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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (4 page)

Demorándose un poco más junto a la ventana, y olvidando por un momento las preocupaciones del día, Elizabeth dejó que sus ojos fueran a posarse sobre toda aquella belleza conocida y serena, pero siempre cambiante. El sol brillaba suspendido en un cielo de un azul translúcido en el que unos pocos jirones de nubes se disolvían como volutas de humo. Elizabeth sabía, por el breve paseo que su esposo y ella solían dar al iniciarse la jornada, que el sol de otoño resultaba engañoso, y un vientecillo gélido, para el que no estaba preparada, los había llevado de vuelta a casa más deprisa que otras veces aquella mañana. Ahora se fijó en que el viento había arreciado. En la superficie del río se alzaban olas pequeñas que iban a morir entre las hierbas y arbustos de las orillas, que proyectaban sus sombras desgarradas, temblorosas, sobre las agitadas aguas.

Entonces vio a dos personas desafiar el frío de la mañana: Georgiana y el coronel Fitzwilliam habían estado caminando junto al cauce, y ahora regresaban hacia el prado y se acercaban a la escalinata de piedra que daba acceso a la casa. El coronel Fitzwilliam iba de uniforme, y su casaca roja ponía una viva pincelada de color sobre el azul pálido de la capa de Georgiana. Caminaban algo separados el uno del otro, pero a Elizabeth le pareció que amigablemente, deteniéndose cada vez que Georgiana se sujetaba el sombrero, que el viento amenazaba con levantar por los aires. Al ver que se acercaban, Elizabeth se retiró de la ventana, pues no quería que pensaran que los estaba espiando, y regresó al escritorio. Todavía le quedaban algunas cartas por escribir, invitaciones por responder, decisiones por tomar sobre si a alguno de los campesinos que sufrían pobreza, o algún pesar, le vendría bien una visita suya para transmitirle su comprensión o brindarle ayuda.

Acababa de levantar la pluma de la mesa cuando llamaron a la puerta y tras ella apareció la señora Reynolds.

—Siento molestarla, señora, pero el coronel Fitzwilliam acaba de regresar de un paseo y ha preguntado si podría dedicarle unos minutos, si no es demasiada molestia.

—Ahora estoy libre —respondió—. Que suba si lo desea.

Elizabeth pensó que sabía lo que tal vez quisiera comunicarle, algo que le causaba cierto nerviosismo y que habría preferido ahorrarse. Darcy tenía pocos amigos y, desde la infancia, su primo el coronel Fitzwilliam había visitado Pemberley con frecuencia. Durante los primeros tiempos de su carrera militar, su presencia en la casa había menguado, pero en los últimos dieciocho meses, sus estancias, si bien de menor duración, se habían vuelto más constantes, y a Elizabeth no le había pasado por alto que se había producido un cambio, sutil pero inequívoco, en su trato hacia Georgiana: sonreía más a menudo cuando ella estaba presente, y mostraba una mayor predisposición que antes a sentarse a su lado cuando tenía ocasión, y a conversar con ella. Desde su visita del año anterior, en que también había acudido para asistir al baile de lady Anne, se había producido, además, un cambio material en su vida. Su hermano mayor, heredero del condado, había muerto en el extranjero, y ahora él llevaba el título de vizconde Hartlep, que lo acreditaba como legítimo heredero. Con todo, prefería no usarlo, especialmente cuando se encontraba entre amigos, pues había decidido esperar a la sucesión para asumir su nuevo título y las numerosas responsabilidades que este conllevaba. Así pues, por lo general era conocido como coronel Fitzwilliam.

Lo que querría, por supuesto, sería casarse, y más ahora que Inglaterra estaba en guerra con Francia y él podía perder la vida en acto de servicio sin dejar sucesor. Aunque a Elizabeth nunca le habían preocupado los árboles genealógicos, sabía que no existía ningún pariente cercano de sexo masculino y que, si el coronel moría sin hijos varones, el título de conde se extinguiría. Se preguntaba, y no era la primera vez, si estaba buscando esposa en Pemberley y, de ser así, cómo reaccionaría Darcy. Debía de complacerle, sin duda, que su hermana se convirtiera algún día en condesa, y que su esposo llegara a formar parte de la Cámara de los Lores y fuera nombrado legislador de su país. Todas ellas eran razones más que justificables de orgullo familiar, pero ¿las compartiría Georgiana? Ella era ya una mujer adulta, y no se hallaba sujeta a custodia de ningún tipo, pero Elizabeth sabía que le dolería inmensamente casarse con un hombre sin contar con la aprobación de su hermano; y también estaba la complicación de Henry Alveston. Elizabeth había visto lo bastante para convencerse de que aquel hombre estaba enamorado de ella, o a punto de estarlo. Pero ¿y Georgiana? De algo estaba segura Elizabeth: Georgiana Darcy no se casaría jamás con alguien a quien no amara o por quien no sintiera esa fuerte atracción, ese hondo afecto y ese respeto que las mujeres saben que puede profundizarse hasta convertirse en amor. ¿Acaso aquello no le habría bastado a Elizabeth si el coronel Fitzwilliam se le hubiera declarado cuando se encontraba visitando a su tía, lady Catherine de Bourgh, en Rosings? La idea de que, insensatamente, hubiera podido perder a Darcy y su felicidad presente por aceptar el ofrecimiento de un primo de este la humillaba más aún que el recuerdo de su interés por el infame George Wickham, y la apartó de su mente sin vacilar.

