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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (51 page)

Ebstok Esikananzi y Asperamanka subían una escalera en espiral que conducía a una galería superior.

Luterin aprovechó la oportunidad para ganar el pasillo. Insil se reunía con él un minuto después, el delgado cuerpo inclinado hacia adelante por efecto de la prisa. Con una pálida mano sostenía algunos pliegues de su falda para levantarla del suelo; sus joyas brillaban como la escarcha.

—He de ser breve —dijo, sin más preámbulos—. Me vigilan estrechamente, salvo cuando están bebidos o celebran sus ridículas ceremonias…, como ahora. ¿A quién le importa si el mundo se hunde en la negrura? Escucha, en cuanto podamos salir de aquí, irás a ver al pescadero de la aldea. Su tienda está al final de la calle Santidad.;Lo has entendido? No se lo digas a nadie. Como reza el dicho, «la castidad para las mujeres; para los hombres, la discreción». Sé discreto. —¿Y después qué, Insil? —Como cuando jóvenes, volvía a hacerle preguntas.

—Mi querido padre y mi querido marido planean quitarte de en medio. No te matarán, según he podido saber: no estaría bien mirado y además te deben eso al menos por haberlos librado oportunamente del Oligarca. Limítate a escurrirte después de la ceremonia y ve a la calle Santidad.

Él clavó su mirada impaciente en los hipnóticos ojos de ella.

—Y esa reunión secreta… ¿de qué tratará?

—Yo sólo soy el mensajero, Luterin. Supongo que no habrás olvidado el nombre de Toress Lahl.

XVII - OCASO

Trockern y Ermine dormían. Shoyshal había salido. El geonauta que los impulsaba se había detenido y estaba liberando suavemente su pequeña y blanca progenie hexagonal.

Sartorilrvrash se despertó y se desperezó con un bostezo. Se sentó en el catre y empezó a rascarse la blanca cabeza. Acostumbraba dormir la segunda parte del día y despertarse a medianoche para pensar durante las horas oscuras, cuando su espíritu podía comulgar con la errante Tierra, y enseñar a partir del alba. Era el maestro de Trockern. Se había bautizado a sí mismo con el nombre de un peligroso y viejo sabio que había vivido en Heliconia y con cuyo gossi había establecido contacto empalico.

Un rato después, se puso de pie y salió. Estuvo mirando largamente las estrellas, disfrutando de la sensación nocturna. Después, regresó a la habitación y despenó a Trockern.

—Estoy durmiendo —dijo éste.

—De lo contrario, no podría haberte despertado.

—Zzzz.

—Me has robado algo, Trockern. Me has robado mi explicación de por qué se complicaron las cosas en la Tierra. Para impresionar a tus damiselas.

—Como verás, sólo lo he logrado en un cincuenta por ciento —respondió Trockern, señalando a la dulcemente dormida Ermine, cuyos labios estaban prietos como si estuviese a punto de besar a alguien en su sueño de verano.

—Por desgracia, has utilizado mis argumentos de manera errónea. Esa posesividad, que constituyó en otros tiempos una característica esencial de la humanidad, no era motivada por el miedo, como has planteado tú… Aunque, si mal no recuerdo, lo llamaras «perpetua desazón». Era, en cambio, un producto de la innata agresividad. Los antiguos humanos no temían lo suficiente; de lo contrario, jamás hubiesen construido conscientemente armas capaces de destruirlos. La raíz de todo aquello hay que buscarla en la agresión.

—Pero, ¿no es la agresión una consecuencia del temor?

—No trates de complicarte antes de saber andar. Si tomas como ejemplo a Heliconia, verás cómo cada generación ritualiza su agresividad y sus matanzas. Las primeras generaciones terráqueas a las que te referías no sólo buscaban poseer territorios y gentes.

—En verdad, SartoriIrvrash, no puedes haber dormido bien esta tarde.

—En verdad duermo, y me despierto en verdad —apoyó el brazo en los hombros del joven—. Se puede hilar aún más fino. Aquellos hombres primitivos deseaban poseer también a la Tierra, esclavizarla bajo el cemento. Pero sus ambiciones no acababan allí. Sus políticos hicieron lo posible para extender sus dominios al espacio, mientras la gente común soñaba con invadir la galaxia y gobernar el universo. Eso era agresión y no miedo.—Puede que tengas razón.

—No te des por vencido tan fácilmente. Sí puedo estar en lo cierto es que también podría no estarlo. Es menester que conozcamos la verdad acerca de nuestros antepasados; por más malvados que fueran, nos brindaron la oportunidad de entrar en escena.

Trockern bajó de su litera. Ermine, profundamente dormida, suspiró y se dio vuelta.

—Hace calor. ¿Qué te parece si damos una vuelta? —propuso SartoriIrvrash.

Cuando se internaban en la noche, arropados por el manto de estrellas, Trockern dijo:

—¿Tú crees, maestro, que repensar nos hace mejores?

