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Authors: James Redfield

Tags: #Autoayuda, Aventuras, Filosofía

La décima revelación (2 page)

Una brisa rozó mi cara y volví a estudiar la vista que se desplegaba más abajo. Más lejos, a la izquierda, donde terminaba el valle al oeste, se distinguía una hilera de techos. Ése debía de ser el pueblo que Charlene había indicado en el mapa. Guardé el papel en el bolsillo de mi chaqueta, volví a la ruta y subí a mi rural.

El pueblo en sí era pequeño, de dos mil habitantes, según el cartel que había junto al único semáforo. La mayoría de los edificios comerciales se alineaban sobre una sola calle que corría junto a la orilla del río. Pasé la luz, divisé un motel cerca de la entrada del Bosque Nacional y avancé hasta el estacionamiento que había frente a un restaurante y bar. En ese momento entraban varias personas, entre ellas un hombre alto de tez oscura y pelo negro azabache, que cargaba una mochila grande. Se volvió y por un instante hicimos contacto visual. Me bajé, cerré el auto y decidí, como por una corazonada, entrar en el restaurante antes de ir al motel. En el interior, las mesas estaban casi vacías: apenas unos pocos excursionistas en el bar y algunas de las personas, que habían entrado antes que yo, en un apartado. La mayoría ignoró mi mirada, pero mientras seguía escudriñando el local mis ojos volvieron a cruzarse con el hombre alto que había visto antes; iba caminando hacia el fondo del salón. Esbozó una débil sonrisa, mantuvo el contacto visual otro segundo y se dirigió a la salida de atrás.

Lo seguí. Estaba parado, a unos seis metros, inclinado sobre su mochila. Vestía jeans, camisa vaquera y botas, y aparentaba tener unos cincuenta años. Detrás de él, el sol del atardecer dibujaba largas sombras entre los árboles altos y el pasto y, a unos cincuenta metros, pasaba el río, que iniciaba allí su viaje hacia el valle.

Sonrió con entusiasmo y levantó la vista.

—¿Otro peregrino? —preguntó.

—Estoy buscando a una amiga —dije—. Tuve el presentimiento de que usted podía ayudarme.

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, mientras estudiaba con atención los contornos de mi cuerpo. Se acercó, se presentó como David Lone Eagle y me explicó, como si fuera algo que tal vez necesitara saber, que era descendiente directo de los americanos nativos que habitaron originalmente ese valle. Por primera vez noté que tenía en la cara una cicatriz delgada que iba desde el borde de su ceja izquierda y bajaba a lo largo de toda la mejilla, dejando libre sólo el ojo.

—¿Quiere café? —preguntó—. Tienen buena bebida ahí adentro, pero el café es malo. —Señaló un área cerca del río donde se alzaba una carpa pequeña entre tres sauces grandes. Docenas de personas caminaban por el lugar, algunas por un camino que cruzaba un puente y conducía al Bosque Nacional. Todo parecía seguro.

—Sí —respondí—. Buena idea.

En el campamento, encendió un pequeño calentador de gas, llenó la pava de agua y la colocó sobre la llama.

—¿Cómo se llama su amiga? —preguntó al fin.

—Charlene Billings.

Hizo una pausa y me miró, y mientras nos observábamos, con la mirada de mi mente vi una imagen clara de él en otro tiempo. Era más joven y estaba vestido con calzones de piel de ante, sentado frente a una gran fogata. Trazos de pintura de guerra adornaban su cara. A su alrededor se desplegaba un círculo de gente, en su mayoría americanos nativos, pero entre ellos había también dos blancos, una mujer y un hombre muy robusto. La discusión era acalorada. En el grupo había quienes querían la guerra; otros deseaban la reconciliación. Él se interponía y ridiculizaba a los que consideraban la idea de la paz. ¿Cómo podían ser tan ingenuos, les decía, después de tanta traición?

