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Authors: James Redfield

Tags: #Autoayuda, Aventuras, Filosofía

La décima revelación (7 page)

En cuanto me formulé esta última pregunta en la mente, supe la respuesta. Estaba expresando la visión del Miedo que había mencionado Wil. Me sacudió un • estremecimiento. Se suponía que esto debía pasar.

Lo miré con renovada seriedad.

—¿De veras cree que las cosas están tan mal?

—Sí, absolutamente —respondió—. Soy periodista y esta actitud se nota muy bien en nuestra profesión. Antes, por lo menos tratábamos de hacer nuestro trabajo con ciertos criterios de integridad. Pero ya no. Todo es publicidad y sensacionalismo. Ya nadie busca la verdad ni trata de presentarla de la manera más exacta. Los periodistas buscan la primicia, la perspectiva más monstruosa, toda la basura que pueden desenterrar.

»Aunque algunas acusaciones particulares tengan una explicación lógica, las informan de cualquier manera, por su impacto en las mediciones de audiencia y las tiradas. En un mundo donde la gente está embotada y distraída, lo único que vende es lo increíble. Y lo terrible es que ese tipo de periodismo se perpetúa a sí mismo. Un periodista joven ve esa situación y piensa que para sobrevivir en la actividad tiene que jugar ese juego. Si no lo hace, cree que lo dejan atrás, arruinado, lo cual lleva a que los informes de investigaciones se falseen en forma intencional. Sucede todo el tiempo.

Habíamos seguido avanzando hacia el sur y bajábamos por el terreno rocoso.

—Es algo que también padecen otros grupos profesionales —continuó Joel—. Mire a los abogados. Tal vez en una época ser miembro de un tribunal significara algo, cuando las partes de un proceso compartían un común respeto por la verdad y la justicia. Pero ya no. Piense en los recientes juicios a celebridades transmitidos por televisión. Ahora los abogados hacen todo lo que pueden para corromper a la justicia, adrede, tratando de convencer a los jurados de que crean lo hipotético cuando no hay pruebas, sino hipótesis que los abogados saben que son mentiras, para hacer salir libre a alguien. Y otros abogados comentan los procedimientos como si estas tácticas fueran una práctica común y por completo justificada en nuestro sistema jurídico, cosa que no es cierta.

»En nuestro sistema, toda persona tiene derecho a un juicio justo. Pero los abogados son responsables de asegurar la justicia y la corrección, de no distorsionar la verdad y menoscabar la justicia simplemente para sacar libre a su cliente a toda costa. Gracias a la televisión, al menos hemos podido ver esas prácticas corruptas por lo que representan: mero oportunismo, por parte de los abogados de los juicios, para aumentar su fama y así pedir honorarios más altos. La razón por la cual son tan desvergonzados es que creen que a nadie le importa y obviamente es así. Todos los demás hacen lo mismo.

»Estamos recortando costos, maximizando los beneficios a corto plazo en vez de planear a largo plazo, porque en nuestro fuero íntimo, de manera consciente o inconsciente, no creemos que nuestro éxito pueda durar. Y lo hacemos aunque debamos acabar con el espíritu de confianza que tenemos con los demás; mejoramos nuestros intereses a expensas de otro.

»Muy pronto, todos los supuestos y los acuerdos sutiles que mantienen unida a la civilización estarán subvertidos del todo. Piense en lo que ocurrirá una vez que el desempleo llegue a cierto nivel en las ciudades del interior. El crimen quedará fuera de control. Los policías no van a seguir arriesgando sus vidas por un público que de todas maneras no lo nota. ¿Qué tal si termina en el estrado dos veces por semana interrogado por un abogado que de cualquier modo no se interesa en la verdad, o peor todavía, retorcido de dolor mientras se desangra en el piso de algún callejón oscuro, cuando a nadie le importa? Mejor mirarlo del otro lado y cumplir con sus veinte años de servicio lo más calladito posible, tal vez incluso haciendo algunos sobornos, además. Y la cosa sigue. ¿Qué puede frenarla?

Hizo una pausa y lo miré mientras caminábamos.

—¿Supongo que usted cree que algún renacimiento espiritual va a cambiar todo esto? —preguntó.

—Claro que lo espero. Trepó con dificultad a un árbol caído para alcanzarme.

—Escuche —continuó—, durante un tiempo yo me tragué eso de la espiritualidad, esta idea del propósito, el destino y las Revelaciones. Veía incluso que ocurrían algunas coincidencias interesantes en mi vida. Pero decidí que era todo una locura. La mente humana puede imaginarse todo tipo de estupideces; ni siquiera nos damos cuenta de que lo hacemos. Analizándolo bien, todo esto de la espiritualidad no es más que retórica fantasiosa.

Empecé a retrucar su argumento pero cambié de idea. Mi intuición me indicaba que primero lo escuchara.

—Sí —dije—. Supongo que eso es lo que parece a veces.

