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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (58 page)

El corazón me late alocado. Intento parecer natural cuando le pregunto:

—¿Dónde le has visto?

—Lo veo en clubes. Sobre todo en Exit, y en el bar Smart. De todos modos, no puedo imaginarme que sea tu novio; es un maníaco. El caos preside su vida. Es un alcohólico, y es... No sé cómo decírtelo, muy duro con las mujeres. Al menos, eso es lo que me han contado.

—¿Es violento?

No logro imaginarme a Henry pegando a una mujer.

—No. No lo sé.

—¿Cuál es su apellido?

—Ni idea. Escucha, gatita, este tío te masticaría entera y luego te escupiría... No te conviene en absoluto.

Sonrío. Él es exactamente lo que necesito, pero sé que es absurdo ir de caza al País de los Clubes para encontrarlo.

—¿Qué es lo que necesito yo?

—A mí. Salvo que tú no pareces creerlo.

—Tú tienes a Charisse. ¿Para qué vas a quererme a mí?

—Pues te quiero. No sé por qué.

—¿Eres mormón o algo parecido?

Gómez se pone muy serio.

—Clare... Yo... Mira, Clare...

—No hables.

—De verdad que yo...

—No. No quiero saberlo.

Me levanto, apago el cigarrillo y empiezo a ponerme la ropa. Gómez se queda sentado, completamente inmóvil, y me mira mientras me visto. Me siento viciada, sucia y repulsiva poniéndome el vestido de la fiesta de anoche delante de Gómez, pero intento que no se me note. No puedo abrocharme la larga cremallera que llevo en la parte de atrás del vestido, y Gómez me ayuda con semblante serio.

—Clare, no estés furiosa.

—No estoy furiosa contigo, sino conmigo.

—Ese tipo debe de ser algo increíble si piensa que puede dejar a una chica como tú y esperar que luego ella vaya a buscarlo al cabo de dos años.

—Es maravilloso —le digo a Gómez sonriéndole. Me doy cuenta de que he herido sus sentimientos—. Lo siento, Gómez. Si yo no tuviera a nadie y tú no estuvieras comprometido...

Gómez hace un gesto de negación, y, antes de que me dé cuenta, me está besando. Le devuelvo el beso, y solo por un instante me pregunto...

—Tengo que marcharme, Gómez.

Él asiente, y luego me voy.

Viernes 27 de abril de 1990

Henry tiene 26 años

H
ENRY
: Ingrid y yo estamos en el teatro Riviera, bailando y quemándonos las neuronas al ritmo de los dulces sones de Iggy Pop. Ingrid y yo siempre somos felices cuando bailamos juntos, follamos o nos dedicamos a cualquier actividad que tenga que ver más con la parte física que con la intelectual. Ahora mismo estamos en el cielo. Nos dirigimos a primera línea, mientras el señor Pop nos fustiga a todos hasta convertirnos en una bola compacta de energía maníaca. Una vez le dije a Ing que bailaba como una alemana, y eso no le gustó, pero es cierto: baila en serio, como si nuestras vidas pendieran de un hilo, como si el bailar con precisión pudiera salvar a los niños hambrientos de la India. Es fenomenal. El Iggster canta la balada «Calling Sister Midnight»:
«well, I'm an idiot for you...»
, y sé exactamente cómo se siente. Es en momentos como estos cuando veo qué sentido tiene una relación como la mía con Ingrid. Nos fustigamos y quemamos con «Lust for Life», «China Doll» o «Funtime». Ingrid y yo hemos tomado bastante
speed
para despegar en una misión a Plutón, y me embarga una sensación extraña y aguda y la profunda convicción de que podría dedicarme a esto, seguir aquí durante el resto de mi vida y sentirme plenamente satisfecho. Ingrid está sudando. Su camiseta blanca se le ha pegado al cuerpo de un modo interesante y delicioso desde un punto de vista estético, y me propongo arrancársela; pero me contengo, porque no lleva sujetador y me lo recordaría hasta la saciedad. Bailamos, Iggy Pop canta y, por desgracia, de modo inevitable y después de tres bises, el concierto termina al fin. Me siento fantásticamente bien. Mientras desfilamos hacia la calle con nuestros mentalizados y encantados compañeros de concierto, me pregunto qué podríamos hacer a continuación. Ingrid se desmarca y se incorpora a la larguísima cola del servicio de señoras, y yo la espero fuera, en Broadway. Estoy contemplando a un yuppie en su BMW, que discute con el muchacho aparcacoches sobre un espacio prohibido, cuando un tío enorme y rubio me sale al encuentro.

