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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (62 page)

—Veamos —digo, acercándome a Alba.

La niña repliega el brazo contra el cuerpo, aferrándolo con su mano libre.

—No me quites la tirita, que me dolerá.

—Iré con cuidado —le digo, agarrándole el brazo con fuerza.

Alba gimotea, pero estoy decidida. Despacito le extiendo el brazo y le arranco el vendaje con suavidad. Tiene un pinchazo pequeño y rojizo en el centro de un morado púrpura.

—Está muy tierno. ¡No! —dice Alba.

La dejo ir, y ella vuelve a pegarse la tirita, observándome, a la espera de mi reacción.

—Alba, ¿por qué no vas a llamar a Kimy y le preguntas si quiere venir a cenar?

Alba sonríe y se marcha corriendo del estudio. Al cabo de un minuto, la puerta trasera de la casa restalla. Henry se ha sentado frente a mi mesa de dibujo, balanceándose ligeramente adelante y atrás con mi silla. Me observa, esperando que yo empiece a hablar.

—No puedo creerlo —le digo al final—. ¿Cómo has podido?

—Tenía que hacerlo —me confiesa con voz queda—. Ella... No podía dejarla sin al menos... Quería darle ventaja. De este modo, Kendrick podrá trabajar en su caso, en beneficio de ella, por si lo necesita.

Me acerco a él, chirriando con los chanclos y el delantal de goma, y me apoyo en la mesa. Henry inclina la cabeza, la luz dibuja líneas en su rostro, y me fijo en las arrugas que le surcan la frente, las comisuras de los labios, los ojos. Ha perdido más peso, y los ojos le destacan enormes en la cara.

—Clare, no le dije de qué se trataba. Ya se lo dirás tú cuando... Cuando sea el momento.

Le contesto rotundamente que no con un gesto.

—Llama a Kendrick y dile que se detenga.

—No.

—Entonces lo haré yo.

—Clare, por favor, no...

—Tú puedes hacer lo que quieras con tu cuerpo, Henry, pero...

—¡Clare! —masculla Henry mi nombre.

—¿Qué pasa ahora?

—Se ha terminado, ¿lo entiendes? Estoy acabado. Kendrick dice que no puede hacer nada más.

—Pero... —Hago una pausa para asumir lo que acaba de decirme—. Pero, entonces, ¿qué va a ocurrir?

—No lo sé —responde Henry, acompañando su negativa con un gesto—. Probablemente lo que pensábamos que ocurriría... ocurrirá; pero si es así como han de ir las cosas... Yo no puedo dejar a Alba sin intentar ayudarla... Oh, Clare, ¡deja que lo haga por ella! Quizá no funcione, puede que ella jamás llegue a usarlo... A lo mejor le encanta viajar a través del tiempo, y no se perderá jamás, ni pasará hambre, no la arrestarán, hostigarán, violarán o apalearán, pero ¿qué sucederá si a ella no le gusta? ¿Qué pasará si solo quiere ser una chica normal? Dime, Clare... Oh, Clare, no llores...

No logro reprimir el llanto, de pie, con mi delantal de goma amarillo. Henry se levanta y me rodea con sus brazos.

—La verdad es que nosotros tampoco pudimos evitarlo, Clare —me dice bajito—. Solo intento tejer para ella una red de seguridad.

Noto sus costillas a través de la camiseta que lleva puesta.

—¿Me permitirás al menos dejarle eso?

Asiento, y Henry me besa en la frente.

—Gracias —me dice, y empiezo a llorar de nuevo.

Sábado 27 de octubre de 1984

Henry tiene 43 años, y Clare 13

H
ENRY
: Ahora ya conozco el final. Estaré sentado en el prado, a primera hora de la mañana, en otoño. El cielo estará encapotado, y hará frío. Iré vestido con un abrigo de lana negro, unas botas y unos guantes. Será una fecha que no aparece en la lista. Clare estará dormida, en una de sus cálidas camas gemelas. Tendrá trece años.