—Mire, por ejemplo, lo que oí decir sobre este valle —continuó—. Ése es el tipo de insensatez que solía escuchar. Esto no es nada más que un valle lleno de árboles y arbustos como miles de otros. —Al pasar, tocó un árbol grande con la mano—. ¿Cree que este Bosque Nacional va a sobrevivir? Olvídelo. Viendo la forma en que los seres humanos contaminan los océanos y saturan el ecosistema con carcinogénicos producidos por el hombre, amén de consumir papel y otros productos de la madera, este lugar va a convertirse en un basurero, igual que todos los demás. De hecho, en este momento a nadie le preocupan los árboles. ¿Cómo cree que se las arregla el Estado para construir rutas a expensas de los contribuyentes y después vender la madera por debajo del valor de mercado? ¿O para cambiar las zonas mejores y más lindas por tierra arruinada en alguna otra parte, simplemente para contentar a los promotores inmobiliarios?

»Tal vez usted crea que algo místico está ocurriendo en este valle. ¿Y por qué no? A todos les encantaría que hubiera algo místico en la existencia, en especial si se tiene en cuenta la inferior calidad de vida. Pero el hecho es que no pasa nada. Sólo somos animales, criaturas lo bastante desdichadas y lo bastante vivas como para imaginamos que estamos vivos y que vamos a morir sin conocer nunca propósito alguno. Podemos fingir todo lo que queramos y podemos desear todo lo que queramos, pero ese hecho existencial subsiste: no podemos saber. Volví a mirarlo.

—¿Usted no cree en ningún tipo de espiritualidad? Se rió.

—Si Dios existe, debe de ser un dios monstruoso, en extremo cruel. ¡De ninguna manera podría obrar aquí una realidad espiritual! ¿Cómo podría? ¡Mire el mundo! ¿Qué clase de Dios podría concebir un lugar tan devastador, donde los niños mueren horriblemente a causa de terremotos, crímenes absurdos y hambre, cuando los restaurantes tiran toneladas de comida todos los días? —Hizo una pausa, y añadió—: Aunque tal vez sea así como debe ser. Tal vez sea ése el plan de Dios. Es posible que los estudiosos de «los últimos tiempos» tengan razón. Ellos creen que la vida y la historia son sólo una prueba de fe para ver quién va a ganar la salvación y quién no, un plan divino para destruir la civilización con el fin de separar a los creyentes de los réprobos. —Esbozó una sonrisa pero ésta se desvaneció enseguida cuando se sumergió en sus pensamientos.

Aceleró el ritmo para caminar a la par de mí. Volvíamos a entrar en la pradera y vi el árbol de los cuervos a unos cuatrocientos metros.

—¿Sabe qué cree esta gente de los «últimos tiempos» que está pasando en realidad? —preguntó—. Hace unos años hice un estudio sobre ellos; son fascinantes.

—¿De veras? —dije, indicándole con un gesto que continuara.

—Estudian las profecías ocultas en la Biblia, sobre todo en el libro de las Revelaciones. Creen que vivimos en lo que llaman los «últimos días», el tiempo en que todas las profecías se hacen realidad. En esencia, lo que creen es esto: la historia ya está lista para el retomo de Cristo y la creación del reino celestial en la Tierra. Pero para que esto pueda ocurrir, la Tierra debe sufrir una serie de guerras, desastres naturales y otros hechos apocalípticos anunciados en las Escrituras. Y conocen cada una de esas predicciones, de modo que se pasan el tiempo observando muy atentamente los hechos del mundo, esperando el próximo acontecimiento de la agenda.

—¿Cuál es el próximo acontecimiento? —pregunté.

—Un tratado de paz en Medio Oriente que permitirá la reconstrucción del Templo en Jerusalén. Al poco tiempo, según ellos, se producirá un éxtasis masivo entre los verdaderos creyentes, sean quienes fueren, y serán arrebatados de la faz de la Tierra y conducidos al cielo.

Me detuve y lo miré.

—Creen que esas personas van a empezar a desaparecer.

—Sí, está en la Biblia. Después viene la tribulación, que abarca un período de siete años que serán un infierno para todos los que queden en la Tierra. Supuestamente, va a derrumbarse todo: terremotos gigantes destruirán la economía; crecidas de los mares destruirán muchas ciudades; además habrá disturbios y criminalidad y todo el resto. Y entonces surgirá un político, probablemente en Europa, que propondrá un plan para volver a encauzar las cosas si, desde luego, le confieren poder supremo. Esto incluye una economía electrónica centralizada que coordina el comercio en la mayoría de los lugares del mundo. No obstante, para participar en esta economía y sacar ventaja de la automatización hay que prometer lealtad a este líder y permitir que a cada uno le implanten en la mano un chip, a través del cual es posible documentar todas las interacciones económicas.

»Este anticristo al principio protegerá a Israel y facilitará un tratado de paz; luego atacará, empezando una Guerra Mundial que a la larga involucrará a los países islámicos y luego a Rusia y China. Según las profecías, en el momento en que Israel esté a punto de caer, los ángeles de Dios ganarán la guerra para luego instalar una utopía espiritual que durará mil años.

Carraspeó y me miró.

—Entre en alguna librería religiosa de vez en cuando y mire un poco; hay comentarios y novelas sobre estas profecías en todas partes, y constantemente aparecen más.

