Read Heliconia - Invierno Online

Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (50 page)

—¿Mi madre?

—La tenemos aquí. Está enferma. Quizá no te reconozca más que lo que tú me has reconocido a mí. Dado que eres una especie de héroe en Kharnabhar, quisiera que estuvieses conmigo durante la ceremonia pública del Myrkwyr. Mañana. También nos acompañará el Guardián. La gente podrá comprobar que no te hemos hecho ningún daño. Será el día de tu rehabilitación. Habrá un festín.

—Dejaréis que me alimente un poco…

—No te entiendo. Después de la ceremonia, haremos todo cuanto desees. Quizá te interese salir de Kharnabhar y vivir en un sitio menos remoto.

—Lo mismo me sugirió el Guardián.

Fue a ver a su madre. Lourna Shokerandit yacía en cama, frágil e inmóvil. Como Asperamanka se lo había anticipado, Lourna no reconoció a su hijo. Aquella noche, Luterin soñó que había vuelto a la Rueda.

El día siguiente se inició con gran bullicio y tintinear de campanillas. Extraños aromas culinarios reptaron hasta donde descansaba Luterin. Reconoció olores pertenecientes a platos que en otro tiempo le habrían apetecido. Ahora añoraba el sencillo rancho que tanto había aborrecido, aquellas raciones que bajaban rodando por los canalones de la Rueda.

Vinieron esclavos a lavarlo y vestirlo. Se dejó hacer, pasivamente.

La sala estaba llena de desconocidos. Los miró desde la balaustrada, incapaz de decidirse a bajar. La excitación lo abrumaba. El Maestro Asperamanka subió hasta donde se encontraba y le dijo, tomándolo por el brazo:

—No pareces feliz. ¿Qué puedo hacer por ti? Es importante que la gente compruebe que hoy te complazco.

El público del salón se amontonaba afuera, de donde llegaba el fuerte sonido de los cascabeles. Luterin callaba. Podía oír el bramido del viento, al igual que en la Rueda.

—De acuerdo, pues. Al menos, compartiremos el vehículo y al vernos la gente pensará que somos amigos. Iremos al monasterio, donde nos reuniremos con, el Guardián, mi esposa y numerosos dignatarios de Kharnabhar. —Hablaba animadamente y Luterin no lo escuchaba, concentrado como estaba en la complicada operación de bajar un tramo de escalones. Recién al dejar atrás la puerta de entrada y cuando estaban a punto de subir al trineo que se había adelantado para llevarlos, el Maestro dijo con tono cortante:

—No llevarás ninguna arma contigo, ¿verdad?

Luterin negó con la cabeza y subieron al trineo, donde unos esclavos los cubrieron con pieles. Partieron hacia la ventisca entre blancos acantilados de nieve.

Al doblar hacia el norte, sintieron la cuchilla del viento en el rostro. A los veinte grados de helada había que añadir la gélida acción del aire. Pero el cielo estaba despejado y, a medida que se adentraban en la desierta aldea, una gran mole irregular surgió de la bruma hasta dominar por completo el monte Kharnabhar.

—Shivenink, la tercera cumbre del planeta —dijo Asperamanka, señalando el pico—. ¡Qué sitio! —agregó con disgusto.

Por un instante, pudieron ver las desnudas paredes veteadas de la imponente mole; luego, la fantasmal presencia que dominaba todo aquel valle volvió a sumirse en brumas.

Los pasajeros fueron conducidos a través del serpenteante camino hasta las puertas del monasterio de Bambekk. Accedieron al recinto y se apearon del trineo. Asistidos por esclavos, entraron en las abovedadas salas, donde numerosas personas de aspecto oficial parecían esperarlos.

A una señal, comenzaron a subir una serie de escalinatas. Luterin apenas prestaba atención al camino. No dejaba de estar pendiente de un profundo rumor que hacía vibrar el monasterio entero. Obsesivamente, trató de imaginar cada rincón de su celda, cada una de las marcas de las paredes.