A lo lejos, un disparo rasgará el aire frío y seco. Es temporada de caza mayor. En algún punto distante unos hombres con indumentaria naranja intenso se acomodarán para esperar, esperar el instante del disparo. Más tarde beberán cerveza, y comerán los bocadillos que sus esposas les han preparado.

Se levantará viento, avanzará en oleaje por el huerto, arrancando las hojas muertas de los manzanos. La puerta trasera de Casa Alondra del Prado restallará, y dos figuras diminutas vestidas de naranja fluorescente emergerán por ella, portando sendos rifles como cerillas. Caminarán hacia mí, por el prado: Philip y Mark. No me verán, porque estaré agazapado entre la hierba alta, una mancha oscura e inmóvil en un campo de beis y verde mustio. A unos dieciocho metros de mí Philip y Mark abandonarán el sendero y se adentrarán en los bosques.

Se detendrán a escuchar. Lo oirán antes que yo: un roce, un arrastrarse, algo que se mueve entre la hierba, algo grande y torpe, un fogonazo blanco, ¿una cola, quizá? Y todo se cernerá sobre mí, sobre el claro, y Mark levantará su fusil, apuntará con cuidado y apretará el gatillo.

Sonará un disparo, y luego se oirá un grito, un grito humano, seguido de una pausa, y entonces:

—¡Clare!, ¡Clare! —Y luego nada.

Me quedaré sentado durante unos segundos, sin pensar, sin respirar apenas. Philip vendrá corriendo, yo también me pondré a correr, al igual que Mark, y convergeremos los tres en el mismo lugar.

Pero no habrá nada. Sangre sobre la tierra, reluciente y pegajosa. Hierba doblada y mustia. Nos quedaremos mirando fijamente sin reconocernos, sobre la vacua suciedad.

En la cama, Clare oirá el grito. Oirá que alguien la llama por el nombre, y se incorporará, con el corazón en un puño. Correrá hacia abajo, saldrá por la puerta y se adentrará en el claro con el camisón. Cuando nos vea a los tres, se detendrá, confusa. A espaldas de su padre y su hermano, me llevaré un dedo a los labios. Mientras Philip camine hacia ella, yo me volveré, me quedaré en pie al abrigo del huerto y observaré cómo tiembla, abrazada a su padre, mientras Mark permanece inmóvil, impaciente y perplejo, con la incipiente barba de quince años adornándole el mentón, mirándome, como si intentara recordar algo.

Clare me mirará, y yo la saludaré con la mano, y ella volverá a casa con su padre, y me devolverá el saludo, delgadita, con el camisón hinchado como si fuera el ropaje de un ángel, y se irá haciendo cada vez más pequeña, se irá perdiendo en la distancia hasta desaparecer en el interior de la casa; y yo me quedaré en pie, junto a un pequeño trozo de terreno pisoteado y lleno de sangre, y lo sabré: en algún lugar cercano estoy muriendo.

El episodio del aparcamiento de la calle Monroe

Lunes 7 de enero de 2006

Henry tiene 43 años

H
ENRY
: Hace frío. Hace mucho, muchísimo frío y estoy tendido sobre la nieve. ¿Dónde me encuentro? Intento incorporarme. Tengo los pies dormidos, no los siento. Estoy en un espacio abierto en el que no hay edificios ni árboles. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Es de noche. Oigo el tráfico. Me pongo de rodillas y levanto la vista. Me encuentro en el parque Grant. El Instituto de Arte se yergue oscuro y cerrado a varios metros de nieve virgen. Los hermosos edificios de la avenida Michigan guardan silencio. Los coches fluyen por el paseo de la Ribera del Lago, y sus faros cortan la noche. Sobre el lago diviso una débil línea de luz; se acerca la alborada. Tengo que salir de aquí. Tengo que entrar en calor.