El coronel había llegado a Pemberley la tarde anterior, justo a tiempo para la cena, pero, además de saludarlo, apenas habían tenido ocasión de estar juntos. Ahora, mientras él llamaba discretamente a la puerta, la franqueaba y, a instancias suyas, tomaba asiento frente a ella, en la silla situada junto a la chimenea, a Elizabeth le parecía verlo con claridad por primera vez. Era cinco años mayor que Darcy, pero cuando se habían conocido en la galería de Rosings, su simpatía, su buen humor y su atractiva viveza no habían hecho sino subrayar lo taciturno de su primo, y había sido él quien le había parecido el más joven de los dos. Pero todo aquello pertenecía al pasado. Ahora poseía una madurez y una seriedad que lo hacían parecer mayor de lo que era. Algo de ello tenía que deberse, pensaba Elizabeth, a sus servicios en el ejército y a las enormes responsabilidades que recaían sobre él en tanto que comandante de hombres, mientras que su cambio de estatus había traído consigo no solo una mayor carga, sino también un orgullo de abolengo más visible y, por qué no, un atisbo de arrogancia, que resultaban menos atractivos.

Fitzwilliam no inició la conversación de inmediato y entre los dos se hizo un silencio durante el cual ella resolvió que, como había sido él quien había solicitado verla, debía ser él quien hablara primero. Él, por su parte, parecía preocupado por cuál era el mejor modo de proceder, aunque no parecía sentirse incómodo ni violento. Finalmente, inclinándose hacia ella, pronunció las primeras palabras.

—Confío, querida prima, en que su perspicacia y su interés por las vidas y los asuntos de los demás la habrán llevado a no ignorar del todo lo que estoy a punto de revelarle. Como sabe, desde el fallecimiento de lady Anne Darcy he gozado del privilegio de acompañar a Darcy en la misión de custodiar a su hermana, y creo poder decir que he cumplido con mi deber con un hondo sentido de mis responsabilidades y con afecto fraternal por mi protegida, afecto que no ha flaqueado en ningún momento. Al contrario, ha ido haciéndose más profundo y se ha convertido en el amor que un hombre debería sentir por la mujer con la que espera casarse, y es mi deseo más preciado que Georgiana consienta en ser mi esposa. No se lo he pedido formalmente a Darcy, pero a él no le ha pasado desapercibido, y tengo la esperanza de que mi proposición cuente con su aprobación y consentimiento.

Elizabeth estimó más prudente no mencionar que, dado que Georgiana había alcanzado su mayoría de edad, el consentimiento de su hermano ya no era necesario.

—¿Y Georgiana? —se limitó a preguntar.

—Hasta que cuente con la aprobación de Darcy no me siento autorizado a hablar. Por el momento reconozco que Georgiana no ha dicho nada que me dé motivos para albergar esperanzas fundadas. Su actitud hacia mí es siempre de amistad, confianza y, según creo, afecto. Espero que la confianza y el afecto crezcan hasta convertirse en amor, si soy paciente. Creo que a una mujer el amor le llega más a menudo después del matrimonio que antes de él y, sin duda, a mí me parece a la vez natural y correcto que así sea. Después de todo, la conozco desde que nació. Reconozco que la diferencia de edad podría representar un problema, pero solo soy cinco años mayor que Darcy, y no llego a verlo como un impedimento.

Elizabeth sintió que habían entrado en un terreno resbaladizo.

—Tal vez la edad no sea impedimento, pero podría serlo un interés ya existente.

—¿Está pensando en Henry Alveston? Sé que a Georgiana le atrae, pero no he percibido nada que sugiera un vínculo más profundo. Se trata de un joven agradable, listo y excelente. No oigo sino elogios sobre su persona. Y es muy posible que él albergue esperanzas. Naturalmente, querrá casarse por dinero. —Elizabeth apartó la mirada, y él se apresuró a añadir—: No es mi intención acusarlo de avaricia ni de falta de sinceridad, pero con sus responsabilidades, su admirable empeño en sanear la fortuna familiar y sus enérgicos esfuerzos para recuperar el patrimonio y una de las casas más hermosas de Inglaterra, no puede permitirse contraer matrimonio con una mujer pobre. Ello lo condenaría a él, y a su esposa, a la infelicidad, e incluso a la penuria.