La comitiva llegó por fin a una sala en lo alto del monasterio. Era de contorno circular, y dos tapices, uno blanco y el otro negro, cubrían el suelo. Estos tapices se hallaban separados por una banda de hierro que atravesaba la sala, partiéndola por la mitad. Una débil lámpara de biogás la iluminaba. De cara al sur había una ventana, pero una pesada cortina la cubría.

La cortina llevaba bordada la imagen de la Gran Rueda impulsada a través de los cielos por sus remeros, cada uno de los cuales ocupaba una pequeña celda de su perímetro, vestía cerúleas ropas y sonreía feliz.

Por fin comprendo el significado de esas sonrisas, pensó Luterin.

En el extremo opuesto de la sala, un grupo de músicos ejecutaba solemnes y armoniosas piezas. Lacayos iban y venían con sus bandejas repletas de bebidas, que ofrecían a los presentes.

En determinado momento apareció el Guardián Esikananzi, alzando graciosamente la mano a modo de saludo. Sonriente, inclinándose a medias ante todos, se dirigió solemnemente hacia donde se encontraban el Maestro de Kharnabhar y Luterin.

Después de los saludos de rigor, Esikananzi preguntó a Asperamanka:

—¿Está nuestro amigo algo más sociable esta mañana? —Al recibir una negativa, le dijo a Luterin, en un alarde de ingenio:—Bueno, tal vez lo que veas ahora te suelte un poco la lengua.

Los dos hombres fueron paulatinamente abordados por los concurrentes y Luterin pudo abandonar el centro del grupo. Una mano le tocó la manga. Se dio vuelta y chocó con un par de ojos muy abiertos. Una mujer delgada de semblante circunspecto se le había acercado y lo observaba con un asombro que tanto podía ser fingido como real. Vestía una sobria túnica rojiza cuyo ruedo llegaba hasta el suelo, mientras que un lazo ornaba su escote. A pesar de estar cerca del ecuador de su vida y tener el rostro más escuálido que antaño, Luterin la reconoció de inmediato.

Murmuró su nombre.

Insil asintió como si confirmara sus sospechas y dijo:

—Me comentaron que te comportabas de un modo extraño y que te negabas a reconocer a la gente. ¡Qué costumbre ésta la de mentir! Y para ti, Luterin, qué desagradable ha de ser regresar de entre los muertos para volver a mezclarte con la misma chusma mendaz, todos un poco más viejos, más codiciosos…, más asustados. ¿Cómo me encuentras, Luterin?

A decir verdad, su voz se había agriado, su boca parecía más torva. Se sorprendió de la cantidad de joyas que llevaba encima: en las orejas, en los brazos, en los dedos.

Pero lo más sorprendente eran sus ojos. Habían cambiado. Las pupilas parecían enormes… Una señal de atención, pensó. Al no poder distinguir el blanco de sus ojos, pensó, admirado, que aquellos iris reflejaban la profundidad del alma de Insil.

Pero dijo, con ternura:

—¿Dos perfiles en busca de una cara?

—Lo había olvidado. La vida en Kharnabhar se ha ido estrechando con el correr de los años: es cada vez más sucia, más triste y artificial. Como cabía esperar. Todo se estrecha. Incluidas las almas. —Y frotó sus manos en un gesto que Luterin no recordaba.

—Pero tú estás viva, Insil. No recordaba que fueras tan hermosa —dijo con forzada sinceridad, consciente de las presiones que pretendían volver a hacer de él un ser social. Y al tiempo que luchaba con la dificultad de iniciar una conversación, sentía despertar en su interior reflejos antiguos, incluida su costumbre de ser cortés con las mujeres.

—No me mientas, Luterin. Se supone que la Rueda convierte a los hombres en santos, ¿no es así? Habrás notado que no te he preguntado acerca de aquella experiencia.

—¿Te has casado, Insil?