Me levanto. Mis pies están blancos y rígidos. No los siento, ni tampoco puedo moverlos, pero empiezo a caminar; me tambaleo por la nieve, de vez en cuando me caigo, me levanto de nuevo y avanzo otra vez, sin parar, hasta que al final voy a gatas. Gateo para cruzar la calle. Gateo hacia atrás para bajar unos escalones de hormigón armado, agarrándome a la barandilla. La sal va calando en las rozaduras que tengo en manos y rodillas. Gateo hasta alcanzar un teléfono público.

Siete timbres. Ocho. Nueve.

—¿Qué hay? —dice mi otro yo.

—Ayúdame. Estoy en el aparcamiento de la calle Monroe. Hace un frío del carajo. Me encuentro cerca de la garita del vigilante. Ven a buscarme.

—De acuerdo. Quédate ahí. Salimos ahora mismo.

Intento colgar el teléfono, pero no lo consigo. Los dientes me castañetean de forma incontrolada. Me arrastro hasta la garita y aporreo la puerta. No hay nadie dentro. Veo unos monitores de vídeo, una estufa portátil, una chaqueta, un escritorio y una silla. Intento dar la vuelta al pomo. Está cerrado con llave; y no tengo nada con que abrirlo. La ventana va reforzada con una rejilla. Me entran convulsiones de tanto temblar. No se ven coches por aquí.

—¡Ayúdenme! —chillo.

Nadie acude a mi llamada. Me acurruco frente a la puerta, replegado sobre mí mismo, me toco la barbilla con las rodillas y me tapo los pies con las manos. No viene nadie y entonces, al final, en el último momento, desaparezco.

Fragmentos

Lunes 25, martes 26 y miércoles 27 de septiembre de 2006

Clare tiene 35 años, y Henry 43

C
LARE
: Henry ha estado fuera todo el día. Alba y yo hemos ido a cenar a un McDonald's. Hemos jugado a las cartas: a Go Fish y a Crazy Eights; Alba ha dibujado el retrato de una niña con el pelo largo que llevaba un perro volando. Tras elegir el vestido que llevará mañana a la escuela, se ha acostado, y yo he ido al porche delantero para intentar leer a Proust; la lectura en francés me hace cabecear, y casi estoy dormida cuando un estropicio en la sala de estar revela que Henry se encuentra en el suelo, temblando, blanco y frío.

—¡Ayúdenme! —dice mientras le castañetean los dientes.

Me precipito hacia el teléfono.

Más tarde

Urgencias. La escena es un limbo fluorescente: ancianos con infinidad de achaques, madres con niños pequeños con fiebre, adolescentes a cuyos amigos les han extirpado balas de diversas extremidades, y que presumirán luego de la gesta ante sus admiradoras, pero que ahora se muestran apagados y cansados.

Más tarde

En una pequeña habitación blanca. Las enfermeras encaraman a Henry sobre una cama y le quitan la manta. Henry abre los ojos, se asegura de que estoy ahí y vuelve a cerrarlos. Una residente rubia lo examina. La enfermera le toma la temperatura y el pulso. Henry tiembla, tiembla con tanta intensidad que sacude la cama, y el brazo de la enfermera vibra como las camas Magic Fingers de los moteles de los setenta. La residente examina las pupilas, las orejas, la nariz, los dedos de las manos, los dedos de los pies y los genitales de Henry. Empiezan a envolverlo con mantas y algo metálico, como si fuera papel de plata. Le envuelven los pies con unos protectores fríos. La pequeña habitación está muy caliente. Henry parpadea y vuelve a abrir los ojos. Intenta decir algo, parecido a mi nombre. Meto la mano bajo las mantas y sostengo sus manos heladas entre las mías. Miro a la enfermera.

—Necesitamos calentarlo, conseguir que suba su temperatura corporal. Luego ya veremos.

Más tarde

—¿Cómo es posible sufrir una hipotermia en septiembre? —me pregunta la residente.

—No lo sé. Pregúntaselo a él.

