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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (61 page)

—Solo un poquito —le concedo, encogiendo las rodillas hasta tocarme la barbilla. Tengo tanto frío que me duelen los dientes de tanto apretar la mandíbula. Observo a Kevin y a Roy, y ellos sostienen mi mirada—. Supongo que no aceptarían un soborno por mi parte, ¿verdad, caballeros?

Los dos vigilantes intercambian miradas.

—Depende —tercia Kevin—. Depende de lo que tengas en mente. No podemos mantener la boca cerrada sobre el incidente porque no podemos sacarte solos.

—No, no. Eso ya me lo imagino.

Parecen aliviados.

—Escuchad. Os daré a cada uno cien dólares si hacéis un par de cosas por mí. La primera es: me gustaría que uno de vosotros saliera y fuera a buscarme una taza de café.

La cara de Roy se ilumina y me ofrece una de las sonrisas patentadas del rey del mostrador principal.

—Demonios, señor DeTamble, eso lo haré gratis. Claro que no sé cómo vas a bebértelo.

—Tráeme una pajita; y no vayas a las máquinas del vestíbulo. Sal y ve a buscar un café de verdad. Con leche y sin azúcar.

—Dalo por hecho.

—¿Y la siguiente cosa? —pregunta Kevin.

—Quiero que subas a Colecciones Especiales y cojas ropa mía del despacho. La encontrarás en el cajón inferior derecho. Tendrás un extra si lo consigues sin que nadie se dé cuenta.

—No sufras —dice Kevin, y me pregunto por qué extraña razón jamás me ha gustado este hombre.

—Será mejor que cerremos la escalera con llave —le dice Roy a Kevin, quien asiente y se dispone a pasar los cerrojos. Roy se queda junto a la jaula y me mira con lástima—. Cuéntame, ¿cómo te has metido ahí dentro?

—La verdad es que mi respuesta no te sonaría convincente —le respondo, encogiéndome de hombros.

Roy sonríe con un gesto de incredulidad.

—Bueno, mientras piensas en ello, iré a buscarte esa taza de cafe.

Transcurren unos veinte minutos y al final oigo que abren con llave una puerta y Kevin baja las escaleras, seguido de Matt y Roberto. Kevin me mira a los ojos y se encoge de hombros, como diciendo: «Lo intenté». Me pasa la camisa entre la malla metálica de la jaula y me la pongo mientras Roberto permanece de pie ante mí, mirándome con frialdad y con los brazos cruzados. Los pantalones abultan un poco, y me supone un cierto esfuerzo tirar de ellos para introducirlos en la jaula. Matt está sentado en la escalera con una expresión de duda dibujada en el rostro. Oigo que la puerta vuelve a abrirse. Es Roy, que trae café y un bollo. Coloca una pajita en la taza y la deja en el suelo, junto al bollo. Tengo que apartar los ojos de esa visión y obligarme a mirar a Roberto, quien se vuelve hacia Roy y Kevin y les pregunta:

—¿Nos permiten que charlemos en privado?

—Por supuesto, doctor Calle.

Los vigilantes de seguridad se marchan escaleras arriba y salen por la puerta del primer piso. Ahora estoy solo, atrapado y sin poder ofrecer una explicación convincente, ante Roberto, a quien reverencio y a quien he mentido infinidad de veces. Ahora solo cuento con la verdad, que es más escandalosa que cualquiera de mis mentiras.

—Muy bien, Henry. Hablemos.

H
ENRY
: Es una preciosa mañana de junio. Llego algo tarde al trabajo a causa de Alba (se negaba a vestirse) y del metro (se negaba a venir), pero tampoco es excesivamente tarde, al menos eso creo. Cuando firmo en el mostrador principal, no hay ni rastro de Roy, en su lugar veo a Marsha.

—Eh, Marsha, ¿qué hay? ¿Dónde está Roy?

—Oh, ha ido a arreglar unos asuntos.

—Ah, ya.

