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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Indiscreción (22 page)

—Tengo que ir a hablar con alguien, tesoro.

Acude al mostrador de información y pide que le reserven hotel para esa noche en Londres. ¿La
signora
tiene alguna preferencia? Hace mucho que Maddy no va a un hotel en Londres. Normalmente se quedan en casa de amigos, pero en ese momento no le apetece. Se acuerda de un hotel donde se alojó una vez con su abuela. Era precioso, discreto, estaba en un callejón sin salida cerca de St. James’s. No sabe si seguirá allí. El hombre afirma que no sólo es así, sino que tiene habitaciones disponibles para esa noche. Una
deluxe king room
. El precio es de más de setecientos dólares.

—Perfecto —contesta Maddy, lanzando un suspiro—. Nos la quedamos.

Vuelve con Johnny y mira el teléfono, que ha puesto en silencio a propósito. Ve varias llamadas perdidas de Harry. No quiere hablar con él. En ese momento no. Puede que nunca. Comprueba el correo electrónico: también hay varios mensajes suyos. No los abre. «¿Dónde estás?», dice uno en el asunto. «Llámame», otro. No puede hacerlo. Los pasa por alto y se mete el teléfono en el bolsillo, pero no se queda ahí. Maddy tiene que pensar, hacer planes. De modo que ¿qué hace?

Me escribe un correo a mí, como es natural.

Estoy sentado en mi despacho cuando entra el mensaje. El asunto es «Maddy», y dice así: «Johnny y yo volvemos a Nueva York. Desde Londres. ¿Podemos quedarnos unos días contigo? Gracias. Te quiere, M.»

Le contesto en el acto: «Mi casa es tu casa.
[1]
¿Estás bien?»

«Te cuento mañana. Gracias. Eres un sol.»

Mis dedos teclean: «¿Puedo hacer algo? ¿Te voy a buscar al aeropuerto?»

«No hace falta —me contesta—. Llego sobre las seis. Cogeré un taxi.»

3

Y ¿qué hay de la tercera persona de este drama? (Naturalmente no me incluyo, porque no soy más que el amanuense.) ¿Qué hay de Claire?

Voy a dar detalles de los que no me enteré hasta más adelante. Cuando no está con Harry, lleva la vida de siempre. Harry le dijo que no podría verla durante unas semanas, y que él y Maddy volverían a Nueva York antes de lo previsto. Ella se emocionó, pero también se puso nerviosa. ¿Cómo cambiaría esa cercanía su relación? ¿Podría verle más? ¿O menos? Pasó por alto la pregunta, como una grieta en el techo, a sabiendas de que tendría que abordarla en algún momento. De modo que permaneció a la espera.

Levantarse temprano, cuando aún es de noche. Ducharse, elegir lo que se va a poner, la ropa interior. Coger el metro para ir al trabajo. A solas con sus pensamientos, en su cama. Pasar el día delante del ordenador, asistir a reuniones, llamar por teléfono, comer en el puesto de trabajo o quizá con un compañero, escribir correos electrónicos y artículos. Por la tarde ir a clase de yoga o a cenar con los amigos. Es popular, lógico. Chicas guapas y jóvenes irónicos con trajes ajustados. Restaurantes en Tribeca, en Williamsburg. Fiestas e inauguraciones.

Los días pasan esperando que Harry la llame y le cuente cuál será su próxima aventura compartida. Tiene una maleta hecha junto a la puerta. Se siente satisfecha, y se abandona al secreto, a su otra vida desconocida. Confiando en algo que ninguno de los dos quiere en realidad. Aterrorizada con las consecuencias, pero sin hacer nada por evitarlas.

Para todos los demás es una mujer soltera. Una noche, en una cena, está sentada al lado de un arquitecto. La anfitriona, una vieja amiga suya de la facultad, ahora casada, le ha hablado de él. Tiene más o menos su edad, es atractivo. Los dientes blancos, los dedos delicados y una risa fácil. Acaba de volver de Shanghái. Es la tercera vez que va allí. La ciudad está creciendo como un hormiguero, le dice. Su estudio tiene mucho trabajo. Hay una increíble riqueza, ganas de forjar un futuro nuevo. Está estudiando mandarín. A mitad de la cena se da por sentado que la llevará a casa. En la escalera de la entrada la besa. Llueve ligeramente.