—¿Henry?

Me pregunto si me enseñará una citación judicial o algo parecido.

—¿Qué quieres?

—Clare me ha dicho que te salude.

¿Quién diablos es Clare?

—Lo siento, te equivocas.

Ingrid se acerca; ha recobrado ya su aspecto acostumbrado de chica Bond. Mira de arriba abajo al tipo, que es un espécimen bastante atractivo, y le paso el brazo por los hombros.

El tipo sonríe.

—Lo siento. Debes de tener un doble por ahí.

El corazón se me contrae; algo se cuece que no acabo de comprender, una parte de mi futuro se imbrica en el ahora, pero no es el momento de hacer averiguaciones. El chico parece complacido, y se disculpa antes de alejarse.

—¿De qué iba todo eso? —pregunta Ingrid.

—Creo que me ha tomado por otro —le digo, encogiéndome de hombros.

Ingrid parece preocupada; pero como todo lo que concierne a mi persona parece preocuparle, decido ignorarlo.

—Oye, Ing, ¿qué te apetece hacer ahora? —Siento que podría atravesar un edificio de un salto.

—¿Vamos a mi casa?

—Brillante idea.

Nos detenemos en Margie's Candies para tomar un helado y al cabo de un rato, estamos en el coche entonando: «Helado, helado, me he quedado helado de gritar: ¡un helado!», y riendo como niños perturbados. Más tarde, y ya en la cama de Ingrid, me pregunto quién será Clare, pero me imagino que probablemente es una pregunta sin respuesta, así que me olvido del tema.

Viernes 18 de febrero de 2005

Henry tiene 41 años, y Clare 33

H
ENRY
: Hoy llevo a Charisse a la ópera. Representan
Tristán e Isolda.
La razón de que haya venido con Charisse, y no con Clare, guarda su correlato con la extrema aversión que esta última siente por Wagner. Yo tampoco es que sea un wagneriano empedernido, pero tenemos entradas para la temporada y prefiero asistir a perdérmelo. Esta misma tarde lo discutíamos en casa de Charisse y Gómez, cuando ella ha comentado con nostalgia que jamás había ido a la ópera. Como resultado de la conversación, Charisse y yo estamos saliendo del taxi que nos ha dejado frente al Teatro de Ópera Lírica, y Clare se ha quedado en casa cuidando de Alba y jugando a Scrabble con Alicia, que ha venido a pasar la semana con nosotros.

La verdad es que no me apetece nada. Al parar en casa de nuestros amigos para recoger a Charisse, Gómez me ha guiñado un ojo diciéndome: «No regreséis a casa demasiado tarde, hijo», en su mejor tono de padre incompetente. No consigo recordar cuándo fue la última vez que Charisse y yo salimos juntos. Me gusta Charisse, mucho, pero no sé muy bien qué decirle.

La guío entre la multitud. Ella camina despacio, disfrutando con el espléndido vestíbulo, el mármol y las teatrales y elevadas galerías llenas de ricachones de elegante sobriedad y estudiantes con pieles falsas y narices agujereadas. Charisse sonríe a los vendedores de libretos, dos caballeros vestidos con esmoquin, que cantan en armonía situados frente a la entrada al vestíbulo: «¡Libreto! ¡Libreto! ¡Compren un libreto!». No ha venido nadie que conozca. Los wagnerianos son los Boinas Verdes de los fans de la ópera; están hechos de un tejido más recio, y se conocen entre ellos. Hay mucho besuqueo mientras Charisse y yo subimos por la escalinata hasta la platea alta.