Cojo el ascensor hasta el cuarto piso y al entrar en Colecciones Especiales, Isabelle me dice:

—Llegas tarde.

—No mucho.

Entro en mi despacho y veo a Matt de pie, junto a mi ventana, mirando hacia el parque.

—Hola, Matt.

Matt da un salto de metro y medio.

—¡Henry! —exclama, poniéndose pálido—. ¿Cómo has salido de la jaula?

Dejo la mochila sobre mi escritorio y me quedo mirándolo fijamente.

—¿La jaula, dices?

—Tú... Acabo de venir de abajo... y estabas atrapado dentro de la jaula. Roberto sigue allí... Me dijiste que subiera al despacho para esperarte, pero no me dijiste por qué razón...

—Dios mío. —Me siento sobre el escritorio. Matt se sienta a su vez en mi silla y levanta la mirada—. Mira, puedo explicártelo todo...

—¿De veras?

—Claro. —Reflexiono durante unos segundos—. Yo... Verás... Oh, joder.

—Es algo francamente extraño, ¿verdad, Henry?

—Sí, sí es extraño —le digo, sosteniendo su mirada—. Mira, Matt... Bajemos y veamos qué es lo que está pasando. Os los explicaré a los dos, a ti y a Roberto juntos, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Nos levantamos de nuestros asientos y bajamos al piso inferior. Mientras enfilamos el pasillo este, veo a Roy paseándose cerca del acceso a las escaleras. Se sobresalta cuando me ve, y justo cuando está a punto de preguntarme lo que es obvio, oigo que Catherine dice:

—Hola, chicos. ¿Qué hay? —Pasa junto a nosotros como una exhalación e intenta abrir la puerta que da a las escaleras—. Eh, Roy, ¿cómo es que no se abre?

—Hummm, bueno, señora Mead... —Roy me mira de reojo—. Teníamos un problema con... eh...

—No pasa nada, Roy —le digo—. Ven, Catherine. Roy, ¿te importa quedarte aquí arriba?

El vigilante asiente y nos deja pasar. Cuando ya bajamos por la escalera, oigo hablar a Roberto.

—Escucha, no me parece nada bien que estés tumbado ahí dentro, contándome historias de ciencia ficción. Si me interesara ese género literario, le pediría prestados algunos libros a Amelia.

Está sentado al pie de las escaleras, y al oír que alguien baja, se vuelve para ver de quién se trata.

—Hola, Roberto —le digo en voz baja.

—¡Dios mío! ¡Santo cielo! —exclama Catherine.

Roberto se levanta y pierde el equilibrio. Matt, sin embargo, se abalanza sobre él y lo coge a tiempo. Miro hacia la jaula, y me veo ahí dentro. Sentado en el suelo, con la camisa blanca y los pantalones caqui, abrazándome las rodillas a la altura del pecho, claro síntoma de que me estoy helando y tengo hambre. Veo una taza de café en el exterior de la jaula. Roberto, Matt y Catherine nos observan en silencio.

—¿De qué época vienes? —le pregunto a mi otro yo.

—De agosto de 2006.

Cojo el café, lo sostengo a la altura de su barbilla y meto la pajita por la rejilla de la jaula. Mi yo sorbe el líquido.

—¿Te apetece este bollo? —Al decirme que sí, lo parto en tres trozos y lo empujo hacia dentro. Siento como si estuviera en el zoo—. Estás herido.

—Me he golpeado la cabeza con algo.

—¿Cuánto rato vas a quedarte?

—Una media hora más, aproximadamente. ¿Lo ves? —conmina a Roberto, con un gesto.

—¿Qué sucede? —pregunta Catherine.

—¿Quieres explicarlo tú? —le digo a mi álter ego.

—Estoy cansado. Adelante, tú mismo.