—¿Puedo subir? —pregunta. Ella se muerde el labio, rehuyendo su mirada. Le pone la mano afectuosamente en el pecho.

—Me gustaría, pero no puedo —le contesta.

—¿Hay alguien?

Ella afirma.

—Lo siento.

—Lo entiendo —asegura él—. En cualquier caso, me lo he pasado muy bien.

Claire le ve adentrarse en la noche, volver la cabeza y decirle adiós en la esquina. En el taxi decidió que se acostaría con él, pero luego cambió de opinión. Por un momento está a punto de llamarlo.

¿Por qué no lo hace? ¿Por qué no disfrutar cuando puede? ¿Por qué privarse de ese placer? ¿Cree que ser fiel hará que la balanza se incline a su favor o incluso la libre de su culpa? ¿Un sacrificio para aplacar a los dioses? ¿Que, tal vez, milagrosamente, un pequeño acto por su parte, como arrancar los pétalos de una margarita o no pisar las grietas de la acera, hará que las cosas salgan bien? No, a esas alturas ella ya sabe que no podrá ser. Es demasiado tarde. Pase lo que pase, será terrible para al menos uno de ellos, puede que para todos. Como un marinero en medio de la tormenta, reza para llegar a tierra firme.

Está en el trabajo cuando llega el correo de él. El asunto: «Maddy lo sabe.» La invade un horror pasajero. Se lleva la mano a la boca mientras lanza un grito mudo. Atontada, se queda mirando la pantalla. Duda de las palabras, las lee varias veces. Abre el correo, temerosa de lo que pueda ver, pero no hay nada más. La falta de información lo empeora todo más, si cabe.

¿Qué es lo que «sabe» Maddy? ¿Cuánto sabe? Le escribe: «¿Estás seguro? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás?» Las palabras desaparecen en el vacío, sin saber si obtendrán respuesta. No la hay. Claire espera. Cinco minutos. Diez. Es una tortura. Envía otro correo sólo con el asunto: «¿Estás ahí?» Pero, al igual que sucede si se tira de la cuerda de un salvavidas que ha sido cortada, al otro extremo no hay nada.

No aguanta sentada a la mesa, necesita salir fuera, caminar, escapar.

—Tengo que irme —le dice a su jefe—. Vuelvo luego.

Por el camino entra en los aseos de señoras y vomita.

Cuando vuelve a casa es tarde. Se ve reflejada en el espejo: tiene la mirada angustiada, la cara blanca. Se ha pasado la tarde entera mirando el teléfono, esperando el familiar pitido que la informa de la llegada de un mensaje. El miedo que sentía antes ha dado paso a la ira. Se siente aislada, a la deriva, abandonada. ¿Por qué no escribe Harry o la llama? Sería tan fácil… Sólo una palabra o dos para darle consuelo, información, pautas, la absolución. En la pantalla, nada. Entran los correos de rigor de compañeros, amigos; pero no los lee. Son poco importantes, como reservar mesa para cenar durante un terremoto. Tras servirse una copa de vino, pone música y se sienta en el sofá, con la vista clavada en la fotografía que les hicieron en Montmartre. No hay nada más que hacer.

Cuando suena el teléfono son más de las nueve, más de las tres de la mañana en Roma.

—Soy yo —dice él.

—¿Por qué no has llamado? Me estaba volviendo loca.

—Y yo.

—¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?

—Estoy en Roma. —Se le traba la lengua. Claire intuye que ha estado bebiendo—. Maddy se ha ido —anuncia—. Se ha llevado a Johnny.

—Dios mío.

