Read Indiscreción Online

Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Indiscreción (28 page)

—Sí.

Claire asiente de nuevo, sin atreverse a mirar a los ojos a Maddy.

—Ya. Y él, ¿te quiere?

—No lo sé. Creo que sí.

El amor es, naturalmente, peor incluso que el sexo. El sexo no es más que una traición del cuerpo. El amor, del corazón.

Maddy se levanta, se acerca a una mesita que hay en el otro extremo de la habitación y saca un paquete de tabaco de un cajón. La mano le tiembla un tanto al encenderse un cigarro. Da unas caladas, de espaldas a Claire, mirando al jardín, viendo gotear la lluvia de las ramas. Los brazos cruzados, se vuelve hacia Claire y pregunta:

—¿Cuándo pasó?

Claire se suena en la servilleta, sigue evitando la mirada de Maddy.

—En otoño, cuando Harry vino a Nueva York. Coincidimos en una fiesta, yo le invité a subir a mi casa para tomar una copa y…

Maddy levanta la mano.

—Gracias, es suficiente. Creo que no quiero oír más. Tan sólo quiero hacerte una última pregunta. ¿Por qué me cuentas todo esto?

—Porque quería que supieras cuánto lo siento y que Harry te seguirá queriendo aunque os divorciéis. No sabe que he venido. Si lo supiera, se pondría furioso.

—¿Lo has visto? —inquiere Maddy con voz entrecortada. Si pensaba que no podía llevarse más sorpresas, se equivocaba.

—Sí.

—¿Cuándo?

—Este fin de semana.

—¿Te acostaste con él?

Claire vacila, y acto seguido hace un gesto afirmativo.

—Sí.

Maddy cierra los ojos.

—Ya.

Claire permanece a la expectativa. Aguardando. Las lágrimas humedeciéndole las mejillas.

—Claire, gracias por venir. No puedo decir que me alegre oír lo que me has contado, pero admiro tu valor. No sé qué esperabas de mí, y siento decepcionarte si pensabas que me pondría histérica o empezaría a insultarte o a tirarte cosas.

—No, la…

—Por favor, déjame terminar. Lo que sí quiero decir es lo mucho que me entristece que hayas traicionado así nuestra amistad. Cuando entraste en nuestras vidas, el verano pasado, creí que eras una persona muy diferente de la que has resultado ser. Te acogí, te acogimos, y así es como nos lo pagas. No sé cómo puedes vivir con esto sobre tu conciencia, no lo sé.

—Maddy…

—Creo que será mejor que te vayas. Ya me tragué tus lágrimas una vez. Por favor, no me insultes más pensando que voy a picar de nuevo.

Va hacia la puerta. Claire la sigue.

—Maddy, no…, no sabía qué esperar de venir aquí, pero confiaba en que al menos intentases perdonar a Harry y no odiarme a mí.

—No creo que pueda prometerte ninguna de esas dos cosas. Y ahora, por favor, vete.

Voy a verla esa tarde. Maddy me llamó para que fuera, hecha una furia.

—¡La muy zorra! —gritó por teléfono—. ¡La muy zorra!

Cuando llego ya está borracha, en la encimera de la cocina una botella de vodka. Charcos de hielo derretido. Es difícil saber cuándo ha empezado. Probablemente no mucho después de que se fuera Claire.

Está llorando. Me cuenta la conversación, la bandeja del té aún en la mesa de cristal de Mies Van der Rohe del salón. Veo que han tirado una taza. Los restos, un montoncito caro en el suelo. Moquea, tiene saliva en la boca, la cara mojada por las lágrimas. La conozco desde hace años y nunca la había visto así. Le ofrezco mi pañuelo. Lo coge y se lo queda.

—Iré a ver si Johnny está en la cama —le digo.

Ella hace un gesto con la mano, incapaz de hablar.

Subo. Gloria está con Johnny, leyéndole un cuento antes de dormirse.

—Hola, muchacho —lo saludo—. Mamá me ha pedido que te dé las buenas noches de su parte y que te diga que te quiere.

