Read La muerte llega a Pemberley Online

Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (2 page)

Posteriormente, y a instancias de la menor de las hermanas Bennet, el señor Bingley había organizado un baile en Netherfield, y en aquella ocasión Darcy sí había bailado con Elizabeth. Las carabinas, sentadas en las sillas que se alineaban contra la pared, habían levantado los anteojos y, como el resto de los presentes, se habían dedicado a estudiar con atención a ambos, que ganaban posiciones en la línea de parejas. Allí, claro está, no habían conversado mucho, pero el mero hecho de que el señor Darcy le hubiera pedido a la señorita Elizabeth que bailara con él, y que ella no lo hubiera rechazado, era motivo de interés y especulación.

El paso siguiente en la campaña de Elizabeth fue su visita, en compañía de sir William Lucas y de su hija Maria, a los señores Collins, que residían en la parroquia de Hunsford. En condiciones normales, Elizabeth habría rechazado una invitación como aquella. ¿Qué placer podía experimentar una mujer en su sano juicio en compañía del señor Collins durante seis semanas? Era del dominio público que, antes de que la señorita Lucas lo aceptara, Lizzy había sido su primera opción como prometida. El recato, además de cualquier otra consideración, debería haberla mantenido alejada de Hunsford. Pero a ella, por supuesto, no le pasaba por alto que lady Catherine de Bourgh era vecina y patrona del señor Collins, y que su sobrino, el señor Darcy, se encontraría casi con toda probabilidad en Rosings mientras los visitantes residieran en la parroquia. Charlotte, que mantenía a su madre informada de todos los detalles de su vida de casada, incluido el estado de salud de sus vacas, aves de corral y esposo, le había escrito posteriormente para contarle que el señor Darcy y su primo, el coronel Fitzwilliam, que también se encontraba de visita en Rosings, habían acudido con frecuencia a la parroquia durante la estancia de Elizabeth, y que el señor Darcy, en una ocasión, la había visitado sin su primo, en un momento en que Lizzy también se encontraba a solas. La señora Collins se mostraba convencida de que con aquella deferencia él confirmaba que se estaba enamorando y escribió que, en su opinión, su amiga habría aceptado gustosamente a cualquiera de los dos caballeros, si alguno le hubiera hecho la proposición. Sin embargo, la señorita Lizzy había regresado a casa sin nada resuelto.

Pero, finalmente, todo acabó bien cuando la señora Gardiner y su esposo, que era hermano de la señora Bennet, invitaron a Elizabeth a que los acompañara en un viaje de placer ese verano. La ruta había de llevarlos nada menos que hasta la región de los Lagos, pero, al parecer, las obligaciones del señor Gardiner para con sus negocios aconsejaron finalmente un plan menos ambicioso, y optaron por no llegar más allá de Derbyshire. Fue Kitty, la cuarta hija de los Bennet, la que aportó la noticia, aunque nadie en Meryton creyó la excusa. Una familia acomodada que podía permitirse viajar desde Londres hasta Derbyshire habría extendido el periplo hasta los Lagos sin problemas, de haberlo deseado. Resultaba evidente que el señor Gardiner, cómplice en el plan matrimonial de su sobrina, había escogido Derbyshire porque el señor Darcy se encontraría en Pemberley y, en efecto, los Gardiner y Elizabeth, que sin duda habrían preguntado en la posada si el señor se encontraba en casa, estaban visitando la mansión cuando el señor Darcy regresó. Naturalmente, como gesto de cortesía, los Gardiner fueron presentados, y se invitó al grupo a cenar en Pemberley. Si la señorita Elizabeth había albergado alguna duda sobre lo sensato de su plan para atrapar al señor Darcy, aquella primera visión de Pemberley la reafirmó en su idea de enamorarse de él en cuanto se le presentara la primera ocasión propicia. Posteriormente, él y su amigo el señor Bingley habían regresado a Netherfield Park y sin dilación habían acudido a Longbourn, donde la felicidad de la señorita Bennet y la de la señorita Elizabeth quedaron final y triunfalmente aseguradas. El compromiso de esta, a pesar de su brillo, proporcionó menos placer que el de Jane. Elizabeth nunca había sido muy querida y, de hecho, las más perspicaces entre las damas de Meryton sospechaban a veces que se burlaba de ellas en secreto. También la acusaban de ser sardónica, y aunque no entendían bien qué significaba aquella palabra, sabían que no se trataba de ninguna cualidad deseable en una mujer, pues resultaba especialmente desagradable a los hombres. Las vecinas, cuya envidia ante semejante triunfo excedía toda posible satisfacción ante la idea del enlace, podían consolarse sosteniendo que el orgullo y la arrogancia del señor Darcy, y el cáustico ingenio de su esposa, les garantizaban una vida desgraciada para la que ni siquiera Pemberley y diez mil libras al año podían servir de consuelo.

