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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (59 page)

—¿Quién es? —le pregunto a Henry.

—Es Alba.

—Ya, pero quién está con ella.

Henry sonríe, pero frunce el entrecejo hasta que la sonrisa adquiere un cariz de preocupación.

—Clare, es Alba cuando sea mayor. Está viajando a través del tiempo.

—¡Santo Cielo! —Me quedo contemplando a la niña, que se gira en redondo y señala hacia la casa. Veo su breve perfil y entonces se da la vuelta de nuevo—. ¿No tendríamos que salir?

—No, ella está bien. Si quieren entrar, ya lo harán.

—Me encantaría conocerla...

—Vale más que no... —empieza a decir Henry, pero en ese preciso instante las dos Alba se levantan de un salto y se dirigen a la carrera hacia la puerta trasera, de la mano. Entran como una exhalación en la cocina, riendo a carcajadas.

—Mamá, mamá —dice mi Alba, la Alba de tres años, señalando—. ¡Mira! ¡Una Alba mayor que yo!

La otra Alba sonríe y me saluda, y yo le devuelvo el saludo. Sin embargo, cuando se vuelve y ve a Henry, grita:

—¡Papá!

La niña se abalanza hacia él, lo envuelve entre sus brazos y se echa a llorar. Henry me mira de refilón, se inclina sobre Alba, la mece y le susurra algo al oído.

H
ENRY
: Clare está lívida; nos observa, de pie, cogiéndole la manita a Alba, la pequeñita Alba, que permanece inmóvil contemplando boquiabierta cómo su otro yo se aferra a mí, llorando. Me inclino sobre Alba, y le susurro al oído:

—No le digas a mamá que he muerto, ¿de acuerdo?

La niña levanta los ojos, con lágrimas pendiendo de sus largas pestañas, los labios trémulos, y asiente. Clare le tiende un pañuelo de celulosa, le dice que se suene la nariz y le da un abrazo. Alba permite que Clare se la lleve para lavarle la cara. La pequeña Alba, esta Alba del presente, se encarama a mi pierna.

—¿Por qué, papá? ¿Por qué está triste?

Por suerte no tengo que responder porque Clare y Alba ya regresan; esta lleva una de las camisetas de Clare y un par de pantalones cortados que son míos.

—Escuchadme todos, ¿os apetece ir a tomar un helado? —propone Clare.

Las dos Alba sonríen; la pequeña danza a nuestro alrededor chillando:

—Helado, helado, me he quedado helado...

Nos apretujamos en el coche, Clare conduce, la Alba de tres años va en el asiento delantero y la Alba de siete, en el trasero, conmigo. La niña se apoya en mí, y yo le paso el brazo por el hombro. Nadie pronuncia ni una sola palabra, salvo la pequeña Alba, que va diciendo: «¡Mira, Alba, un perrito! ¡Mira, Alba, mira, Alba...!», hasta que su otro yo le responde:

—Sí, Alba, ya lo veo.

Clare nos lleva a Zephyr; nos instalamos en un reservado de vinilo azul resplandeciente y pedimos dos banana splits, una malta chocolateada y un cucurucho de vainilla de textura suave con virutas. Las niñas succionan el banana split como dos aspiradoras; Clare y yo jugueteamos con nuestro helado, sin mirarnos.

—Alba —dice Clare—, ¿qué está pasando en tu presente?

Alba me dirige una mirada de inteligencia.

—No gran cosa. El abuelo me está enseñando el Concierto para Violín, número 2, de Saint-Saéns.

—Participas en una obra de teatro en la escuela —la interrumpo.

—¿Ah, sí? Todavía no, supongo.

—Ay, lo siento. Creo que eso no sucede hasta el año siguiente.

La conversación sigue por esos derroteros. Mantenemos una charla atropellada, dando rodeos para no mencionar lo que sabemos, porque tenemos que impedir que Clare y la pequeña Alba se enteren de la verdad. Al cabo de un rato, la Alba ya crecida recuesta la cabeza entre sus brazos, sobre la mesa.