Clare y yo tenemos un palco particular; es uno de los lujos que podemos permitirnos. Retiro la cortina, Charisse entra y exclama:

—¡Oh!

Le cojo el abrigo y lo coloco con cuidado sobre una silla. Luego también dejo el mío. Nos acomodamos. Charisse cruza los tobillos y dobla sus pequeñas manos sobre el regazo. El pelo negro le brilla bajo la tenue y suave luz, y con su pintalabios oscuro y sus teatrales ojos, Charisse es como una niña exquisita y malévola, vestida de veintiún botones, a quien han dejado quedarse levantada en compañía de los mayores. Se sienta y se empapa de la belleza del teatro lírico, los dorados labrados y el telón verde que protege el escenario, las ondas del enyesado que bajan en cascada y bordean cada arco y cada bóveda, el excitado murmullo del gentío. Las luces se apagan y Charisse me dedica una sonrisa. El telón se alza, y nos vemos trasladados a un barco. Isolda canta. Me reclino en la butaca y me pierdo en el torrente de su voz.

Tras cuatro horas, una poción amorosa y una ovación en pie al final, me vuelvo hacia Charisse.

—Dime, ¿qué te ha parecido?

—Pues un poco tontorrona, ¿no? —me responde riendo—. Claro que el canto le restaba cualquier asomo de tontería.

Le sostengo el abrigo y ella avanza el brazo a tientas, buscando la manga; la encuentra y se encoge dentro de la prenda.

—¿Tontorrona? Supongo que sí. Claro que yo estoy dispuesto a creerme que Jane Egland es joven y bonita, en lugar de una voluminosa de ciento treinta y seis kilos, porque tiene la voz de Euterpe.

—¿De Euterpe?

—La musa de la música.

Nos unimos al reguero de espectadores satisfechos que abandonan el teatro. Al llegar abajo, salimos a la fría noche. Remontamos un poco Wacker Drive y logramos escabullimos en un taxi al cabo de escasos minutos. Estoy a punto de darle al conductor la dirección de Charisse cuando ella me dice:

—Henry, vayamos a tomar un café. Todavía no quiero regresar a casa.

Le digo al taxista que nos lleve al Club del Café de Don, que está en Jarvis, en el extremo norte de la ciudad. Charisse charla sobre el canto, que ha sido sublime; sobre los decorados, también, y ambos coincidimos en que no eran nada acertados; sobre las dificultades morales de disfrutar de Wagner, cuando sabes que fue un cabrón antisemita, cuyo admirador principal fue Hitler. Cuando llegamos al local de Don, vemos que está concurridísimo; Don recibe a la corte con una camisa hawaiana de color naranja, y lo saludo con la mano. Encontramos una mesita en la parte de atrás. Charisse pide pastel de cerezas al gusto del chef y café, y yo pido mi habitual bocadillo de mantequilla de cacahuete y jalea, y un café también. Perry Como canta en el estéreo y una neblina de humo de cigarrillo se expande por los juegos de comedor de a diario y las pinturas compradas en los encantes. Charisse apoya la cabeza entre las manos y suspira.

—Es tan increíble... Creo que a veces olvido lo que es sentirse adulto.

—No salís mucho, ¿verdad?

Charisse chafa el helado con el tenedor y se ríe.

—Joe hace esto. Dice que sabe mejor si se ablanda. Dios mío, soy yo quien imita sus malos modales en lugar de que sean ellos quienes aprendan los míos. —Charisse toma un bocado de tarta—. Si quieres que conteste a tu pregunta, sí que salimos, pero casi siempre es para asistir a actos políticos. Gómez está pensando en presentarse a regidor.