Para garantizar las formalidades sin las que los grandes esponsales apenas podrían considerarse dignos de tal nombre —la pintura de retratos, la contratación de abogados, la compra de nuevos carruajes y vestidos—, la boda de la señorita Bennet con el señor Bingley, y la de la señorita Elizabeth con el señor Darcy se celebró el mismo día en la iglesia de Longbourn con muy poca demora. Habría sido el día más feliz de la vida de la señora Bennet de no haberse visto aquejada por las palpitaciones durante la ceremonia, palpitaciones causadas por el temor a que lady Catherine de Bourgh, la imponente tía del señor Darcy, se personara en la iglesia para impedir el matrimonio, y, en realidad, hasta que se pronunció la bendición final no se sintió segura de su triunfo.

Cabe poner en duda que la señora Bennet fuera a echar de menos la compañía de la segunda de sus hijas, pero su esposo sí iba a añorarla. Elizabeth había sido siempre la niña de sus ojos. Había heredado su inteligencia, algo de su agudo ingenio, así como el regocijo que le causaban las manías y debilidades de sus vecinos. Longbourn House se convertiría en un lugar más solitario y menos racional en su ausencia. El señor Bennet era un hombre listo y leído, cuya biblioteca constituía a la vez su refugio y la fuente de sus horas más felices. Darcy y él llegaron rápidamente a la conclusión de que se caían bien y, en adelante, como suele suceder con los amigos, aceptaron sus peculiaridades de carácter como prueba de la superioridad intelectual del otro. Las visitas del señor Bennet a Pemberley, que a menudo tenían lugar cuando menos se lo esperaba, solían desarrollarse en gran medida en la biblioteca, una de las mejores en manos privadas, de la que resultaba difícil arrancarlo, incluso a las horas de las comidas. A los Bingley, en Highmarten, los visitaba con menor frecuencia, dado que, además de la excesiva preocupación que Jane demostraba por el bienestar y la comodidad de su esposo e hijos, que en ocasiones al señor Bennet le resultaba irritante, allí eran escasas las tentaciones en forma de nuevos libros y periódicos. El dinero del señor Bingley provenía originalmente del comercio. Él no había heredado una biblioteca familiar, y solo tras la compra de Highmarten House se había planteado la creación de una propia. En su proyecto, tanto Darcy como el señor Bennet se habían mostrado más que dispuestos a contribuir. Existían pocas actividades más agradables que la de gastar el dinero de un amigo para satisfacción propia y en su beneficio, y si los compradores se sentían tentados periódicamente por alguna extravagancia, se consolaban pensando que Bingley podía permitírsela. Aunque los anaqueles de la biblioteca, diseñados según instrucciones de Darcy y aprobados por el señor Bennet, no estaban en absoluto llenos, el dueño de la casa ya empezaba a enorgullecerse al admirar la elegante disposición de los volúmenes y el brillo en la piel de los lomos, y de tarde en tarde abría incluso algún ejemplar y se lo veía leerlo cuando la estación o el tiempo desapacible le desaconsejaba salir a cazar, pescar o practicar tiro.

La señora Bennet solo había acompañado a su esposo a Pemberley en dos ocasiones. Darcy la había recibido con amabilidad y tolerancia, pero ella sentía tal temor reverencial hacia su yerno que no deseaba repetir la experiencia. Elizabeth sospechaba que su madre sentía un mayor placer explicando a las vecinas las excelencias de Pemberley —el tamaño y la belleza de sus jardines, el empaque de la casa, el número de criados y el esplendor de los comedores— que disfrutándolas. Ni el señor Bennet ni su esposa visitaban con frecuencia a sus nietos. Sus cinco hijas, nacidas con breves intervalos de tiempo, les habían dejado recuerdos indelebles de noches en blanco, bebés llorones, un aya que protestaba sin cesar y unas niñeras desobedientes. Una inspección somera de cada uno de sus nietos, practicada poco después del nacimiento de todos ellos, les servía para corroborar lo que afirmaban sus padres: que los recién nacidos poseían una belleza notable y que ya daban muestras de una inteligencia extraordinaria, tras lo que se contentaban con recibir periódicos informes sobre sus progresos.

La señora Bennet, para profundo disgusto de sus dos hijas mayores, había proclamado con estridencia durante el baile celebrado en Netherfield que esperaba que la boda de Jane con el señor Bingley pusiera a sus hijas menores en el punto de mira de otros hombres acaudalados y, para sorpresa general, fue Mary la que cumplió debidamente la profecía de su madre. Nadie esperaba que llegara a casarse. Lectora compulsiva, devoraba libros sin criterio ni comprensión. Tocaba con asiduidad el pianoforte, pero carecía de talento, y solía repetir lugares comunes, sin profundidad ni ingenio. Era evidente que nunca había mostrado el menor interés por el sexo masculino. Para ella, un baile de gala era una penitencia que debía soportar solo porque le proporcionaba la ocasión de ser el centro de atención tocando el pianoforte y, gracias al buen uso del pedal de apoyo, someter al público. A pesar de todo, dos años después de la boda de Jane, Mary era ya la esposa del reverendo Theodore Hopkins, rector de la parroquia adyacente a Highmarten.

