Read Juego de damas Online

Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (4 page)

—Porque la asesinaron, ¿verdad? —dudó Francesca un instante mientras pasaba las páginas de seda en busca de aquel nombre, Sydney Morgan, y de aquella fecha, 1812, los dos únicos datos de su investigación.

—Claro que sí —respondió Claudia con tanta rotundidad que parecía estar viendo la escena—. Sin alboroto, sin escándalo, sin motivo aparente. Sencillamente, una noche apareció su cuerpo flotando, envuelto en un vestido blanco de muselina, balanceándose con el ir y venir del agua, como un balandrito sin rumbo. Traía tanta paz en la cara que todos dieron por hecho que había muerto acunada por las olas. Aquella tarde había caído una tormenta histórica. Encontraron su bote encallado a la altura de la solitaria Villa Pliniana, convertido en una ruina más entre las ruinas, sin ningún signo de violencia. Del revés, eso sí, como si una ballena lo hubiera abatido mar adentro. Y dijeron que era tan aventada y aventurera, la dulce y alegre Sydney, que seguramente había perdido el equilibrio, vestida como iba, de dama, con esos botines altos de tacón, y se había ido de cabeza al agua, y el barco la abandonó, empujado por el viento de la tormenta, y ella, a pesar de sus dotes de nadadora intrépida, se enredó en una corriente que se la tragó de un bocado; la saboreó como a un bomboncito relleno de licor y la vomitó después de disfrutarla, para que alguien pudiera encontrarla sin vida. Con aquellos ojos de un verde intenso, aquella expresión de serenidad en el rostro, la media sonrisa y los labios amoratados, la piel arrugada como la de una viejita y el pelo negro todo enmarañado. Claro que la mataron, Franchie, sé razonable: ¿cómo podría ser semejante visión otra cosa distinta a un crimen?

Los visillos bailaban una danza agitada, a espaldas de Claudia, que se movía por la habitación como una ráfaga de aire helado. Acompañaba su discurso de un aleteo nervioso, valiéndose de sus manos, de sus ojos, de sus pestañas, de sus piernas firmes y de los gestos que ambas habían aprendido de niñas mirándose en los espejos de su casa de Milán.

Cuando Claudia hablaba, lo hacía con tal convicción que era imposible poner en duda sus palabras. Si decía que los ojos eran verdes, pues a la fuerza tenían que serlo, y si aquella Sydney Morgan había sido asesinada, pues lo había sido. Sin discusión.

—La he visto, Franchie —aseguró—. En el cementerio. Y era tal y como te digo. Delicada y coqueta, lista como una liebre. Venía de paso y se quedó para siempre. Es nuestra muerta. La he visto. Nos estaba esperando.

Se giró hacia la ventana y, con un movimiento de cabeza, le indicó a Francesca que la acompañara al balcón. Se asomaron al lago y recibieron la caricia del viento en sus melenas. Por la izquierda, sobre el agua, procedente de Laglio, apareció la berlina en la que viajaban los Morgan, camino de Villa Fontana, con sus baúles bien sujetos por cinchas de cuero y un cochero italiano muy cantarín azuzando a los caballos, consciente de la urgencia de los pasajeros por llegar a puerto. En su frenético galope iban provocando una estela de espuma y olas que hacía que los pequeños veleros y las barcas de pesca se balancearan peligrosamente. Los habitantes de Lario, acostumbrados como estaban a estas maravillas cotidianas, continuaban con sus quehaceres como si tal cosa, algo molestos por las salpicaduras y el oleaje, pero sin inmutarse en absoluto por la irrupción de una berlina desbocada en medio del siglo XX.

V

Historia romántica de Lario, un estudio

LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA

Sir Charles Morgan y su recién convencida esposa Sydney llegaron a Como el 26 de junio de 1812, un mes y medio después de su boda, aún con las prevenciones propias de dos desconocidos que de pronto descubren un nuevo mundo en la geografía accidentada del otro.

Debajo de tanto tafetán, el doctor había encontrado una suavidad indescriptible, una voluptuosidad sorprendente y una sensualidad inesperada en un cuerpo que de tanto desearlo se estaba volviendo de barro cocido. Ella, por su parte, había experimentado el vértigo del terror y la necesidad juntos, al encontrarse de sopetón con el deseo salvaje de aquel hombre que hasta entonces se había comportado con una caballerosidad intachable.

No parecía posible que este Charles de ojos desorbitados por la urgencia fuera el mismo que atendía con tanta delicadeza los achaques de lord y lady Abercorn en su residencia de Baron's Court. Toda su ciencia, su preparación académica tan trabajosamente adquirida en Cambridge, su suavidad al piano, su voz aterciopelada, su prosa elegante, su amor por la poesía y la filosofía, su respeto por las convenciones, las tradiciones y hasta las buenas maneras a la mesa, siempre contenido y formal, toda su exquisita educación británica y, con ella, todos sus nobles propósitos se habían ido al traste en el momento mismo de destaparle los tobillos a su esposa. La transformación había sido como la de Jekyll y Hyde: a lo bestia. Había chupado, mordido, gruñido, gritado, embestido; había desgarrado y, finalmente, estallado. Y lo más asombroso de todo, lo que realmente había hecho enmudecer de vergüenza a la joven Sydney Owenson, era que a ella toda aquella batalla de sudores y jadeos le había gustado una barbaridad.