—¿Qué le pasa a mamá?

—Nada. Esta noche está algo cansada.

—¿Por papá?

—No —respondo con una risilla—. Ya te lo he dicho, sólo está cansada. —Me inclino y le doy un beso en la frente. Está claro que no me cree. Así es como los niños aprenden a no fiarse de los adultos—. Te verá por la mañana. Que duermas bien.

—Buenas noches, tío Walt.

Le doy las buenas noches a Gloria con un movimiento de cabeza y me voy.

Abajo Maddy está fumando. Preparo dos copas.

—Más te vale que no hayas venido pensando en comer —me advierte—. La comida interfiere con el alcohol. Que le den. No voy a volver a cocinar en la puta vida. Vivo en Nueva York. Puedo pedir lo que quiera cuando quiera. Comida tailandesa o mexicana o lo que te dé la puta gana. Sólo hace falta un teléfono y una tarjeta de crédito y un pobre desgraciado te lo trae en bicicleta hasta la puerta. Cocinar es de idiotas. He tardado años, pero por fin me he dado cuenta. ¿Ves todos esos putos cacharros? Pues los voy a vender. Y los libros de cocina los voy a regalar. ¿Qué me dices, Walter? ¿Quieres un puto libro de cocina? Elige el que más te guste. Los tengo a montones: de cocina francesa, italiana, griega, americana…,
nouvelle
,
haute cuisine
. Di uno y seguro que lo tengo. Si empecé a hacerlo fue sólo por Harry. Parecía encantado.

—No, gracias —le digo.

—Buenas noches, señora. Buenas noches, señor Walter —se despide Gloria alrededor de un cuarto de hora más tarde. Lleva puesto el abrigo. Son casi las nueve.

—Buenas noches, Gloria —responde alegremente Maddy—. Hasta mañana. Y gracias por todo.

Después de que Gloria cierre la puerta y eche la llave, Maddy suelta:

—Lo que no entiendo es por qué ella.

Sé a qué se refiere. Lleva siendo un tema recurrente en la conversación toda la tarde, pues Maddy aborda el asunto desde distintos ángulos.

—Me refiero a que estábamos en Roma, donde había todas esas italianas increíbles a las que se podría haber tirado, pero en vez de eso la elige a ella. No le veo el sentido.

No digo nada. Necesita hablarlo. Lo que más le duele es la doble traición.

—Mírame, Walter. A ver, no estoy mal para mi edad, ¿no? Las tetas todavía no se me han caído demasiado, tengo el culo bastante bien y los brazos aún no se me han descolgado, gracias a Dios.

—Eres preciosa, Maddy. Y no deberías preocuparte por eso.

—Entonces ¿por qué debería preocuparme? ¿Eh?

—Desde mi punto de vista, por nada.

Me sonríe y me pone la mano en la mía.

—Gracias, Walter. El bueno de Walter. Siempre has estado cuando te he necesitado.

—Y siempre lo estaré.

Me da unas palmaditas en la mano.

—¿Sabes qué? Creo que estoy un pelín borracha.

—Sólo un pelín.

—Creo que me voy a la cama.

—Buena idea.

Hace ademán de levantarse, pero da un traspié.

—Huuy —dice con una ancha sonrisa—. Puede que necesite que me ayudes a subir la escalera.

Me pongo de pie y ella me rodea el cuello con el brazo. Sólo soy un poco más alto que ella. Uno ochenta con un buen par de zapatos.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, pero no te muevas o me caeré de bruces.

La ayudo a subir la escalera y a meterse en la cama. Mientras tanto, ella no para de reírse.

—Tengo que ir al baño —afirma entre risas—. Espérame aquí. —La acompaño hasta el cuarto de baño y sale poco después, acaba de tirar de la cadena—. Mucho mejor —asegura—. Lista para que me des las buenas noches.

Le retiro la sábana y ella se tira en la cama.

—¿Me ayudas con los zapatos, Walter?

