando todavía dependemos el uno del otro para volver a la protección de nuestras familias.

—Por supuesto que no —dijo el joven—. Pero Selendra… —No se le había ocurrido a Sher, al que habían perseguido las doncellas y sus madres desde que le habían crecido las alas, que la única doncella que quería pudiera rechazarlo.

—Por favor, no me incomodes —dijo la joven mientras se refugiaba en la frialdad, aunque el corazón se le estaba rompiendo y tenía los ojos llenos de lágrimas—. Vete a buscar la cesta. Por favor, Sher.

El joven se elevó en el aire y atrapó una corriente de aire mientras giraba para elevarse. La dragona lo vio perderse de vista, pero aún no pudo llorar porque ahora estaban allí los niños y había que responder a sus preguntas. Se miró una vez más las traidoras escamas que, si hubieran seguido su corazón, habrían estado tan rosadas como el extremo de la nube que se elevaba sobre la cresta que tenía delante, donde las piedras seguían manteniendo una quietud tan antinatural como si no tuvieran ningún poder de movimiento. Miró con fuerza aquellas piedras mientras se ocupaba de los niños, con la esperanza de sorprender el movimiento de una. Los ojos le giraron cada vez más rápido pero ella seguía dorada, y las rocas aún permanecieron en sus sitios durante toda una pequeña eternidad, hasta que Sher volvió con la cesta.

42
Una conversación en la mansión

Tres días después del dramático rescate de Wontas, la eminente Benandi mandó una nota con una criada; citaba a Felin, sola, para una audiencia. Felin siempre estaba entrando y saliendo de la Mansión, apenas pasaba un día sin que fuera a ver, de manera formal o informal, a la Eminente. Pero era extraño, sin embargo, que la Eminente exigiera que fuera sin darle una razón. Felin recibió la nota durante el desayuno sin hacer ningún comentario, se limitó a decirle a Penn que la Eminente quería verla. Era un suceso tan habitual que Penn casi no levantó la vista de sus propias cartas para comentarlo. Felin lo miró, pensativa, y luego volvió la vista hacia Selendra, que estaba leyendo una carta y comiendo cordero con la expresión de alguien que está a punto de disolverse en lágrimas. Era mucho más probable que fuera el comportamiento de Selendra y no el de Penn lo que había provocado aquella llamada. «Sola» era desde luego una forma de asegurar la ausencia de uno u otro. No se le ocurrió nada que pudiera haber hecho Penn en los últimos tiempos para ganarse la desaprobación de su bienhechora. Selendra, sin embargo, podría muy bien haber hecho algo. Felin se había pasado el tiempo desde el desastre de la merienda preocupada sobre todo por el bienestar de Wontas, que parecía estar recuperándose, aunque seguía sin hablar de otra cosa que no fuera el tesoro. Ahora pensó en Selendra. Había vuelto muy afectada por la terrible experiencia, mucho más temblorosa y bañada en lágrimas de lo que Felin habría imaginado que la dejaría una prueba así.

—Voy a ver a los dragoncitos antes de subir —dijo Felin—. ¿Vas a salir hoy, Penn?

—Tengo que responder a esta carta —dijo mirando la misiva con el ceño fruncido—. Estaré en mi estudio.

—¿Necesitarás que te escriba algo? —preguntó su mujer.

—No, lo haré yo mismo, o si es demasiado, lo hará Selendra —dijo Penn tras conseguir esbozar una media sonrisa, aunque sus ojos seguían girando con demasiada rapidez para que su mujer se creyera que estaba tranquilo. Felin decidió dejarlo en paz con su problema, su marido se lo consultaría si pensaba que podía ayudar.

—¿Entonces querrás ayudar a Amer con los dragoncitos a menos que Penn te necesite, Selendra? —preguntó Felin. Selendra levantó la vista con expresión soñadora. Estaba claro que no había estado prestando atención en absoluto a la conversación. Felin se lo repitió todo con paciencia y esperó hasta que Selendra asintió. Luego se puso la pequeña chistera verde en la cabeza y voló por el acantilado hasta la Mansión.