Empiezo a narrar mi historia. Les explico que soy un viajero del tiempo, y les describo los aspectos prácticos y genéticos. Les confieso que este asunto, de hecho, es una especie de enfermedad, que por ende no puedo controlar. Les hablo de Kendrick, de cómo nos conocimos Clare y yo, y luego nos volvimos a conocer. Les hablo de los bucles causales, de mecánica cuántica, de fotones y de la velocidad de la luz. Les describo qué se siente al vivir fuera de los límites temporales a que se ven constreñidos la mayoría de los humanos. Les hablo de las mentiras, los robos, el miedo. Les explico lo que representa para mí intentar llevar una vida normal.

—Y, en ciertos aspectos, llevar una vida normal también consiste en tener un trabajo normal —concluyo.

—Hombre, yo no llamaría a esto un trabajo normal —interviene Catherine.

—Yo tampoco llamaría a esto una vida normal —dice mi yo, sentado en el interior de la jaula.

Miro a Roberto, que se ha sentado en las escaleras y mantiene la cabeza apoyada contra la pared. Parece agotado y melancólico.

—¿Y bien? ¿Vas a despedirme?

—No —dice Roberto en un suspiro—. No, Henry, no voy a despedirte. —Se levanta con cuidado, y se pasa la mano por la parte de atrás del abrigo para limpiárselo—. Pero no comprendo por qué no me lo contaste todo hace mucho tiempo.

—No me habrías creído —dice mi yo—. No me creías hasta ahora, hasta que lo has visto con tus propios ojos.

—Bueno, sí, es verdad... —empieza a decir Roberto, pero sus palabras se pierden en el extraño sonido vacío que en ocasiones acompaña mis idas y venidas.

Me vuelvo y veo un montón de ropa en el suelo de la jaula. Volveré luego, por la tarde, para pescarla con un colgador. Me vuelvo hacia Matt, Roberto y Catherine, que parecen perplejos.

—Caray —dice Catherine—. Es como trabajar con Clark Kent.

—Yo me siento como Jimmy Olsen —puntualiza Matt—. Ecs.

—Lo cual te convierte a ti en Lois Lane —interviene Roberto, bromeando con Catherine.

—No, no. Clare es Lois Lane —protesta ella.

—Pero Lois Lane ignoraba la conexión entre Clark Kent y Superman, mientras que Clare... —empieza a decir Matt.

—Sin Clare, me habría rendido hace ya mucho tiempo. Nunca entendí por qué Clark Kent se mostraba tan condenadamente empeñado en mantener a Lois Lane al margen de todo.

—Porque la historia funciona mejor así —observa Matt.

—¿Ah, sí? ¡Qué quieres que te diga!

Viernes 7 de julio de 2006

Henry tiene 43 años

H
ENRY
: Estoy sentado en la consulta de Kendrick, escuchando la explicación que me da para justificar que no funcionará. Fuera el calor es sofocante, te abrasa hasta momificarte con su lana húmeda y caliente. No obstante, aquí dentro, el aire acondicionado es tan potente que tengo que encorvarme en la butaca para reprimir la sensación de carne de gallina. Estamos el uno frente al otro, en las mismas butacas en que siempre nos sentamos. Sobre la mesa hay un cenicero repleto de filtros de cigarrillo. Kendrick enciende un cigarrillo tras otro con la colilla del anterior. Estamos con la luz apagada, y el aire se ha condensado por el efecto del humo y el frío. Quiero beber algo. Quiero gritar. Quiero que Kendrick deje de hablar para hacerle una pregunta. Quiero levantarme y marcharme de aquí; pero permanezco sentado, escuchando.

Cuando Kendrick se calla, los ruidos de fondo del edificio se vuelven audibles de repente.

—Henry, ¿me estabas escuchando?

Me enderezo en el asiento y lo miro como un colegial, a quien lo han pillado perdido en sus ensoñaciones.

—Hummmm, no.

—Te estaba preguntando si lo habías comprendido. El porqué no va a funcionar.

—Ya, sí. —Hago un esfuerzo para recordar sus palabras—. No funcionará porque mi sistema inmunológico está jodido, porque soy viejo y porque hay demasiados genes involucrados.