—En términos biológicos, supongo que no cambiaremos nunca. Pero, con suerte, podríamos mejorar nuestras infraestructuras sociales. Me refiero al tipo de labor que llevan a cabo actualmente nuestras extituciones: una nueva y revolucionaria integración de los principales teoremas de la ciencia física a las ciencias humanas, sociales y vitales. Por supuesto, como seres biológicos que somos, nuestra Junción principal está al lado de la biosfera, para la que, cuanto más estables, más útiles seremos. Sólo cambiaría nuestro papel si la biosfera volviese a experimentar algún tipo de cambio.

—Pero la biosfera cambia constantemente. El verano es distinto del invierno, incluso aquí, en la franja tropical.

SartoriIrvrash, con la mirada perdida más allá del horizonte, dijo como ausente:

—Verano e invierno son funciones de una biosfera estable, son fases de la respiración de Gaia en su deambular. La humanidad debe actuar dentro de sus límites funcionales. A los agresivos, este punto de vista siempre les pareció pesimista. Sin embargo, ni siquiera es visionario: es de puro sentido común. Y no lo será sólo si te han inculcado durante toda la vida que, en primer lugar, la humanidad está en el centro de todas las cosas, que los hombres son los Señores de la Creación y, en segundo lugar, que podemos aumentar nuestro botín a expensas de otros. Este punto de vista no trae más que miseria, como nos lo demuestra nuestro pobre planeta hermano que está allá lejos. Lo único que tenemos que hacer para aumentar el caudal de vida global es apeamos de la idea de que el mundo o el futuro son, en un modo u otro, «nuestros».

—Supongo que cada uno de nosotros ha de comprenderlo por sí mismo —dijo Trockern. Le encantaba mostrarse humilde después del atardecer.

Repentinamente exasperado, Sartorilrvrash dijo:

—Sí, desafortunadamente es así. Estamos condenados a aprender de la cruda experiencia y no de felices ejemplos. Y es ridículo. No creas que estoy satisfecho del actual estado de cosas. Para empezar, Gaia es una perfecta inocente si nos deja tanta libertad. ¡Al menos, en Heliconia la Escrutadora Original plantó a los phagors para mantener a la humanidad en raya! —Trockern se unió a su risa. —Ya sé que me encuentras lascivo —dijo éste—, pero, ¿no es Caía igualmente lasciva al ir desovando sin pausa en todas direcciones?

Su maestro le dirigió una filosa mirada:

—Todo debe producir en abundancia, a fin de que todo lo demás tenga de dónde alimentarse. Quizá no sea el mejor de los sistemas: siempre guisados y amontonados en un caldo químico… Pero eso no quiere decir que no podamos imitar a Gata y alcanzar, como ella, nuestra propia homeostasis.

En lo alto, la luna mostraba su último cuarto. Sartorilrvrash señaló la rojiza estrella que ardía cerca del horizonte.

—¿Ves Antares? Un poco al norte está la constelación de Ophiuchus, el Portador de Serpientes. En Ophiuchus, a unos setecientos años luz de distancia de la Tierra, hay una gran nebulosa que oculta un racimo de estrellas jóvenes. Entre ellas está Freyr. Sería una de las doce estrellas más luminosas del firmamento si no fuera por la nebulosa. Y ahí están también los phagors.

Los dos hombres contemplaron la distancia en silencio. Luego, Trockern dijo:

—¿Te has detenido a pensar, maestro, en lo parecidos que son los phagors a los demonios y diablos que atormentaban las mentes de los cristianos?

—No se me había ocurrido. Siempre me recordaron otra alusión del pasado: el minotauro de la antigua mitología griega, una criatura atascada a mitad de camino entre el hombre y la bestia, perdida en los laberintos de su propia lujuria.

—Supongo que crees que los humanos de Heliconia deberían intentar coexistir con los phagors para mantener el equilibrio biosférico.

— «Supongo…» Suponemos demasiado. —Un largo silencio siguió a estas palabras. Por fin, como con desánimo, Sartorilrvrash dijo:—Sin deseo alguno de ofender a Gaia y a su hermana Portadora de Serpientes de allá ajuera, a veces estas dos se comportan como viejas comadronas. La humanidad mamó la agresividad de sus vientres. Es decir, para usar otra antigua analogía: phagors y humanos son como Caín y Abel, ¿no es verdad? Uno de los dos sobra… Por encima de las cabezas del público sonaron unas trompetas de voz dulce y apagada, muy distintas a las dianas que, enterradas para todos salvo para Luterin en las profundidades de aquel monasterio, llamaban a las tareas cotidianas.

En la gran sala, los funcionarios apuraron el último canapé aviforme y pusieron cara de circunstancia. Al pasar a su lado, Luterin se sentía demasiado grueso entre tantas figuras ectomorfas. Perdió de vista a Insil.

El Guardián y el Maestro, el padre y el marido de Insil, bajaban la escalinata en espiral. Llevaban túnicas de seda de color carmín y azul sobre sus ropas y unos extraños sombreros les cubrían la cabeza. Sus rostros parecían hechos de una aleación de plomo y carne.

Se dirigieron, codo con codo, a las ventanas encortinadas. Una vez allí, se detuvieron y saludaron a los asistentes con una reverencia. El silencio dominó la sala, los músicos se retiraron de puntillas, haciendo rechinar el suelo.