No lo había visto venir. El cortejo llevado a cabo por Morgan había sido tan aséptico que Sydney había albergado dudas razonables sobre las habilidades amorosas del caballero. En su Dublín natal los hombres se comportaban de un modo totalmente diferente: sin remilgos. En los asuntos del amor se dejaban guiar por el instinto, como los burros por las zanahorias. Había que adivinar las intenciones de sus manos impertinentes, esquivar sus envites y procurar no quedarse a solas con ninguno de ellos. O atenerse a las consecuencias.

Además, en el caso de la señorita Owenson, la tentación era inevitable. Sydney, con su cintura estrecha, su melena oscura, su piel pálida y esos ojos verdes con los que coloreaba todo cuanto acontecía a su alrededor, era lo más parecido a la mágica Deirdre de la que hablaban las viejas leyendas celtas. La lista de caballeros que solicitaban permiso para visitarla a ella y a su hermana Olivia, también muy guapa aunque más frágil, era extensísima. Sydney, coqueta por naturaleza, recibía a todos en su salón por orden estricto de insistencia y siempre los dejaba con la miel en los labios, insatisfechos aunque felices por haber tenido al menos la suerte de contemplarla de cerca.

Olivia, divertida con las idas y venidas de tantos hombres despechados, a todos los despedía con un palmadita en la espalda y luego escribía su nombre en una lista que ella misma confeccionaba bajo el epígrafe: «
Ejército de Mártires de Sydney».

—Rompe eso —protestaba su hermana, haciéndose la ofendida.

—Ni hablar. El día de mañana, cuando seas una viejita arrugada y solitaria, esta lista será la única prueba de tus conquistas. Recordarás con nostalgia a estos caballeros y te arrepentirás de haber sido tan cruel y despiadada con ellos. —Y luego la leía en voz alta, acompañando cada nombre con una reverencia exagerada—: White Benson, Francis Crossley, John Wilson Crocker, Richard Everard ¡padre e hijo!, Charles Montague Ormsby, el señor Wallace, el joven Parkhurst, el archidiácono Rupert King…

—A ése bórralo, Olivia —le suplicaba Sydney entre risas—. Es demasiado viejo para mí y, además, ni en sueños sería la esposa de un clérigo.

Desde que era una niña traviesa que irrumpía sin permiso en las veladas organizadas por Robert Owenson, el barbudo dramaturgo que le había tocado en suerte como padre, Sydney poseía el don de convertirse en la protagonista de toda reunión social a la que asistía. Había escrito su primer poema a la tierna edad de seis años y antes de los treinta se había ganado una bien merecida fama de mujer de letras. Su tercera novela,
The Wild Irish Girl
, había sido discutida con ardiente interés en los círculos literarios católicos y liberales del país y su álter ego en la ficción, la princesa de Innismore, se había apoderado de su identidad real hasta el punto de que, para muchos, Sydney Owenson se había transformado en Glorvina y encarnaba en su naturaleza indómita las virtudes y defectos del personaje.

La salvaje Glorvina frecuentaba las bibliotecas y los salones de lectura, pero también los palcos de los teatros, las fiestas, los conciertos y las excursiones al campo, y se rumoreaba que frente a su puerta la esperaba permanentemente un cochero con los caballos engalanados y listos para echarse a galopar, porque siempre había un motivo para salir de casa: un galán con aspiraciones dispuesto a cortejarla o una aventura esperándola a la vuelta de la esquina. Y Glorvina no estaba dispuesta a perdérselo.

Por esta razón había sido tan comentada su decisión de abandonar Dublín para establecerse en Baron's Court bajo la protección de los marqueses de Abercorn. Se dijo que la ruinosa situación económica que arrastraba su padre, Robert Owenson, había sido determinante para que Sydney tomara la decisión de irse, ya que no hubiera sido plato de gusto para un espíritu libre como el suyo verse en la necesidad de acabar dependiendo de la generosidad de sus vecinos o, peor aún, de protagonizar una boda de conveniencia.

La joven, muy brava, alegó que se marchaba «para conocer nuevos horizontes», pero, una vez allí, constató que de todas las sorpresas que le deparaba Baron's Court el paisaje era lo de menos. Los días eran tan cortos, húmedos y desapacibles que muy pronto la asedió la melancolía. Sin embargo, en medio del aislamiento más absoluto y la nostalgia más profunda, hizo su aparición el joven médico de la familia, el señor Charles Morgan, y le puso el mundo patas arriba.

Cómo se arrepentiría años más tarde, una vez descubiertas las posibilidades que el doctor Morgan podía ofrecerle, de todos los desplantes que había hecho y que a punto estuvieron de arruinar el negocio. De no haber sido por la insistencia de lady Abercorn, que se tomó como cosa propia la celebración de aquel matrimonio, habría perdido al mejor hombre que jamás puso Dios sobre la faz de la Tierra.