Sher no estaba sentado en el saliente aquella mañana. De hecho, la nieve del saliente estaba casi intacta, lo que indicaba que hacía un día o dos que no se sentaba allí. Felin frunció el ceño mientras se abría camino entre la nieve y dejaba claras marcas de su paso. Sentía mucha curiosidad por saber qué era lo que quería la Eminente.

Esta la esperaba en la salita menor, no en su despacho. Estaba cómodamente echada sobre las patas ante la pared.

—Felin, querida —dijo a modo de saludo—. Es un placer verte.

—¿Qué puedo hacer por usted, Eminente? —preguntó Felin.

—Solo quería hablar un momento contigo —dijo la Eminente con un gesto. Felin, obediente, se sentó—. ¿Puedo ofrecerte algo de comer?

—Acabamos de desayunar —dijo Felin esperando a que la Eminente empezara ya con lo que la estaba preocupando.

—He decidido ir a Irieth pronto este año —dijo.

Los ojos de Felin se aceleraron un poco. La Eminente odiaba Irieth y pocas veces iba allí un día antes de que empezara la temporada.

—¿En deshielo? —sugirió la joven.

—No, antes que eso —dijo la Eminente sin mirar a Felin—. En inviernohelado, o quizá incluso antes del final de primerinvierno.

—¿Así que está planeando pasar casi todo el invierno en la ciudad? —preguntó Felin; sabía que era incapaz de ocultar su asombro.

—Sí, lo sé —dijo la Eminente mientras extendía las manos con un gesto de impotencia y respondía a los pensamientos de Felin más que a sus palabras—. Sé que odio Irieth y que nunca me voy de casa en invierno. Es Sher.

—¿Sher? —repitió Felin perpleja. Sher pocas veces pasaba gran parte del invierno en Benandi, en cualquier caso, ¿pero por qué le preocupaba eso a su madre?—. ¿Quiere ir a Irieth?

—No, quiere quedarse aquí. —La anciana dragona se llevó la gran cabeza de rubí a las manos durante un momento, como si pesara demasiado, luego volvió a levantarla y miró a Felin—. Por eso tengo que irme a Irieth, él no se podría quedar aquí sin mí.

—No lo entiendo —dijo Felin, aunque estaba empezando a preguntarse si quizá en realidad sí que lo entendía.

—Esto es muy difícil —dijo la eminente Benandi—. Querida mía, sin pretender menospreciarte en absoluto a ti, ni a tu marido, ni por supuesto a su hermana, tengo que pedirte que alejes a Selendra de la hacienda hasta que saque a Sher de aquí. Se le ha metido en la cabeza enamorarse de ella y sé que tú no has hecho nada para alentarlo, ni tampoco Penn. Me siento más inclinada a echarle al menos la mitad de la culpa a Sher.

—¿La mitad? —dijo Selendra mientras se incorporaba sobre las patas traseras—. No creo que Selendra hubiera hecho mucho para alentarlo.

—Bueno, es natural en cualquier doncella joven, con un noble eminente soltero, estoy segura —dijo la Eminente—. Pero estoy segura de que te das cuenta de por qué no sería conveniente.

—En absoluto —dijo Felin, que se sentía un poco herida en nombre de Selendra—. Proviene de una buena familia, es la hermana de Penn, tiene una dote adecuada…

—No puedes llamar a dieciséis mil coronas una cantidad adecuada para Sher —dijo la Eminente, aunque Felin sabía que no había razón en realidad para que Sher tuviera que casarse por dinero.

—Adecuada, aunque no espectacular —dijo Felin—. Quizá no sea lo que usted hubiera elegido pero no veo por qué tendría que ser tan desastroso, si es la dragona a la que Sher ha decidido amar. Si se quieren, ¿por qué no habrían de casarse?