—¿Cansada? —le pregunta Clare.

La niña asiente.

—Será mejor que nos marchemos —le digo a Clare.

Pagamos y cojo en brazos a Alba; está exánime, casi dormida en mis brazos. Clare aupa a Alba, que está hiperglucémica de tanto azúcar. Instalados ya en el coche, y mientras cruzamos por la avenida Lincoln, Alba se desvanece.

—Ya ha vuelto —le digo a Clare.

Ella me sostiene la mirada desde el retrovisor durante unos breves instantes.

—¿Ha vuelto dónde, papá? —pregunta Alba—. ¿Dónde ha vuelto?

Más tarde

C
LARE
: Al final, he conseguido que Alba duerma la siesta. Henry está sentado en nuestra cama, bebiendo un whisky escocés y mirando por la ventana cómo se persiguen unas ardillas por el emparrado de la pérgola. Me siento a su lado.

—Hola —le digo.

Henry me mira, me pasa el brazo por el hombro y me atrae hacia sí.

—Hola.

—¿Vas a contarme de qué iba todo eso?

Henry deja el vaso y empieza a desabrocharme los botones de la blusa.

—¿Puedo pasar sin decírtelo?

—No. —Le desabrocho el cinturón y luego el botón de los téjanos.

—¿Estás segura? —me pregunta, besándome el cuello.

—Sí. —Le bajo la cremallera y, metiéndole la mano por debajo de la camisa, le acaricio el estómago.

—La verdad es que no querrás saberlo.

Henry deja escapar su aliento en mi oído y me lame la oreja. Tiemblo. Me quita la blusa y me desabrocha el cierre del sujetador. Los pechos ceden y me tumbo de espaldas, contemplando a Henry mientras se quita los téjanos, los calzoncillos y la camisa. Cuando se mete en la cama, le digo:

—Los calcetines.

—Ah, sí. —Se quita los calcetines y nos quedamos mirando.

—Estás intentando una maniobra de distracción —le digo.

—Soy yo el que intenta distraerse —me dice Henry, acariciándome el estómago—. Si además consigo distraerte a ti, mejor que mejor.

—Tienes que contármelo.

—No, de ningún modo. —Me cubre los pechos con sus manos y recorre mis pezones con los pulgares.

—Me imaginaré lo peor.

—Tú misma.

Levanto las caderas y Henry tira de mis téjanos y mis braguitas. Se sienta a horcajadas sobre mí, se inclina y me besa. «¿De qué se trata, Dios mío? —me pregunto—. ¿Qué puede ser tan malo?» Cierro los ojos. Me asalta un recuerdo: el prado, un frío día de invierno de mi infancia, corriendo sobre la hierba muerta, oigo un ruido, es él, que me llama...

—¿Clare? —Henry me muerde los labios, con suavidad—. ¿Dónde estás?

—En 1984.

Henry se detiene y me pregunta:

—¿Por qué?

—Creo que ahí es donde sucede todo.

—¿Dónde sucede el qué?

—Lo que tienes tanto miedo de contarme.

Henry se deja caer a un lado y nos quedamos echados, de costado.

—Cuéntamelo.

—Era temprano. Un día de otoño. Mi padre y Mark salieron a cazar ciervos. Me desperté; creí oír que me llamabas, y salí corriendo hacia el prado. Ahí estabas tú, junto con mi padre y Mark, mirando algo, pero mi padre me hizo regresar a casa, y nunca pude ver qué era lo que estabais mirando.

—¿Ah, no?

—Ese mismo día, más tarde, fui al calvero; y encontré un lugar en la hierba completamente empapado de sangre.

Henry no dice nada, pero frunce los labios. Lo rodeo con mis brazos, y lo aprieto con fuerza.

—Lo peor...

—Calla, Clare.

—Pero...

—Chitón.