Le cuenta que llegó a casa, que se encontró el escritorio volcado y Angela se puso a gritarle y a insultarle en italiano. Le estaba esperando para decirle lo que pensaba de él. Y no le costó captar la idea de lo que le decía:
«Sono partiti, stronzo stupido. Non poteva tenere il cazzo nei pantaloni.»
Se han ido, cerdo estúpido. No podía dejar quieto el rabo en los pantalones. Escupió en el suelo y salió dando un portazo.

Harry llamó al móvil a Maddy, pero no se lo cogió. No sabía lo que había pasado. Echó un vistazo en el piso en busca de pistas: cajones abiertos, perchas sin ropa. Puso de pie la mesa y empezó a recoger los papeles cuando vio el extracto arrugado de la tarjeta de crédito. Cerró los ojos, la magnitud de su estupidez lo desgarró.

—He estado llamando a hoteles, a amigos —le cuenta—. No los localizo.

—¿Has probado con Walter?

—Todavía no. Es mi último recurso.

—¿Y si se han ido de Roma? ¿Habrán vuelto a Nueva York?

—No lo sé. Es demasiado tarde para volar a Nueva York. Tendrían que esperar hasta mañana.

—¿Qué vas a decir cuando des con ellos? ¿Qué le dirás a Maddy?

—No lo sé.

—¿Sabe lo mío?

—La verdad es que no sé lo que sabe.

Ella no contesta, y por un instante se hace el silencio en la línea.

—Y ¿qué hay de nosotros? —pregunta Claire al cabo de un rato. Es lo único que le importa.

Él suspira.

—No lo sé. Primero tengo que hablar con Maddy.

—Claro, lo entiendo —contesta ella.

Entre ellos ha caído un telón. No era ésa la respuesta que Claire esperaba oír.

—Lo siento —se disculpa Harry—. Esto es un auténtico desastre, necesito solucionarlo. Aquí es muy tarde, ahora mismo estoy cansado, nervioso, asustado y algo borracho. Te llamo o te mando un correo cuando sepa más, ¿vale?

Ella cuelga.

—Que te den, Harry —le espeta, y rompe a llorar.

4

Casi no pude dormir la noche que Maddy me dijo que volvía. En parte me entusiasmaba el hecho de que viniera a quedarse conmigo. Incluso me tomé libre el resto del día y me fui corriendo a casa poco después de recibir su último correo para ponerme a limpiar, hacer camas, ir al supermercado, buscar comida que pudiera gustarle a un niño de nueve años. Compré galletas, cereales, zumo de fruta, palomitas de maíz. ¿Qué más? Siempre podíamos pedir pizza si quería, pero había estado viviendo en Roma, así que tal vez no le hiciera tanta gracia la comida italiana como se la habría hecho en otras circunstancias.

Estaba preocupado. A la mañana siguiente vi que había recibido varios mensajes desesperados de Harry, de muy tarde. ¿Había hablado conmigo Maddy? ¿Sabía dónde estaba? ¿Dónde estaba Johnny? Me quedé mirando la pantalla, vacío por dentro. Era evidente que había pasado algo gordo, pero no sabía qué. Titubeé, preguntándome si contestarle o no, preocupándome por si al hacerlo traicionaba de alguna manera a Maddy. Por último escribí: «Maddy y Johnny regresan a Nueva York. Me escribió un correo electrónico la otra noche. ¿Qué demonios está pasando?»

Pero no hubo respuesta. Por lo menos no inmediatamente. Supuse lo peor.

Huelga decir que pasé por alto lo que me dijo Maddy y alquilé una limusina para ir a buscarla al aeropuerto. Llegué pronto, claro está, no quería arriesgarme a que ya se hubieran ido. Los vi antes de que ellos me vieran a mí. Maddy estaba ojerosa, pero igual de guapa que siempre, la melena de pelo rubio rojizo enmarcando su rostro. Johnny rezagado, como si fuese un refugiado de nueve años.

—Eres increíble —dice ella, abrazándome—. Te dije que no te molestaras.

—Lo sé, pero ¿desde cuándo te hago yo caso? —Y a Johnny—: Hola, fiera, ¿cómo lo llevas?