Más tarde

Es por la mañana. Charisse y yo nos encontramos en la cafetería del hospital. Ella come un pudin de chocolate. Henry duerme arriba, en su habitación, y Kimy está con él. Hay dos tostadas en mi plato, saturadas de mantequilla, que no he tocado. En ese momento alguien se sienta junto a Charisse: es Kendrick.

—Buenas noticias —nos anuncia—. Su temperatura corporal ha subido a treinta y seis. No parecen existir lesiones cerebrales.

No encuentro las palabras. «Gracias, Dios mío», es todo lo que acierto a pensar.

—Bueno, pues... Iré a visitarlo luego, cuando haya terminado en el Centro Médico Rush Saint Luke —dice Kendrick levantándose.

—Gracias, David —le digo cuando él está ya a punto de marcharse.

Kendrick sonríe y se aleja.

Más tarde

La doctora Murray entra con una enfermera india, cuya chapa dice que se llama Sue. Esta lleva una jofaina bastante grande, un termómetro y un cubo. Sea lo que sea lo que va a hacerle, no guarda mucha relación con la alta tecnología.

—Buenos días, señor DeTamble, señora DeTamble... Vamos a calentarle los pies. —Sue deja la jofaina en el suelo y desaparece en silencio en el baño.

Se oye correr el agua. La doctora Murray es muy alta y grande, y lleva un precioso peinado en colmena que solo ciertas mujeres negras, imponentes y hermosas, pueden permitirse. Sus dimensiones se afinan a partir del dobladillo de la bata blanca y mueren en dos pies perfectos, calzados con unos zapatos de salón de piel de cocodrilo. La médica saca una jeringa y una ampolla del bolsillo y trasvasa el contenido de esta a la jeringa.

—¿Qué es eso? —le pregunto.

—Morfina. Le dolerá. Tiene los pies muy insensibles.

La doctora coge con suavidad el brazo de Henry, quien se lo entrega en silencio, como si lo hubiera perdido en una partida de póquer. Sus movimientos son delicados. La aguja se hunde en la piel de Henry y ella descongestiona el émbolo; al cabo de un instante, Henry emite un ligero quejido de gratitud. La doctora Murray le está sacando los protectores fríos de los pies cuando Sue llega con un barreño de agua caliente, que coloca en el suelo, junto a la cama. La doctora Murray baja la cama, y las dos mujeres mueven a Henry hasta situarlo en posición sedente. Sue mide la temperatura del agua. La vierte en la jofaina y sumerge en ella los pies de Henry, quien emite un grito ahogado.

—Los tejidos que se salven se volverán rojo intenso. En el caso de que no adquieran el color de las langostas, será problemático.

Observo los pies de Henry, flotando en la jofaina de plástico amarillo. Son blancos como la nieve, blanquecinos como el mármol, blancuzcos como el titanio, perlinos como el papel, lactescentes como el pan, niveos como las sábanas, de un blanco imposible. Sue cambia el agua a medida que los pies helados de Henry la enfrían. El termómetro marca cuarenta y un grados. Al cabo de cinco minutos, está a treinta y dos, y Sue vuelve a cambiarla. Los pies de Henry flotan como dos peces muertos. Las lágrimas le surcan las mejillas y desaparecen bajo el mentón. Le seco la cara. Le acaricio la cabeza. Observo para ver si sus pies se vuelven rojo intenso. Es como esperar el revelado de una fotografía, contemplar cómo la imagen lentamente va tornándose gris hasta volverse negra en la bandeja de los productos químicos. Un rubor rojizo aparece en los tobillos de ambos pies y se extiende en manchones por el talón izquierdo, hasta que finalmente algunos de los dedos adquieren una tímida tonalidad. El pie derecho, sin embargo, permanece tozudamente blanco. Un matiz rosa asoma, reticente, en la parte anterior de la planta del pie, pero se detiene en ese punto. Al cabo de una hora, la doctora Murray y Sue secan con cuidado los pies de Henry y la enfermera le coloca trocitos de algodón entre los dedos. Lo devuelven a la cama y disponen un marco sobre sus pies para protegerlos de cualquier contacto.

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