La penetrante mirada de la mujer se intensificó. En voz baja, espetó su venenosa respuesta:

—¡Vaya tonto, claro que estoy casada! Los Esikananzi tratan mejor a sus esclavos que a sus solteronas. ¿Qué mujer iba a sobrevivir en este agujero sin venderse al mejor postor?

Golpeó el suelo con el pie:

—Ya hablamos de este glorioso tópico cuando tú eras uno de los candidatos.

Para Luterin, el diálogo corría demasiado aprisa:

—¡Venderte al mejor postor, Insil! Pero, ¿a qué te refieres?

—Tú te quitaste por completo de la lista cuando clavaste aquel cuchillo en ese papá tuyo que tanto reverenciabas… No creas que te culpo, teniendo en cuenta que fue él quien mató al hombre que acabó con mi preciada virginidad: tu hermano Favin.

Sus palabras, encadenadas con falso brillo a través de una sonrisa de compromiso dirigida a quienes la rodeaban, abrieron en Luterin una vieja herida. Muy a menudo, durante su encierro en la Rueda, había pensado en aquella cascada y en la muerte de su hermano. No conseguía entender cómo Favin, un joven oficial de promisorio futuro, había decidido dar ese salto fatal; una duda que las palabras del gossi de su padre no habían logrado disipar. Pero Luterin siempre había evitado dar con una respuesta factible.

Sin importarle quiénes de entre los concurrentes de pálidos labios los estaban mirando, Luterin la aferró del brazo:

—¿Qué insinúas acerca de Favin? Es bien sabido que se suicidó.

Ella se soltó con rabia y dijo:

—En nombre del Azoiáxico, no me toques. Mi marido está aquí; mirándonos, además. No puede existir nada entre nosotros, Luterin. ¡Vete! Tu sola presencia me lastima.

El miró en derredor, escudriñando a la muchedumbre. De pronto, a cierta distancia, se cruzó con un par de ojos adosados a un rostro alargado que lo miraban con franca hostilidad.

Luterin soltó su copa:

—Oh, Escrutadora… Asperamanka no…, ese oportunista no… —El líquido manchó de rojo el blanco tapiz.

Tras saludar con la mano a Asperamanka, Insil dijo:

—Hacemos buena pareja, el Maestro y yo. El quería emparentarse con una familia de abolengo. Yo quería sobrevivir. Nos complacemos a partes iguales. —Y cuando Asperamanka se volvió para continuar hablando con sus colegas, añadió viperinamente:—Todos esos hombres vestidos de cuero, perdiéndose monte adentro con sus animales…, ¿por qué les gustará tanto olerse mutuamente? Muy juntos, bajo los árboles, haciendo cosillas secretas, los hermanos de sangre. Tu padre, mi padre, Asperamanka… Favin no era como ellos.

—Me alegra que lo amaras. ¿No podríamos hablar en un lugar más apartado?

Ella declinó el ofrecimiento de consuelo:

—En qué miseria se trocó aquella breve felicidad… Favin no era de los que se adentraban en los caspiarneos con sus gruesos machos. Me llevaba a mí.

—Dices que mi padre lo mató. ¿Estás borracha? —De hecho, había cierta locura en su conducta. Estar con ella, repasar aquellas antiguas agonías…, era como si el tiempo se hubiera detenido. Era corno si un astroso y chirriante cajón se hubiera abierto y el secreto dignificase su banal contenido.

Insil apenas se molestó en negar con la cabeza:

—Favin tenía mil motivos para vivir… Yo, por ejemplo.

—¡Baja la voz!

—¡Favin! —gritó ella, y varias cabezas se giraron en su dirección. Empezó a abrirse paso a través de la concurrencia y Luterin la siguió—. Favin descubrió que las «partidas de caza» de tu padre eran en realidad viajes a Askitosh y que el Oligarca era él. Favin era pura integridad. Se enfrentó a tu padre. Y éste le disparó y lo arrojó barranco abajo, junto a la cascada.