La mujer blanca parecía comprender pero le rogaba que la escuchara. La guerra podía evitarse, sostenía, y era posible proteger perfectamente el valle si el remedio espiritual era lo bastante bueno. Él rechazaba de plano su argumento y después de increpar al grupo montaba en su caballo y partía. La mayoría lo seguía.

—Su instinto es bueno —dijo David, apartándome de repente de mi visión. Extendió entre nosotros una manta tejida a mano y me invitó a sentarme—. He oído hablar de ella.

Me miró con expresión interrogante.

—Estoy preocupado —dije—. Nadie ha tenido noticias de ella; lo único que quiero es cerciorarme de que se encuentra bien. Y tenemos que hablar.

—¿Sobre la Décima Revelación? —preguntó, sonriendo.

—¿Cómo sabía?

—Una suposición. Muchos de los que llegan a este valle no vienen sólo por la belleza del Bosque Nacional. Vienen para hablar de las revelaciones. Piensan que la Décima está por acá. Algunos afirman incluso saber qué dice.

Se volvió y puso un filtro lleno de café en el agua caliente. Algo en el tono de su voz me hizo pensar que estaba poniéndome a prueba, tratando de verificar si yo era quien decía ser.

—¿Dónde está Charlene? —pregunté. Con el dedo señaló hacia el este.

—En el bosque. No hablé nunca con su amiga pero oí cuando la presentaron una noche en el restaurante y desde entonces la vi algunas veces. Hace varios días volví a verla; iba caminando sola por el valle y, a juzgar por la forma en que iba equipada, diría que es probable que todavía siga ahí.

Miré en esa dirección. Desde ese ángulo el valle parecía enorme y se extendía hacia la lejanía.

—¿Adónde cree que se dirigía? —pregunté. Me miró un instante.

—Tal vez hacia el cañón Sipsey. Es allí donde se encuentra una de las aberturas. —Estudió mi reacción.

—¿Las aberturas?

Esbozó una sonrisa misteriosa.

—Eso es. Las aberturas dimensionales.

Me incliné hacía él, recordando mi experiencia en las Ruinas Celestinas.

—¿Quién está al tanto de esto?

—Muy pocos. Hasta ahora son sólo rumores, fragmentos de información, intuición. Ni un alma ha visto el Manuscrito. La mayoría de los que vienen aquí buscando la Décima sienten que fueron conducidos aquí de manera sincrónica y tratan de vivir auténticamente las Nueve Revelaciones, si bien se quejan de que las coincidencias los guían durante un tiempo y de pronto se interrumpen. —Rió entre dientes—. Pero en eso estamos todos, ¿no? La Décima Revelación tiene que ver con la comprensión de toda esa cuestión: la percepción de las coincidencias misteriosas, la conciencia espiritual cada vez mayor de la Tierra, las desapariciones de la Novena Revelación… todo desde la perspectiva más elevada de la otra dimensión, para que podamos entender por qué está ocurriendo todo esto y participemos de manera más plena.

—¿Usted cómo lo sabe? —pregunté.

Me miró con ojos penetrantes, enojado de pronto.

—¡Yo sé!

Durante un momento más su cara permaneció seria, luego su expresión volvió a suavizarse. Alargó el brazo, sirvió café en dos jarros y me entregó uno.

—Mis antepasados vivieron cerca de este valle durante miles de años —continuó—. Ellos creían que este bosque era un lugar sagrado a mitad de camino entre el mundo superior y el mundo intermedio, aquí en la Tierra. Mi pueblo ayunaba y entraba en el valle en busca de visiones, para encontrar sus dones específicos, su medicina, el camino que debían recorrer en esta vida.

»Mi abuelo me habló de un chamán que vino de una tribu lejana y enseñó a nuestro pueblo a buscar lo que llamaba un estado de purificación. El chamán les enseñó que partieran de este preciso lugar, llevando sólo un cuchillo, y que caminaran hasta que los animales les dieran una señal, para seguir luego hasta alcanzar lo que llamaban la abertura sagrada al mundo superior. Les dijo que si eran dignos, si habían purificado las emociones más bajas, podían ser autorizados a atravesar la abertura y encontrarse directamente con sus antepasados donde podían recordar no sólo su propia visión, sino la visión del mundo en su totalidad.