Le quito los zapatos. Ella se desabrocha los pantalones.

—Ahora los pantalones.

—No creo que…

—Ah, vamos, no te cortes. Méteme en la cama como Dios manda. Me merezco que me mimen un poco, ¿no?

La intimidad del momento me abruma. No miro cuando le quito los pantalones, consciente de mi deseo. Así y todo no puedo evitar entrever una tira de ropa interior antes de que meta las piernas bajo la sábana.

—¿Quieres agua? —le pregunto.

—Sí, por favor.

Voy al cuarto de baño y vuelvo al poco con un vaso de agua. Maddy no se ha dormido aún.

—Todo me da vueltas —comenta—. Mierda. No me pasaba esto desde la facultad.

—Túmbate boca arriba y apoya un pie en el suelo —le aconsejo.

Ella obedece.

—Así mejor. Joder, no. Creo que voy a vomitar.

Se levanta, me aparta y va al cuarto de baño haciendo eses. Rebota contra el armario y cierra de un portazo. Espero unos minutos y llamo.

—¿Estás bien?

Oigo la cadena y un quejido. Preocupado, abro la puerta. Maddy está hecha un ovillo al pie de la taza.

—Creo que esta noche me voy a quedar a dormir aquí.

La idea me horroriza.

—De eso nada —le digo—. Arriba.

—No. Me quedo aquí.

—Y yo te digo que no. Me niego a dejarte así. Vamos. —La cojo por los hombros e intento levantarla, pero pesa demasiado. O yo no soy lo bastante fuerte. En cualquier caso, sigue en el suelo—. Maddy, no te voy a dejar ahí.

—Y ¿qué piensas hacer?

Recuerdo cuando me plantaba cara de pequeños, ella encaramada a la rama más alta, amenazando con saltar, y yo suplicándole que no lo hiciera. Una vez saltó y se rompió una pierna. Tuve que ir corriendo a buscar ayuda, y Robert tuvo que llevarla a casa mientras Geneviève llamaba a una ambulancia.

—Déjate de tonterías —razono—. Realmente no quieres dormir en el cuarto de baño.

—Sí que quiero. Es muy cómodo.

—Que no.

—Mira como sí.

—No te voy a dejar. ¿Qué pensaría Johnny?

—Ah, vamos. No seas aburrido. Deja de ser tan aburrido todo el tiempo, Walter. Walter, Walter, siempre tan aburrido.

Eso me dolió. Ahí estaba, inmóvil y borracha en el suelo. Desafiándome. O al menos eso pensaba yo. No podía dejarla así. Después de todo, ¿no era responsabilidad mía?

Así que, una vez más, intento levantarla.

—Huy, Walter —se mofa—. Qué masculino.

—Cierra el pico —le espeto—. Y colabora.

Para sorpresa mía, me deja que la levante. No está gorda, pero es grandota, una antigua atleta, y pesa más de lo que yo creía. Consigo ponerla de pie. Se ríe mientras la llevo de vuelta a la cama.

—Procura dormir —le digo, y apago la luz—. ¿Estás bien?

—La verdad es que no —musita.

—¿Quieres que haga algo más?

—Sí. No te vayas.

Alarga el brazo, y yo le cojo la mano.

—Está bien —contesto, y me siento en la butaca que hay junto a la cama—. Me esperaré hasta que te quedes dormida.

—No, ahí no. Ven aquí —me pide, dando golpecitos en la cama, moviendo el brazo torpemente.

—Es que… —balbuceo.

—Por favor. Creo que necesito que alguien me abrace.

—Vale, está bien.

Me siento en la cama, en el lado de Harry, no me cabe la menor duda, y me quito los zapatos y me echo, completamente vestido. Ella se me arrima, me mete la cabeza por debajo del brazo y la apoya en el pecho.

—Así mucho mejor —dice—. Ya no me da vueltas la habitación.