Funcionarias que oficiaban de anfitrionas los interrumpieron y separaron. Luterin aceptó otra copa de yadahl pero tuvo que abandonarla en vista de lo mucho que le temblaban las manos. Poco después, se le presentó una nueva oportunidad de hablar con Insil, interrumpiendo a un religioso que departía con ella.

—Insil…, ¡sabes cosas terribles! ¿Cómo supiste lo de mi padre y Favin? ¿Estabas allí? ¿Es todo mentira?

—Claro que no. Lo descubrí más tarde…, mientras tú te escondías en la postración…, mediante mi método habitual, el fisgoneo. Mi padre lo sabía todo. El se alegraba, ya que la muerte de Favin era un castigo para mí… No podía creer lo que estaba escuchando. Mientras él se lo contaba a mi madre, ella reía. Aquello no podía ser cierto. Sin embargo, a diferencia de ti, no perdí el conocimiento durante un año…

—Y yo sin sospechar nada… Tan fatalmente inocente.

Ella le dirigió una de sus miradas superciliares. Sus iris parecían más grandes que nunca.

—Y sigues siéndolo. Oh, es tan evidente…

—¡Insil, resiste la tentación de enemistarte con todos!

Pero su mirada ya se había endurecido cuando dijo:

—Nunca me ayudaste en nada. Tengo la certeza de que los hijos conocen intuitivamente la verdadera naturaleza de sus padres y no se dejan engañar tan fácilmente por sus disfraces externos. Tú, intuitivamente, conocías la verdadera naturaleza de tu padre y simulaste estar muerto para escapar a su venganza. Pero, en verdad, fui yo la que murió entonces.

Asperamanka se acercaba.

—Nos encontraremos en el pasillo dentro de cinco minutos —dijo Insil apresuradamente. Luego, se volvió, sonrió y alzó con ligereza una mano.

Luterin se alejó. Apoyado contra una pared, luchaba con sus pensamientos:

—Oh, Escrutadora… —suspiró.

—Imagino que, tras tu soledad, las multitudes te resultarán abrumadoras —dijo amablemente alguien al pasar.

En realidad, sentía que en su interior todo estaba revuelto. Las cosas no habían sido, él no había sido, como había querido creer. Incluso su actuación en el campo de batalla… Aquello no había sido el fruto de la valentía sino un estallido de antiguos rencores. ¿No serían todas las batallas erupciones de frustración acumulada en lugar de actos deliberados de violencia? Comprendió que no sabía nada. Nada. Temeroso del saber, se había aferrado a la inocencia.

Recordó de pronto haber percibido el momento exacto de la muerte de su hermano. Favin y él habían sido muy unidos. Una tarde, sintió que la muerte de su hermano lo golpeaba psíquicamente, a pesar de que su padre la anunciaría como ocurrida al día siguiente. Esa ínfima discrepancia se había alojado en su joven conciencia, envenenándola. Intuía que llegaría el momento en que podría alegrarse de liberar a su organismo de ese veneno. Pero el momento no había llegado aún.

Le temblaron las piernas.

Sumido en aquel torbellino de pensamientos, estuvo a punto de olvidar a Insil. Temió por ella: su conducta era muy extraña. Se apresuró por llegar al pasillo indicado, a pesar de que también temía seguir escuchándola.

Engalanados dignatarios le fueron saliendo al paso, hilvanando categóricos comentarios referentes a la solemnidad de la ocasión, y de cuánto más duras serían las condiciones de allí en adelante. Mientras conversaban, devoraban pequeños canapés con la forma de diversas aves. Luterin pensó que ni sabía ni le importaba saber en qué consistía la ceremonia en la que se había visto envuelto.

La conversación se fue apagando y todos los ojos se dirigieron hacia el extremo opuesto de la sala.

Other books

Cairo by Chris Womersley
Day of Reckoning by Stephen England
A Bad Man: Joey by Jenika Snow
The Rivals by Joan Johnston
Murder Team by Chris Ryan
Roma de los Césares by Juan Eslava Galán
Get Somebody New by Lewis, Michael
When the Dead by Kilmer, Michelle