—¿Cree que estos estudiosos de los «últimos tiempos» están en lo cierto? Sacudió la cabeza.

—No creo. La única profecía que se manifiesta en este mundo es la de la ambición y la corrupción del hombre. Podría surgir algún dictador y tomar el poder, pero será porque vio alguna manera de sacar provecho del caos.

—¿Cree que eso va a suceder?

—No sé, pero le diré algo. Si continúa el deterioro de la clase media, y los pobres se vuelven más pobres y el rimen sigue invadiendo el centro de las ciudades y se difunde hacia los suburbios, y entonces, coronando todo eso, experimentamos, digamos, una serie de grandes desastres naturales y toda la economía se derrumba por un tiempo, habrá hordas de vagabundos hambrientos que atacarán a las masas y por doquier cundirá el pánico. Ante esta clase de violencia, si alguien aparece y propone una manera de salvarnos, de enderezar las cosas, pidiendo sólo que cedamos algunas libertades civiles, no me cabe ninguna duda de que lo haremos.

Nos detuvimos y bebimos agua de mi cantimplora. A unos cincuenta metros estaba el árbol de los cuervos.

Me trepé; a lo lejos distinguí un débil eco del sonido inarticulado.

Joel entrecerró los ojos en un gesto de concentración y me miró con más atención.

—¿Qué está escuchando?

Me volví y le dije directamente:

—Es un ruido extraño, un sonido inarticulado que ha estado sonando. Creo que podría tratarse de algún experimento que se desarrolla en el valle.

—No oí comentar nada. ¿Qué clase de experimento? ¿Quién lo dirige? ¿Por qué yo no puedo oírlo?

Estaba por decirle algo más cuando nos interrumpió otro sonido. Escuchamos con atención.

—Es un vehículo —dije.

Otros dos jeeps grises se acercaban por el oeste y se dirigían hacia nosotros. Corrimos a escondemos detrás de los brezos altos; pasaron a unos cien metros, sin parar, rumbo al sudeste siguiendo el mismo camino que el jeep anterior.

—Esto no me gusta nada —dijo Joel—. ¿Quiénes eran?

—Bueno, no son del Servicio de Forestación, y se supone que nadie puede conducir por aquí. Creo que debe de ser gente relacionada con el experimento.

Me miró horrorizado.

—Si quiere —propuse—, puede tomar un camino más directo para volver al pueblo. Diríjase al sudoeste hacia aquel cerro que se ve a lo lejos. Después de un poco más de un kilómetro se encontrará con el río y desde ahí puede seguirlo hacia el oeste hasta el pueblo. A lo mejor llega antes de que oscurezca demasiado.

—¿Usted no viene?

—Ahora no. Yo iré directamente al sur hasta el río y allí esperaré un rato a mi amiga. Tensó la frente.

—Esta gente no puede estar haciendo un experimento sin que lo sepa alguien del Servicio Forestal.

—Ya sé.

—No creerá que puede hacer algo al respecto, ¿no? Esto es algo grande.

No respondí; sentí una oleada de angustia.

Se quedó escuchando un momento más y después emprendió la marcha por el valle, caminando rápido. Se volvió una vez y meneó la cabeza.

Yo lo observé hasta que cruzó la pradera y desapareció del otro lado, en el bosque. Caminé a toda prisa hacia el sur, pensando otra vez en Charlene. ¿Qué hacía ahí? ¿Adónde iba? No tenía ninguna respuesta.

Me apuré y llegué al río en unos treinta minutos. El sol ya estaba totalmente oculto detrás de las nubes agolpadas en el horizonte y la luz del atardecer teñía los bosques de ominosas tonalidades grises. Yo me sentía cansado y sucio y sabía que escuchar a Joel y ver los jeeps habían afectado mi ánimo. Tal vez ya tenía pruebas suficientes para recurrir a las autoridades; tal vez era ésa la mejor manera de ayudar a Charlene. En mi cabeza daban vueltas varias opciones que parecían justificar mi regreso al pueblo.

Como la vegetación de ambos lados del río era poco densa, decidí avanzar y abrirme camino por el bosque más tupido del otro lado, pese a saber que esa zona era propiedad privada.

Una vez del otro lado, me detuve bruscamente al oír otro jeep; eché a correr. Unos quince metros más adelante la tierra se elevaba en una serie de piedras grandes y afloramientos de unos seis metros de alto.

Alcancé la cima a toda velocidad y aceleré el paso; luego salté sobre una pila de rocas grandes con la intención de brincar al otro lado. Cuando mi pie tocó la roca de arriba, la gran piedra rodó, perdí pie y toda la pila empezó a moverse hacia adelante. Reboté una vez sobre mi cadera y aterricé en una pequeña hondonada en tanto que la pila seguía rodando hacia mí. Varias de las piedras, de sesenta o noventa centímetros de diámetro, se tambaleaban y estaban a punto de desplomarse sobre mi pecho. Apenas tuve tiempo para rodar sobre mi lado izquierdo y levantar los brazos, pero no pude salir del medio.

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