Me atraganto con el café y empiezo a toser. Cuando recupero el habla, le digo:

—¡No bromees! ¿No es eso aventurarse en el lado tenebroso? Gómez siempre está cargando contra la administración del ayuntamiento.

Charisse me mira con ironía.

—Ha decidido cambiar el sistema desde dentro. Está quemado de tantos casos espantosos de abuso de menores. Creo que se ha convencido de que, en el fondo, podría mejorar las cosas si tuviera algo de influencia.

—A lo mejor tiene razón.

Charisse niega con gesto rotundo.

—Me gustaba más cuando éramos jóvenes anarquistas revolucionarios. Prefiero volar objetos que besar culos.

—Jamás me había dado cuenta de que eres más radical que Gómez —le digo sonriendo.

—Oh, sí. Lo que pasa es que no tengo tanta paciencia como él. Quiero acción.

—¿Gómez tiene paciencia?

—Desde luego que sí. Si no, mira todo el asunto de Clare... —Charisse se calla de pronto, y me mira.

—¿Qué asunto? —Me doy cuenta de que estoy planteando la pregunta que nos ha traído a este lugar, que Charisse ha esperado todo este tiempo para sacar el tema. Me pregunto qué sabrá ella que desconozca yo. Me pregunto si quiero saber lo que ella sabe. Creo que prefiero ignorarlo.

Charisse aparta la mirada, y luego fija sus ojos en mí. Contempla su café y coloca las manos alrededor de la taza.

—Bueno, creía que tú ya lo sabías, pero es que... Gómez está enamorado de Clare.

—Sí. —No la ayudo con esta afirmación.

Charisse recorre con el dedo el grano del enchapado de la mesa.

—Como te decía... Clare le ha dicho que se vaya a freír espárragos, pero él piensa que si aguanta lo bastante, algo pasará, y él terminará con ella.

—¿Algo pasará...?

—Algo te pasará a ti —afirma Charisse; su mirada se cruza con la mía.

Me siento mareado.

—Perdona —le digo.

Me levanto y me dirijo al minúsculo baño plastificado con imágenes de Marilyn Monroe. Me echo agua fría en la cara y me apoyo contra la pared con los ojos cerrados. Cuando compruebo que no voy a marcharme a ninguna parte, regreso a la cafetería y me siento.

—Perdona. ¿Qué estabas diciendo?

Charisse parece asustada y retraída.

—Henry —me dice en voz queda—, dímelo.

—¿Que te diga el qué, Charisse?

—Dime que no te irás a ninguna parte. Dime que Clare no quiere a Gómez. Dime que todo se solucionará; o bien dime que todo es una mierda, no lo sé... ¡Pero haz el favor de decirme lo que está pasando! —exclama con voz trémula. Me pone la mano en el brazo y hago un esfuerzo para no retirarlo.

—Vivirás feliz, Charisse. Todo irá bien.

Me mira fijamente, sin creerme, pero deseando que mis palabras sean ciertas. Inclino la silla hacia atrás.

—Él no te dejará.

Charisse suspira.

—¿Y en cuanto a ti?

No respondo. Charisse sigue mirándome, pero luego se queda cabizbaja.

—Vamos a casa —dice finalmente, y salimos del local.

Domingo 12 de junio de 2005

Clare tiene 34 años, y Henry 41

C
LARE
: Una preciosa tarde de domingo entro en la cocina y veo a Henry de pie junto a la ventana, contemplando el patio trasero. Me hace una señal para que me acerque. Cuando miro hacia fuera, veo que Alba está jugando en el jardincillo con una niña mayor que ella, de unos siete años. Tiene el pelo oscuro y va descalza. Lleva una camiseta sucia con la insignia de los Cubs. Las dos niñas están sentadas en el suelo, la una frente a la otra. La mayor nos da la espalda. Alba le sonríe y hace un gesto con las manos, como si estuviera volando. La otra niña mueve la cabeza en señal de negación y ríe.

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