El vicario de Highmarten se había sentido indispuesto, y el señor Hopkins se había ocupado de los servicios durante tres domingos consecutivos. Se trataba de un soltero flaco y de aire melancólico, de treinta y cinco años, muy dado a pronunciar sermones interminables en los que abordaba complejas cuestiones teológicas y, por tanto, se había ganado fama de poseer gran inteligencia, y aunque no podía decirse de él que fuera un hombre rico, contaba con unos ingresos propios más que dignos, que se sumaban a la paga que recibía. A Mary, invitada en Highmarten durante uno de los domingos en los que él había predicado, se lo presentó Jane a la puerta de la iglesia tras el servicio, y a él lo impresionó al momento con sus cumplidos sobre el discurso, su aprobación del enfoque que había dado al texto, y con tantas referencias a la importancia de los sermones de Fordyce que Jane, impaciente por regresar a casa, junto a su esposo, a degustar fiambres y ensalada, lo invitó a cenar al día siguiente. Después de aquella ocasión llegaron otras, y en menos de tres meses Mary se había convertido en la señora de Theodore Hopkins. Su vida matrimonial suscitaba tan poco interés como el que había despertado la ceremonia.

Una de las ventajas para la parroquia fue que la calidad de la comida de la vicaría mejoró considerablemente. La señora Bennet había educado a sus hijas para que supieran que una buena mesa es importante para crear armonía doméstica y para atraer a los invitados masculinos. Las congregaciones esperaban que el deseo del vicario de regresar pronto a la felicidad conyugal le llevara a acortar los servicios, pero aunque su envergadura aumentaba, la duración de sus sermones se mantenía invariable. Ambos se acoplaron a la perfección, salvo al principio, cuando Mary exigió disponer de un cuarto de lectura propio en el que poder estar a solas con sus libros. Lo logró convirtiendo la única habitación libre de dimensiones decentes en un dormitorio para su uso exclusivo, que resultó ventajoso a la hora de promover la cordialidad doméstica al tiempo que impedía invitar a dormir a sus familiares.

En el otoño de 1803, año en que la señora Bingley y la señora Darcy celebraban seis años de feliz matrimonio, a la señora Bennet solo le quedaba una hija soltera, Kitty, para la que no había encontrado marido. Ni a la señora Bennet ni a la propia Kitty les preocupaba mucho ese fracaso nupcial. Kitty disfrutaba del prestigio y los privilegios de ser la única hija de la casa, y con sus visitas frecuentes a Jane, de cuyos hijos era la tía favorita, disfrutaba de una vida que nunca hasta entonces le había resultado tan satisfactoria. Además, las apariciones de Wickham y Lydia no animaban precisamente al matrimonio. Ambos llegaban haciendo gala de un buen humor escandaloso, y eran recibidos efusivamente por la señora Bennet, a la que siempre complacía ver a su hija favorita. Pero aquella buena voluntad inicial degeneraba pronto en discusiones, recriminaciones y quejas de los visitantes sobre su pobreza y la parquedad del apoyo económico que les proporcionaban Elizabeth y Jane, por lo que la señora Bennet se alegraba tanto de verlos partir como de recibirlos de nuevo en su siguiente visita. Pero necesitaba a una hija en casa, y Kitty, mucho más cordial y útil desde la marcha de Lydia, desempeñaba muy bien su papel. Así pues, en 1803, la señora Bennet podía considerarse una mujer feliz, en la medida en que se lo permitía la naturaleza, e incluso se la había visto despacharse una cena de cuatro platos en presencia de sir William y lady Lucas sin referirse una vez siquiera a lo injusto del mayorazgo.

Libro I

Un día antes del baile

1

A las once de la mañana del viernes 14 de octubre de 1803, Elizabeth Darcy se encontraba sentada a la mesa del saloncito en la primera planta de Pemberley House. La estancia no era grande, pero sus proporciones la hacían especialmente agradable, y sus dos ventanas daban al río. Ese era el cuarto que había escogido para su uso propio, para decorarlo enteramente a su gusto con muebles, cortinas, alfombras y pinturas seleccionadas entre las riquezas de Pemberley, dispuestas según su antojo. El propio Darcy había supervisado los trabajos, y por el placer dibujado en el rostro de su esposo cuando Elizabeth tomó posesión del lugar, así como por el empeño de todos en complacer sus deseos, había llegado a percatarse, más aún que por las otras maravillas más vistosas de la casa, de los privilegios que conllevaba ser la señora Darcy de Pemberley.

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