—Sher es joven y fácilmente influenciable. Ya lo sabes. —Los ojos azules de la Eminente giraron con una expresión de profunda agitación, pero el gesto de sus manos descartaba las elecciones de Sher.

Felin sabía muy bien lo influenciable que era. Recordaba el tiempo en el que el capricho de Sher había aterrizado como una pluma sobre ella. Después del primer momento de vértigo, la joven había sabido que aquel dragón era un hermano para ella, no un marido. Además, sabía que la madre de él nunca lo consentiría y que Sher no querría, no podría enfrentarse a su madre. Se había mostrado dulcemente descorazonadora y Sher se había rendido ante el primer obstáculo y el ofrecimiento de su madre de un mes de caza en alta montaña. Si Selendra era suficiente para hacer que él presentara batalla ante su madre, entonces debía de amarla con algo más que una ligera pasión.

—Además —dijo la Eminente inquieta, decidida a continuar aunque Felin no hubiera dicho nada—, Sher pronto la olvidará si está en Irieth viendo a otras doncellas.

—No a Gelener, me parece —dijo Felin.

—No seas cruel, Felin. Eso ya lo sé. Pero si lo ponemos en el camino de un cierto número de bellas doncellas con las colas bien formadas y las escamas relucientes, se olvidará de Selendra.

—¿Y Selendra?

—También se olvidará de él. Debe olvidarse de él. Debe volver los ojos hacia aquellos de su propio rango. Así es como funciona el mundo. Tú lo sabes y yo lo sé.

—Lo que yo sé… —Felin se interrumpió. Acababa de recordar que bajo ningún concepto debía reñir con la Eminente, así que empezó de nuevo con más suavidad—. Sher ya es lo bastante mayor para que usted pueda obligarlo a no seguir sus deseos.

—No, pero puedo distraerlo —dijo la Eminente—. Al parecer hemos tenido suerte hasta ahora. Mi hijo se insinuó a Selendra en las montañas, insinuaciones a las que ella no correspondió.

—¡Por la misericordia de Jurale! —dijo Felin asombrada.

—Sí, yo también le he estado dando las gracias a Jurale —dijo la Eminente, con los ojos más perspicaces que nunca, pero por fortuna había decidido que la exclamación de Felin era una plegaria en lugar de una blasfemia—. ¿No las correspondió? —dijo de nuevo la Eminente, esta vez preguntando.

—No, es una doncella dorada tan pura como el día que llegó —dijo Felin—. No cabe duda de eso.

—Entonces no existe ninguna dificultad, salvo mantenerlos separados para frustrar su afecto en esta fase —dijo la Eminente—. Lo que significa que cuando te invite a tí y a Penn a la Mansión mientras Sher esté aquí, y antes de que nos vayamos, por favor, deja a Selendra en casa con los niños.

—No puedo —dijo Felin, sin saber que iba a decirlo hasta que le salieron las palabras—. Es de una injusticia escandalosa, Eminente, seguro que usted también lo ve. No ha hecho nada malo y usted la está castigando y pidiéndonos que la castiguemos como si hubiera cometido una terrible trasgresión.

—Solo te estoy pidiendo que la dejes en casa y también que le niegues tu puerta a Sher de momento, aunque dudo que acuda a buscarla a la casa rectoral.

—Lo hará si no la encuentra aquí cuando espere verla —dijo Felin—. No le alentaré a que venga, pero desde luego no puedo dejarlo fuera. ¿Ha olvidado que tiene todo el derecho a entrar en cualquier lugar que desee, como el eminente Benandi que es?

—No es muy probable que llegue a esos extremos —dijo la Eminente con sequedad—. ¿Crees que iría a consumir al dragoncito que salvó a riesgo de su vida?

—Esa es otra razón por la que no puedo negarle la entrada —dijo Felin—. Le debo toda mi gratitud por rescatar al pobre Wontas. Es usted la que debe controlar los movimientos de su hijo, si cree que tiene ese derecho, pero no es algo que pueda imponerme en estas circunstancias.

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