El primero en hablar fue el Guardián Esikananzi:

—Todos conocéis las razones por las que, muchos siglos atrás, fue construido el monasterio de Bambekk. Lo fue para servir a la Rueda… Conocéis asimismo la razón por la que los Arquitectos construyeron la Rueda. Estamos aquí reunidos sobre el mayor acto de fe jamás logrado/emprendido por la humanidad. Pero quizá me permitiréis pueda recordaros por qué nuestros ilustres ancestros habrían de elegir este lugar en particular, precisamente éste, que algunos consideran sitio en una parte algo remota del continente de Sibornal… Permitidme que llame vuestra atención a la banda de hierro que, bajo los pies de algunos de vosotros, divide esta abovedada sala en dos. Esa banda marca la latitud exacta a la que se encuentra este edificio. Estamos a cincuenta y cinco grados al norte del ecuador, exactamente sobre ese paralelo. No necesito recordaros que esa línea coincide con el Círculo Polar.

Llegado a este punto de su discurso, hizo una señal a un sirviente. Éste corrió las cortinas que ocultaban la ventana.

La ventana miraba al sur y ofrecía una vista de la aldea. Había buena visibilidad y todo se delineaba con bastante claridad, incluido el lejano horizonte, casi plano a no ser por una delgada pelliz de árboles denniss.

—Qué afortunados somos. La nube se ha disipado. Tendremos el privilegio de contemplar un solemne evento que el resto de Sibornal deberá contentarse con conmemorar.

Entonces, el Maestro Asperamanka se adelantó y empezó a hablar en un envarado Alto Dialecto:

—Dejadme que recoja la expresión de mi buen amigo y colega, «afortunados». Sin duda, tendernos a ser/somos afortunados. La Iglesia y el Estado han mantenido/ mantienen/seguirán manteniendo unida a la gente de Sibornal. La plaga ha sido/está casi erradicada y hemos ejecutado prácticamente a todos los phagors que había en nuestro continente… Sabéis que nuestros navíos dominan los mares. Además, estamos ahora/vamos a construir una Gran Muralla como acto de fe comparable a nuestra formidable Gran Rueda… Esta es/proclamamos una Nueva Gran Era. La Gran Muralla se extenderá al norte de Chalce. Contará con torreones de guardia cada dos kilómetros y sus muros tendrán siete metros de alto. Esa muralla, sumada a nuestros navíos, mantendrá/tiene a raya a cualquier enemigo de nuestro continente. Aunque el Día de Myrkwyr preanuncia la llegada del Invierno Weyr, nosotros sobreviviremos a él, nuestros nietos también sobrevivirán a él y otro tanto harán los nietos de nuestros nietos. Volveremos a emerger en primavera, en la Gran Primavera próxima, y toda Heliconia será entonces nuestra.

Si aplausos aislados y expresiones de apoyo habían jalonado distintos pasajes de su discurso, el aplauso final fue clamoroso. Asperamanka bajó la vista para ocultar el brillo de satisfacción que trasuntaba su rostro. Ebstok Esikananzi alzó la mano. —Amigos, son las doce menos cinco de esta fecha señalada. Observemos el horizonte austral. Dado que estamos atravesando el pequeño invierno, Batalix se encuentra sumergido detrás de ese horizonte, del que emergerá con su esmirriada luz dentro de cuatro décimos pero…

Sus palabras se perdieron en el bullicio de pies que se acercaban a la ventana.

Abajo, en la aldea, acababan de encender una fogata. Los aldeanos, pequeños como hormigas, elevaban sus brazos, envueltos en sus abrigos de lana o de piel.

Se repartieron bebidas frescas entre los espectadores de la sala abovedada. Estos las ingerían en cuanto podían echarles mano y extendían las copas vacías para que se las volviesen a llenar. Cierto desasosiego se había instalado entre los concurrentes, cuyas lóbregas caras contrastaban con los gestos alegres de las hormigas en torno a la fogata.

Una campana empezó a dar las doce. Como si hubiese estado esperando la señal, algo cambió en el horizonte austral.

Se podía ver una carretera que partía de la aldea para perderse, serpenteando, en el horizonte. Todo lo demás era de un blanco inmaculado: los árboles, los edificios, las heladas siluetas. De las casas, trozos de nieve que navegaban en el viento como el humo de velas recién apagadas, se desprendían sin cesar. El horizonte en sí estaba despejado, amanecido…, encendido por la luz del alba.

Un rojizo ribete asomó por encima de su quebradiza silueta, pintándola de un rojo espeso, del color de sangre helada: era la coronilla de Freyr.

—¡Freyr! —exclamaron las gargantas de los congregados, como si decir este nombre les otorgase algún poder sobre la estrella.

Un haz de luz se extendió por el mundo, arrojando sombras, inundando de tintes rosáceos una cadena de distantes colinas hasta hacerlas brillar contra el cielo opaco. Las caras de los espectadores privilegiados se riñeron de rojo. Sólo la aldea, allá abajo, con sus hormigas reunidas en círculos, permaneció en sombras.

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