Para mi susto, empieza a besarme. No con dulzura, ni siquiera con delicadeza. Bruscamente, abriéndome la boca a la fuerza con la lengua. El aliento le huele a vomitona. Sus manos se deslizan por mi cuerpo. Sorprendido, la beso al principio. Después de todo, que aquello con lo que uno lleva soñando casi toda su vida empiece a hacerse realidad no pasa todos los días. ¿Cuántas noches he imaginado este preciso momento? Sus labios contra los míos, fundidos en un éxtasis mutuo.

Pero no es así. No es eso lo que he soñado. No hay nada poético en ello. No sólo le huele mal el aliento, sino que tengo la sensación de que lo que hacemos no está bien. Intento levantarme. Maddy está borracha. No hay nada de romántico en esto. Es burdo. Yo quería darle música y pétalos de rosa.

—Debería irme —digo sin fuerzas, tratando de zafarme de sus brazos.

—No. No te vayas —susurra, su mejilla contra la mía. Ya noto su mano en mi cinturón—. Quiero que me hagas el amor, Walter. Por favor. Si no lo haces, pensaré que nadie me quiere. Por favor. Hazlo por mí.

Estoy desgarrado. Me siento como un héroe de la Antigüedad, dividido entre lo que quiero y lo que está bien. Ella está encima de mí. Noto que me excito, y ella también lo nota. No puedo evitarlo.

—Sé que quieres quedarte —me dice mientras me besa.

Y me quedo.

Primavera
1

Pasan semanas. Cada vez hace más calor por las mañanas. Cuanta mayor es la claridad con la que ve uno el mundo, más existe éste. Pronto habrá luz por la tarde. La tierra se renovará.

En la ciudad llueve. Gotas pesadas, que vaticinan que caerán más. Ya se han formado charcos en la calle, la basura se arremolina en las alcantarillas. La gente desfila a buen paso por la acera, con paraguas, tapándose la cabeza con periódicos.

Claire está en el supermercado gourmet que hay cerca de su piso, los pasillos abarrotados de gente, los chaquetones chorreando agua. Del techo cuelgan salchichas. Huele a café recién molido. En los estantes, botellas de aceite de trufa, pasta fresca, tomates escogidos, bombones belgas. Tajadas de atún color granate, ternera empanada, solomillo veteado. Tras el mostrador, hombres y mujeres con bata blanca hablando de quesos con conocimiento. Dando a probar, ensalzando las virtudes superiores del Bleu d’Auvergne respecto al roquefort.

No es un sitio que frecuente, ya que es muy caro, pero le gustaría. Le gustaría ser una de esas mujeres que visten elegantemente, como las que hacen cola en la caja con sus bolsos de Prada y diamantes en los dedos. Al parecer para ellas no es nada entrar un momento a comprar un café o una ensalada de langosta y pagarlo todo con una tarjeta platino. Sabe que un día ella será así. Es prudente. Nunca compra lo que no se puede permitir, se las arregla con lo que tiene, cada dos semanas destina diligentemente parte de lo que gana a un plan de pensiones, lo aprendió de su madre. Tiene la parquedad de una francesa.

Esa noche es distinta. Esa noche va a tirar la casa por la ventana. Sé que no acostumbra cocinar. Me lo ha contado. Se ha pasado el día entero en la oficina buscando recetas en internet. Se ha decidido por una francesa porque le parecía la más ambiciosa y a la vez la más familiar. Su madre sabía cocinar, gracias a ella conoció los caracoles, las mollejas y los pajaritos, y le enseñó a comer ostras y corazones de alcachofa. Recuerda ver cocer a fuego lento las cazuelas de color naranja vivo de Le Creuset que un día adornaban las paredes de su vieja cocina; los ramilletes de hierbas secas. Pero de eso hace mucho tiempo. A su padre nunca le gustó mucho la cocina francesa, prefería los platos más caseros de su Nueva Inglaterra natal, de manera que las comidas pasaron a ser más simples, hasta que desaparecieron. Para Claire cocinar era como volver a la infancia, a habitaciones y olores medio olvidados.

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