—Estoy bien, tío Walt. ¿Has hablado con papá?

Maddy me mira.

—Pues no, la verdad —contesto, y le alboroto el pelo y añado—: Me alegro mucho de verte, chavalote. Supongo que estarás cansado, ¿no?

El niño asiente y no dice nada.

—Los dos estaréis cansados. Deja que te ayude con eso —me ofrezco, haciéndome cargo del equipaje. Maddy está demasiado agotada para discutir, que es lo que haría normalmente—. Tengo un coche esperando fuera.

—¡Guay! —exclama Johnny al ver la limusina. Es extralarga. Por lo general me parecen vulgares, pero confiaba en obtener esa clase de respuesta.

Johnny se sube, se acomoda en el asiento que discurre a lo largo de un lateral del vehículo y se pone a enredar con las copas, los decantadores y los distintos botones e interruptores.

—¿Habías estado alguna vez en una de éstas? —le pregunto.

—No —responde él.

—Dios mío, en Europa se me había olvidado que había coches de este tamaño —observa Maddy entre risas—. Es enorme.

—Lo sé. Y absolutamente ridículo, ¿no?

—Me siento como una estrella del rock o una reina del baile de fin de curso —afirma. Y agrega, seria—: Gracias, Walter. —Me pone la mano en la rodilla.

—¿Un tupido velo de silencio? —le pregunto.

Ella asiente.

—Por ahora, si te parece. Hablemos de otras cosas. ¿Cómo estás? ¿Alguna novedad?

Aprovecho para ponerla al día de los chismorreos de la ciudad, guardándome muy mucho de hacer referencia a ningún conflicto conyugal: quién está arruinado, quién borracho, quién ha salido del armario, los hijos de quién han entrado en Yale, los de quiénes no. Al ser yo antiguo alumno, entrevisté a algunos de ellos para conocerlos y responder a sus preguntas, y no sé qué me sorprendió más, si lo jóvenes que parecían o el ahínco con el que trabajaban. Y no sólo estudiaban, sino que también prestaban servicios a la comunidad, hacían teatro, recibían clases de violín, cogían trabajillos en verano, practicaban deportes. Sé que a su edad yo nunca tuve semejante empuje ni diligencia.

Uno de los muchachos con los que me reuní no entró, le cuento a Maddy. Había ido a un buen instituto, tenía buenas notas y parecía un buen chico. Mi valoración fue positiva, pero por alguna razón los que realmente deciden quiénes entran y quiénes no dieron con un motivo para no aceptarlo. Le comento a Maddy que el padre del muchacho, compañero de clase nuestro, me llamó hecho una furia exigiendo saber qué había pasado y qué iba a hacer yo al respecto. En mi opinión, le digo a Maddy, probablemente a los de admisiones no les hubiese importado coger al chico si el padre no hubiese formado parte del paquete.

—Siempre fue un capullo pedante —asegura ella, y se ríe, sacudiendo la cabeza. Me alegro de hacerla sonreír. Cuando bajó del avión parecía un muerto viviente.

Llegamos a mi casa. Vivo al lado mismo de Central Park, en la calle 70, no muy lejos del enorme piso de mis padres. Me sigo cortando el pelo en la misma barbería a la que iba de pequeño, sigo yendo a la misma iglesia en la que me bautizaron y confirmaron, frecuento los mismos restaurantes. Mi vida la define la geografía de mi infancia. En las calles hay niños del colegio al que yo iba, con chaqueta y corbata, que guardan un inquietante parecido conmigo y con mis amigos de hace varias décadas. ¿Tan extraño es que tenga la sensación de aún no ser del todo un adulto?

Uno de los porteros nos ayuda con el equipaje. Le presento a Maddy y a Johnny, diciendo: «Hector, éstos son la señora Winslow y su hijo. Se quedarán unos días conmigo.» Les da la bienvenida y me dice que los inscribirá en el libro de visitas. Haría cualquier cosa por mí. Vale la pena dar un buen aguinaldo.

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