Elizabeth permaneció en silencio. A su mente regresaron aquel primer encuentro en Rosings, la charla tras la cena, la música y las risas, y sus visitas frecuentes a la parroquia, sus atenciones con ella, demasiado evidentes para pasarlas por alto. La noche de la cena, lady Catherine había presenciado sin duda lo bastante para mostrarse preocupada. Nada escapaba a su mirada aguda, penetrante. Ella recordaba bien que había exclamado: «¿Qué es eso tan interesante de lo que habláis? Yo también quiero participar de la conversación.» Elizabeth sabía que había empezado a preguntarse si aquel era un hombre con el que podría ser feliz, pero la esperanza, si es que había sido lo bastante intensa para recibir ese nombre, había muerto poco después, cuando habían vuelto a coincidir, tal vez casualmente, tal vez en un encuentro forzado por él, cuando ella se encontraba caminando sola por los jardines de Rosings y él se ofreció a acompañarla de regreso a la rectoría. Él se lamentó de su pobreza, y ella se burló de él cariñosamente preguntándole qué desventajas acarreaba la pobreza al hijo menor de un conde. Él replicó que los hijos menores «no pueden casarse donde quieren». En aquel momento ella se preguntó si su comentario había sido una advertencia, y la sospecha le causó cierto sonrojo, que procuró ocultar llevando la conversación hacia cuestiones más agradables. Pero el recuerdo del incidente distaba mucho de serlo. Ella no necesitaba de las advertencias del coronel Fitzwilliam para saber qué matrimonio aguardaba a una joven con cuatro hermanas solteras y sin fortuna. ¿Le estaba insinuando que un joven afortunado podía estar tranquilo disfrutando de la compañía de una mujer como ella, coqueteando incluso discretamente, pero que la prudencia dictaba que ella no debía llevarse a engaño esperando algo más? Tal vez la advertencia fuera necesaria, pero no había sido correctamente planteada. Si él no había albergado nunca la menor intención hacia ella, habría sido más cortés por su parte que no se hubiera mostrado tan abiertamente asiduo en sus atenciones.

El coronel Fitzwilliam se percató de su silencio.

—¿Puedo esperar su aprobación? —le preguntó.

Ella se volvió hacia él y le respondió con firmeza.

—Coronel, yo no tengo parte en esto. Ha de ser Georgiana la que decida dónde se halla su dicha. Yo solo puedo decirle que, si ella se muestra de acuerdo en casarse con usted, yo compartiré plenamente el placer que a mi esposo le cause su unión. Pero no es este un asunto en el que yo pueda ejercer influencia alguna. La decisión ha de ser de Georgiana.

—He creído que tal vez ella habría hablado con usted.

—Georgiana no me ha hecho ninguna confidencia al respecto, y no sería adecuado por mi parte que yo le planteara el tema hasta que ella lo haga, si llega a hacerlo.

Fitzwilliam pareció por un momento satisfecho con la respuesta, pero entonces, como llevado por una compulsión, volvió a referirse al hombre del que sospechaba que podía ser su rival.

—Alveston es un joven apuesto y agradable, y sabe expresarse bien. El tiempo y la madurez que este otorga moderarán sin duda cierto exceso de confianza y la tendencia a mostrar menos respeto por sus mayores del que es debido a su edad, y que resulta censurable en alguien tan capaz. No dudo que sea bien recibido en Highmarten, pero me resulta sorprendente que pueda visitar con tanta frecuencia al señor y la señora Bingley. Los abogados de éxito no suelen ser tan pródigos con su tiempo.

Elizabeth no respondió nada, y a él le pareció tal vez que sus críticas, tanto las expresadas como las sugeridas, habían sido imprudentes.

—Aunque es cierto —añadió— que suele aparecer por Derbyshire los sábados y los domingos, o cuando no hay sesiones en los tribunales. Supongo que estudia cuando dispone de tiempo libre.

—Mi hermana dice que nunca ha recibido en su casa a otro invitado que pasara tanto tiempo trabajando en la biblioteca —dijo Elizabeth.

Hubo otra pausa, y entonces, para su sorpresa e incomodidad, Fitzwilliam dijo:

—Supongo que George Wickham sigue sin ser recibido en Pemberley.

—Así es. Nunca. Ni Darcy ni yo lo hemos visto desde que estuvo en Longbourn tras su boda con Lydia.

Se hizo otro silencio, más prolongado esta vez.

—Fue desacertado que se prestara tanta atención a Wickham cuando era niño —dijo al fin el coronel Fitzwilliam—. Lo criaron junto a Darcy como si fueran hermanos. Durante la infancia, probablemente, aquello resultó beneficioso para ambos. Dado el afecto que el difunto señor Darcy sentía por su secretario, tras la muerte de este fue una muestra natural de caridad que se responsabilizara hasta cierto punto de su hijo. Pero para un muchacho del temperamento de Wickham, codicioso, ambicioso, inclinado a la envidia, era un peligro para él gozar de unos privilegios que, una vez concluida la infancia, no podría seguir compartiendo. Los dos asistieron a distintos colegios en la universidad y, por supuesto, él no acompañó a Darcy en su viaje por Europa. Los cambios en su estatus y en sus expectativas se produjeron tal vez demasiado drástica y súbitamente. Tengo motivos para creer que lady Anne se percató del peligro.

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