—Exacto. —Kendrick suspira y apaga el cigarrillo en el montón de colillas. Unos hilillos de humo escapan y se extinguen—. Lo siento.

Se recuesta en su butaca y cruza con fuerza las manos suaves y sonrosadas sobre su regazo. Pienso en la primera vez que lo vi, en este mismo consultorio, hace ocho años. Ambos éramos más jóvenes y prepotentes; confiábamos en la prodigalidad de la genética molecular y estábamos dispuestos a servirnos de la ciencia para confundir a la naturaleza. Recuerdo haber sostenido el ratón viajero del tiempo de Kendrick en mis manos, el halo de esperanza que sentí entonces, al contemplar a mi diminuto representante blanco. Pienso en la mirada de Clare cuando le diga que no funcionará. Claro que ella nunca pensó que funcionaría.

—¿Qué ocurre con Alba? —le pregunto, carraspeando.

Kendrick cruza los tobillos y se remueve en su asiento.

—¿Qué le pasa a Alba?

—¿Funcionaría en su caso?

—Nunca lo sabremos, ¿no? A menos que Clare cambie de idea y me deje trabajar con el ADN de Alba. De todos modos, ambos sabemos perfectamente que a Clare le aterroriza la terapia genética. Me mira como si fuera Josef Mengele cada vez que intento hablar del tema con ella.

—Pero si tuvieras el ADN de Alba, podrías alterar algunos ratones y trabajar con ese material en su beneficio, y cuando cumpliera dieciocho años, si quisiera, podría probar.

—Sí.

—Es decir, que aunque yo esté bien jodido, al menos Alba podría obtener algún beneficio de todo esto algún día.

—Sí.

—Muy bien. —Me levanto y me froto las manos, me desengancho la camisa de algodón del cuerpo, al que se había adherido por efecto de un sudor que ahora ya se ha enfriado—. Pues eso es lo que haremos.

Viernes 14 de julio de 2006

Clare tiene 35 años, y Henry 43

C
LARE
: Estoy en el estudio confeccionando papel de seda gampi. Es un papel tan fino y transparente que se puede mirar a través de él; sumerjo el suketa en el tanque y lo remuevo, mezclándolo con el delicado compuesto acuoso hasta que se distribuye por completo. Luego lo dejo a un lado de la tanqueta para que se escurra, y entonces oigo a Alba reír, correr por el jardín y gritar:

—¡Mamá! ¡Mira lo que me ha comprado papá! —La niña irrumpe en el estudio y viene hacia mí taconeando. Lleva unas zapatillas de color rubí—. ¡Son iguales que las de Dorothy! —dice Alba, representando unos pasos de claque sobre el suelo de madera.

Da tres toques con los talones juntos, pero no desaparece. Claro que ya está en casa. No puedo evitar reírme a carcajadas. Henry parece complacido.

—¿Fuiste a la oficina de correos? —le pregunto.

—¡Mierda! —exclama compungido—. No, me olvidé. Lo siento. Iré mañana a primera hora.

Alba empieza a girar sobre sí misma, pero Henry la detiene con un gesto del brazo.

—No hagas eso, Alba. Te marearás.

—Me gusta marearme.

—No es una buena idea.

Alba lleva una camiseta y unos pantalones cortos. Veo que se ha puesto una tirita en la cara interna del brazo.

—¿Qué te ha pasado en el brazo? —le pregunto, pero la niña en lugar de responder, mira a Henry, y yo también.

—No es nada —me dice él—. Se ha estado chupando la piel hasta hacerse un moretón.

—¿Qué es un moretón? —pregunta Alba.

Henry empieza a explicárselo, pero yo lo interrumpo.

—¿Por qué necesita una tirita si tiene un moretón?

—No lo sé —dice Henry—. Quería ponerse una.

Me asalta una premonición. Llamadle, si queréis, el sexto sentido de las madres.

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