La tarde sigue luciendo, dorada. En casa, sin embargo, tenemos frío, y nos fundimos en un abrazo para darnos calor. Alba, en su camita, duerme, y sueña con helados, sueña los minúsculos sueños satisfechos de los tres años, mientras que otra Alba, en algún punto del futuro, sueña en poder abrazar a su padre, pero se despierta y descubre... ¿el qué?

El episodio del aparcamiento de la calle Monroe

Lunes 7 de enero de 2006

Clare tiene 34 años, y Henry 42

C
LARE
: Dormimos profundamente una madrugada de invierno cuando suena el teléfono. Me despierto de golpe, con el corazón en un puño, y me doy cuenta de que tengo a Henry a mi lado, quien pasa el brazo por encima de mi cabeza y responde al teléfono. Echo un vistazo al despertador; son las 4.32 horas.

—¿Qué hay? —dice Henry.

Durante un largo minuto permanece a la escucha. Por mi parte, estoy completamente despierta. Henry se muestra impertérrito.

—De acuerdo. Quédate ahí. Salimos ahora mismo. —Se inclina hacia delante y cuelga el auricular.

—¿Quién era?

—Yo. Era yo. Estoy en el aparcamiento de la calle Monroe, sin ropa, a nueve grados bajo cero. Caray, espero que el coche arranque.

Saltamos de la cama y nos vestimos de cualquier manera con la ropa del día anterior. Henry se ha puesto las botas y el abrigo antes de que yo me haya enfundado los téjanos, y se marcha corriendo a arrancar el coche. Meto una camisa, ropa interior de manga larga, unos téjanos, los calcetines y las botas de Henry, junto con un abrigo de más, unos guantes y una manta, en una bolsa de plástico, despierto a Alba, la envuelvo con su abrigo y le calzo unas botitas, me pongo el abrigo en un abrir y cerrar de ojos y salgo por la puerta. Muevo el coche del garaje antes de que se haya calentado del todo y se cala. Vuelvo a arrancar, esperamos un minuto y lo intento de nuevo. Ayer cayeron quince centímetros de nieve y Ainslie está surcado de hielo. Alba gimotea en su sillita del coche y Henry intenta calmarla. Cuando llegamos a Lawrence, acelero, y al cabo de diez minutos ya hemos llegado al paseo; no hay nadie en la calle a estas horas. La calefacción del Honda ronronea. El cielo empieza a despejarse sobre el lago. Todo adquiere un tinte azul y anaranjado, frágil bajo el frío extremo. Mientras recorremos el paseo de la Ribera del Lago, me invade la tremenda sensación de haber vivido antes esa situación: el frío, el lago en un silencio de ensueño, el resplandor sódico de las farolas; ya he estado aquí, he estado aquí antes. Estoy profundamente imbricada en el momento, y la sensación perdura, me distancio de lo extraño del caso y empiezo a tomar conciencia de la duplicidad del presente; a pesar de avanzar a toda velocidad por este invernal paisaje urbano, el tiempo permanece inmóvil. Pasamos por Irving, Belmont, Fullerton y LaSalle: salgo por Michigan. Volamos por el largo trecho desierto de tiendas de lujo, la calle del Roble, Chicago, Randolph y Monroe, y nos sumergimos en el mundo subterráneo de hormigón armado del aparcamiento. Recojo el billete que la fantasmagórica voz femenina de la máquina me ofrece.

—Dirígete al extremo noroeste —me dice Henry—. Al teléfono público que hay junto a la garita del vigilante.

Sigo sus instrucciones. La sensación de
dejà vu
desaparece. Siento como si el ángel de la guarda me hubiera abandonado. El aparcamiento está prácticamente vacío. Acelero para atravesar los metros de líneas amarillas que nos separan del teléfono público: el auricular cuelga del cordón. No hay ni rastro de Henry.

—A lo mejor has regresado al presente.

—Puede que no...