Había sido una chica muy mala, o al menos eso era lo que le repetía Charles al oído antes y después de besarla cuando se ponían a recordar, los dos ya unidos para siempre, los primeros tiempos de su noviazgo. Cómo Sydney, inmediatamente después de recibir su torpe pero apasionada declaración de amor y haciendo gala de una crueldad inhumana, lo había condenado al peor de los martirios abandonándolo en Baron's Court durante los tres meses más desesperantes de su vida.

—Mala no, Charles, tonta —respondía ella devolviéndole sus besos para hacerse perdonar aquella espantada inexcusable con la que lo había castigado nada más aceptar su propuesta de matrimonio.

Le dijo: «Sí, Charles, ya que insistes de ese modo, me casaré contigo. Pero antes debo acudir urgentemente a Dublín para atender a mi padre, que está enfermo. Será cuestión de un par de semanas, ya lo verás. En cuanto regrese a Baron's Court celebraremos la boda y me convertiré para siempre en tu esposa».

Pero las semanas se transformaron en meses y la añoranza de Charles en desesperación.

Qué encendidas eran las cartas que la cruel Sydney recibía a diario en su casa de Dublín. Olivia sospechaba que su hermana, en el fondo, disfrutaba haciendo sufrir al hombre con el que acababa de comprometerse, porque la excusa de su separación temporal —esa supuesta enfermedad gravísima que amenazaba con llevarse a su padre al otro mundo— no era ni tan grave ni tan irreversible, y su presencia en Dublín no era necesaria en absoluto.

Durante aquellos días, mientras el pobre novio contaba angustiado las horas que le quedaban para volver a verla, Sydney se dedicaba a disfrutar de las distracciones que le ofrecía su ciudad natal y retomaba la amistad con los miembros de su lista de mártires.

A solas con su hermana se debatía en un mar de dudas sobre la conveniencia o no de su inminente matrimonio.

—Hagamos una lista con las ventajas de la boda y otra con los inconvenientes —proponía Olivia. Y acto seguido tomaba papel y pluma y comenzaba a escribir—. Entre las virtudes de tu querido Charles está el don de la paciencia, de eso no hay duda. Además, según tú misma lo describiste en tus cartas, es culto, inteligente, romántico, guapo…

—Yo no he dicho que sea guapo —aclaraba Sydney—. He dicho que todos lo consideran un hombre atractivo, pero el doctor Morgan, para tu información, no es lo que se dice un icono de belleza. Sus ojos son demasiado grandes para mi gusto y su mandíbula excesivamente recta.

Olivia sonreía al constatar que la mirada de Sydney se perdía en los recuerdos y que, sin darse cuenta, al hablar de su prometido se le ponía la carne de gallina.

—Continúo —decía, sacándola de sus ensoñaciones—. Joven, más que tú, con una renta de quinientas libras anuales, lo cual no es ni mucho ni poco, un doctorado en Cambridge y numerosas amistades ilustres.

—Todo eso es cierto, Livy. Charles es el súmmum de la perfección —concedía Sydney—. Pero casarme con él significaría renunciar a mi libertad y a mi independencia; a Irlanda, a papá, a ti, a todo.

—O, por el contrario, poseerlo todo y no echar nada en falta —sentenciaba Olivia con picardía.

La menor de las Owenson había conocido al más grande de los hombres escondido dentro de un cuerpo tan insignificante que no le llegaba a ella ni a la altura de los hombros. Arthur Clarke, médico de la armada, metro y medio de estatura, ingenioso, divertido y de carácter afable, se topó una mañana con la mirada de Olivia Owenson y no paró hasta conseguir que la deliciosa institutriz de las hijas del general Brownrigg se fijara en él. La perseguía por la calle y la asaltaba en el parque armado con flores y poemas, se arrodillaba ante su hermosura, le juraba amor eterno y amenazaba con quitarse la vida, bisturí en mano, si ella se negaba a consentir sus atenciones. Finalmente, en la balanza de Olivia pesó más la perspectiva de una señorial mansión en Great George Street, un coche de caballos y una confortable propiedad en el campo donde podría residir su padre el resto de sus días y la inconveniencia de la estatura de Clarke pasó a convertirse en un detalle sin importancia.

Tras la noche de bodas Olivia envió una carta a Baron's Court en la que por vez primera firmó como lady Clarke y donde sólo escribió una frase: «Arthur dio la talla», y así Sydney pudo dormir tranquila, conocedora de la felicidad conyugal de su querida hermana.

El viaje de novios de los Morgan había dado comienzo al día siguiente de su improvisada boda. Sydney aún llevaba puesta la sencilla ropa de diario con la que se había casado —un vestido blanco sin más adorno que una flor silvestre prendida en el pecho— y todavía no terminaba de creerse que a ojos de Dios y de los hombres acabara de renunciar a la libertad de su apellido para entregarse de por vida al doctor Morgan, quien, por obra y gracia de John James Hamilton, noveno marqués de Abercorn, y por intercesión del duque de Richmond, había sido nombrado lord de la noche a la mañana.

Other books

Crashing Heaven by Al Robertson
Thorn in the Flesh by Anne Brooke