»Obviamente, todo terminó cuando llegó el hombre blanco. Mi abuelo no pudo recordar cómo hacerlo y yo tampoco puedo. Tenemos que averiguarlo como todos los demás.

—Usted está aquí buscando la Décima, ¿no? —inquirí.

—Por supuesto… Por supuesto. Pero al parecer lo único que hago es esta penitencia de remisión. —Su voz volvió a endurecerse, y de pronto parecía hablar más consigo mismo que conmigo—. Cada vez que trato de avanzar, una parte mía no puede superar el resentimiento y la rabia por lo que le ocurrió a mi pueblo. Y eso no mejora. Cómo es posible que nos robaran la tierra, que nuestra forma de vida fuera avasallada, destruida. ¿Por qué fue posible algo así?

—Ojalá no hubiera sucedido —dije.

Miró para abajo y de nuevo se rió entre dientes.

—Lo creo. Pero de todos modos siento rabia cada vez que pienso en el mal uso que se hace de este valle. ¿Ve esta cicatriz? —preguntó señalándose la cara—. Podría haber evitado la pelea en la que me la hice. Fueron cowboys de Texas que habían bebido demasiado. Podría haberme ido, pero fue esta ira que arde dentro de mí.

—¿Acaso la mayor parte de este valle no está protegida dentro del Bosque Nacional? —pregunté.

—Sólo la mitad, más o menos, al norte del río, pero los políticos siempre amenazan con venderla.

—¿Y la otra mitad? ¿De quién es?

—Durante mucho tiempo esta zona fue propiedad de distintos individuos, pero ahora hay una sociedad extranjera registrada que trata de comprarla. No sabemos quién está atrás, pero a algunos de los propietarios les ofrecieron cantidades enormes para que vendan.

Miró para otro lado por un momento y luego dijo:

—Mi problema es que desearía que los tres siglos anteriores hubieran sido distintos. Estoy resentido por el hecho de que los europeos empezaran a radicarse en este continente sin tener en cuenta a la gente que ya estaba aquí. Fue criminal. Me gustaría que nada de eso hubiera sucedido, como si fuera posible cambiar el pasado de alguna manera. Nuestra forma de vida era importante. Aprendíamos el valor de recordar. Ése era el gran mensaje que los europeos podrían haber recibido de mi pueblo si se hubieran detenido a escuchar.

Mientras hablaba, mi mente se deslizó con lentitud hada otro ensueño. Dos personas —otro americano nativo y la misma mujer blanca— conversaban a la orilla de un riacho. Detrás de ellos se alzaba un bosque tupido.

Después de un rato, otros americanos nativos se agolparon en tomo de ellos para oír su conversación.

—¡Podemos remediarlo! —decía la mujer.

—Me temo que todavía no sabemos lo suficiente —respondía el americano nativo, con una expresión que demostraba mucho respeto por la mujer—. La mayoría de los otros jefes ya se fueron.

—¿Por qué no? Piense en las discusiones que tuvimos. Usted mismo dijo que con fe suficiente podíamos remediarlo.

—Sí —respondía—. Pero la fe es una certeza que deriva de saber cómo deberían ser las cosas. Los ancestros saben, pero no somos muchos los que hemos alcanzado ese saber.

—Pero tal vez podamos alcanzar ese saber ahora —rogaba la mujer—. ¡Debemos intentarlo!

Mis pensamientos se interrumpieron al ver a varios oficiales del Servicio Forestal que se acercaban a un hombre mayor en el puente. Tenía el pelo canoso con un corte muy prolijo; llevaba puestos pantalones de vestir y una camisa impecable. Al caminar parecía renquear un poco.

—¿Ve a ese hombre con los oficiales? —preguntó David.