Henry está confuso, y yo también. Salimos del coche. Hace mucho frío. Mi aliento se condensa y desaparece. Tengo la sensación de que no deberíamos marcharnos, pero tampoco acierto a adivinar lo que debe de haber ocurrido. Camino hasta la garita del vigilante y atisbo por la ventana. El vigilante no está. Los monitores de vídeo muestran el hormigón vacío.

—Mierda. ¿Adonde me dirigiría yo? Demos una vuelta con el coche.

Regresamos al automóvil y circulamos despacio entre las vastas cámaras de pilares de los espacios libres, las señales que nos indican que aminoremos la marcha, que anuncian que existen más plazas disponibles y que recordemos el emplazamiento de nuestro vehículo. No hay señales de Henry por ningún lado. Nos miramos derrotados.

—¿De qué época venías?

—No me lo ha dicho.

Regresamos a casa en silencio. Alba está durmiendo. Henry mira por la ventana. El cielo está despejado, de un color rosado hacia el este, y hay más coches en la carretera, los primeros viajeros que acuden al trabajo. Mientras esperamos que cambie el semáforo de la calle Ohio, oigo graznar a las gaviotas. Las calles están sombrías por la sal y el agua. La ciudad se revela, blanda, blanca, oscurecida por la nieve. Es hermosísimo. Me distancio, como si me hallara en una película. Parece que hemos salido indemnes, pero tarde o temprano nos pasarán factura.

Cumpleaños

Jueves 15 de junio de 2006

Clare tiene 35 años

C
LARE
: Mañana es el cumpleaños de Henry. Estoy en Vintage Vinyl, intentando encontrar un álbum de música que le guste y todavía no tenga. Esperaba poder preguntarle a Vaughn, el propietario de la tienda, si podía ayudarme, porque Henry hace años que viene por aquí. Pero tras el mostrador veo a un muchacho que debe de ir todavía al instituto, lleva una camiseta de Seven Dead Arson, y probablemente ni siquiera había nacido cuando se grabó la mayoría de los discos que venden en la tienda. Voy pasando los discos que hay en las cajas. Sex Pistols, Patti Smith, Supertramp, Matthew Sweet, Phish, Pixies, Pogues, Pretenders, B-52's, Kate Bush, Buzzcocks, Echo and the Bunnymen, The Art of Noise, The Nails, The Clash, The Cramps, The Cure, Televisión. Me detengo al encontrar un oscuro refrito de Velvet Underground, intentando recordar si lo he visto por casa; examinándolo mejor, me doy cuenta de que tan solo se trata de un batiburrillo de canciones que Henry ya tiene en otros álbumes. Dazzling Killmen, Dead Kennedys. Vaughn entra con una caja enorme en brazos, la deja caer tras el mostrador y vuelve a meterse en la trastienda. Entra y sale unas cuantas veces, y luego, junto con el muchacho, empieza a desempaquetar las cajas, apilando varios LP sobre el mostrador y profiriendo exclamaciones sobre temas de los cuales jamás he oído hablar. Me acerco a Vaughn y le pongo delante tres LP sin decir palabra.

—Hola, Clare —me dice con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Qué tal va todo?

—Hola, Vaughn. Mañana es el cumpleaños de Henry. Ayúdame, por favor.

Lanza una mirada a mi selección.

—Esos dos ya los tiene —dice, indicando con un gesto de la cabeza los de Lilliput and the Breeders—, y ese otro es horrible —refiriéndose a los Plasmatics—. Buena cubierta, de todos modos, ¿eh?

—Sí. ¿Tienes algo en esa caja que pudiera interesarle?

—No. Esto es de finales de los cincuenta. De una señora mayor que ha muerto. Igual te gusta este, lo recibí ayer.

Saca una recopilación de Golden Palominos de la caja de Novedades. Hay un par de temas nuevos, y me la quedo. De repente Vaughn me sonríe:

—Tengo una auténtica rareza para ti... La estaba guardando para Henry —dice, pasando tras el mostrador y rebuscando en su interior durante unos minutos—. Aquí está.

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