—Sí —respondí—. ¿Qué pasa con él?

—Hace dos semanas que lo veo por acá. Su nombre es Feyman, creo. No he oído el apellido. —David se inclinó hacia adelante y por primera vez me dio la impresión de que confiaba plenamente en mí—. Mire, está pasando algo muy extraño. En las últimas semanas el Servicio Forestal parece controlar a los caminantes que entran en el Bosque. Nunca lo habían hecho y ayer alguien me dijo que cerraron por completo el extremo este. Hay lugares en esa zona que están a dieciséis kilómetros de la autopista más cercana. ¿Sabe las pocas personas que se aventuran tan lejos? Algunos hemos empezado a oír extraños ruidos en esa dirección.

—¿Qué clase de ruidos?

—Una especie de disonancia. La mayoría de la gente no la oye.

De repente se incorporó y echó abajo su carpa.

—¿Qué hace? —le pregunté.

—No puedo quedarme aquí —respondió—. Tengo que ir al valle.

Después de un rato interrumpió su trabajo y volvió a mirarme.

—Mire —dijo—. Hay algo que debe saber. Ese hombre que le señalé, Feyman. Vi a su amiga con él varias veces.

—¿Qué hacían?

—Hablaban, pero le digo que acá pasa algo raro. —Continuó empacando.

Lo observé en silencio durante un momento. No sabía qué pensar de la situación, pero tenía la sensación de que no era descabellado que Charlene estuviera en algún lugar del valle.

—Déjeme buscar mi equipo —dije—. Me gustaría ir con usted.

—No —se apresuró a decir—. Cada persona debe experimentar el valle sola. No puedo ayudarlo ahora. Debo encontrar mi propia visión. —Su expresión parecía apenada.

—¿Puede decirme dónde queda exactamente ese cañón?

—Siga el río unos tres kilómetros. Llegará a otra pequeña ensenada que se mete en el río desde el norte. Siga esa ensenada otros dos kilómetros. Lo llevará directamente a la boca del cañón Sipsey.

Asentí y me volví para irme, pero él me tomó del brazo.

—Mire —dijo—, puede encontrar a su amiga si eleva su energía a otro nivel. En el valle hay sitios específicos que pueden ayudarlo.

—Las aberturas dimensionales —pregunté.

—Sí. Allí puede descubrir la perspectiva de la Décima Revelación, pero para encontrar esos lugares debe comprender la verdadera naturaleza de sus intuiciones y cómo mantener esas imágenes mentales. Observe también los animales y empezará a recordar qué está haciendo en este valle… por qué estamos todos juntos aquí. Pero tenga mucho cuidado. No deje que lo vean entrar en el bosque. —Reflexionó un instante—. Hay alguien allí, un amigo mío. Curtis Webber. Si ve a Curtis, dígale que habló conmigo y que me pondré en contacto con él.

Sonrió débilmente y envolvió su carpa. Quería preguntarle qué significaba eso de la intuición y de observar los animales, pero él evitaba el contacto visual y se mantenía concentrado en su trabajo.

—Gracias —dije.

Me hizo un ligero saludo con la mano.

Cerré despacio la puerta del motel y salí a caminar bajo la luz de la luna. El aire fresco y la tensión hicieron estremecer todo mi cuerpo. ¿Por qué estaba haciendo eso?, pensé. No había ninguna prueba de que Charlene siguiera en el valle, o de que la sospecha de David fuera, por lo demás, correcta. Sin embargo, las vísceras me decían que en realidad algo andaba mal. Pasé varias horas pensando si debía o no llamar al comisario. Pero ¿para decirle qué? ¿Que mi amiga había desaparecido y que la habían visto entrando en el bosque por su propia voluntad, pero que tal vez se hallaba en problemas, todo sobre la base de una nota vaga hallada a cientos de kilómetros de distancia? Recorrer el lugar requeriría cientos de personas, y yo sabía que no iban a montar semejante operativo sin algo más sustancial.

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