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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (64 page)

Después de almorzar me sitúo frente a las alas con mi montante de papel recién hecho, Voy a cubrir el armazón con una membrana de papel, un papel húmedo y oscuro, que tiende a rasgarse, pero que también recubre las formas alambicadas como si fuera piel. Doblo el papel en nervios, en tendones que se doblan y conectan entre sí. Ahora las alas son alas de murciélago, y el rastro del alambre se transparenta bajo la descarnada superficie de papel. Seco el papel que todavía no he utilizado, calentándolo sobre unas láminas de acero. Luego empiezo a rasgarlo en tiras, en plumas. Cuando las alas estén secas, las coseré, una a una. Empiezo a pintar las tiras: negras, grises y rojas. Plumaje, para el ángel terrible, el ángel de la muerte.

Una semana después, por la noche

H
ENRY
: Clare me ha engatusado para que me vista, y le ha encargado a Gómez que me saque por la puerta trasera, me lleve por el jardincillo y me deje en su estudio. El estudio de Clare está iluminado por la luz de las velas; es posible que haya un centenar de velas, quizá más, sobre las mesas y en el suelo, y también en los alféizares. Gómez me instala en el sofá del estudio y regresa a la casa. En medio de la estancia, suspendida desde el techo, hay una sábana blanca, y me vuelvo para localizar el proyector, pero no veo ninguno. Clare lleva un vestido oscuro, y mientras da vueltas por la habitación sus manos y su rostro flotan blancos e incorpóreos.

—¿Quieres café?

—Claro —le contesto. Llevo sin tomar café desde antes de ingresar en el hospital.

Clare sirve dos tazas, añade crema de leche y me ofrece una. La taza caliente se amolda en un gesto familiar y agradable a mi mano.

—He hecho algo para ti.

—¿Unos pies? Lo digo porque no me vendrían nada mal unos pies.

—Unas alas —me corrige ella, dejando caer la sábana blanca al suelo.

Las alas son inmensas y flotan en el aire, oscilando bajo la luz de las velas. Son más oscuras que las tinieblas, amenazantes, pero también acusan el deseo, el ansia de libertad, las ganas de precipitarse por el espacio. La sensación de estar plantado con solidez, de estar en pie, de correr, correr como si volara. Sueños que revelan el deseo de planear, de volar como si la gravedad hubiera dejado de existir y me permitiera levantarme del suelo a una distancia prudente; sueños que rememoro bajo la luz vespertina del estudio. Clare se sienta a mi lado. Noto que me mira. Las alas están sumidas en el silencio, con los bordes deshilachados. No puedo hablar.
«Siehe, ich lebe. Woraus? Weder Kindheit noch Zukunft / werden weniger...
Úberzähliges Dasein / entspringt mir Herzen.»
(Mira, yo vivo. ¿De qué? Ni la niñez ni el porvenir / menguan... Una existencia que me excede / brota en mi corazón.)

—Bésame —dice Clare, y me vuelvo hacia ella, su rostro lívido y sus labios oscuros flotan en la oscuridad, y me sumerjo, vuelo, me libero: la existencia brota en mi corazón.

Sueños de pies

Octubre y noviembre de 2006

Henry tiene 43 años

H
ENRY
: Sueño que estoy en la biblioteca Newberry dando una ponencia a unos licenciados de la escuela universitaria de Columbia. Les muestro incunables, los primeros libros que se imprimieron. Les enseño el Fragmento de Gutenberg,
Game and Play of Chess
, de Caxton, y el
Eusebio
, de Jensen. Todo sale a pedir de boca, y los alumnos plantean preguntas inteligentes. Revuelvo en el carrito buscando un libro especial que acabo de encontrar en las estanterías, algo que ignoraba que tuviéramos. Va metido en una caja roja bastante pesada. No lleva título, solo el número de referencia: CAJA ALA f ZX 983.D 453, grabado en dorado bajo la insignia de Newberry. Coloco la caja sobre la mesa y dispongo los fieltros de protección. La abro a continuación y, ante mis ojos aparecen mis pies, rosados y perfectos. Es curioso lo mucho que pesan. Mientras los dejo sobre los fieltros, los dedos se mueven, para saludarme, para demostrarme que todavía saben hacerlo. Empiezo a centrar el tema, y explico el papel relevante de mis pies en los grabados venecianos del siglo XV. Los estudiantes toman notas. Una de las chicas, una rubia preciosa con una camiseta sin mangas de brillantes lentejuelas, señala mis pies y comenta:

—Fijaos, ¡se han vuelto blancos!

Es cierto. La piel es de un blanco sepulcral, y los pies yacen sin vida, pútridos. Tomo nota, a mi pesar, de que tendré que enviarlos a Conservación mañana a primera hora.En mi sueño estoy corriendo. Todo es normal. Corro por el lago, desde la playa de la calle del Roble en dirección norte. Noto los latidos de mi corazón, los pulmones que se elevan y descienden con suavidad. Me desplazo sin problemas. «¡Qué alivio! —pienso—. Temía que nunca podría volver a correr, pero aquí estoy, corriendo. Es fantástico.»

Sin embargo, algo empieza a salir mal, y diversas partes de mi cuerpo se desprenden de mí. El primero en caer es el brazo izquierdo. Me detengo y lo recojo de la arena. Tras limpiarlo un poco, vuelvo a ponérmelo, pero no lo he ajustado con precisión y vuelve a caer tras haber recorrido tan solo ochocientos metros. Así que decido llevarlo encima, pensando que quizá cuando regrese a casa, podré ajustarlo mejor. Sin embargo, en ese momento me cae el otro brazo, y ya no me quedan más extremidades superiores para recoger las que he perdido; pero yo sigo caminando. A fin de cuentas, no pasa nada; tampoco duele. De repente, me doy cuenta de que se me ha desprendido el sexo y me ha caído en la pernera derecha del pantalón de deporte, donde ha quedado atrapado en el fondo del elástico y va dándome golpecitos de una manera muy molesta. Como no puedo hacer nada para impedirlo, decido ignorarlo. En ese momento noto los pies rotos dentro de los zapatos, como si fueran pavimento fragmentado, y luego ambos pies se me fracturan a la altura de los tobillos y caigo de bruces en el camino. Sé que si me quedo quieto me pisotearán los otros corredores, así que empiezo a rodar. Ruedo sin parar hasta que caigo en el lago, y las olas me llevan rodando hasta el fondo, y entonces me despierto con un grito ahogado.

Sueño que estoy en un ballet, y que soy la bailarina principal. Me encuentro en el camerino, con Barbara, la otrora encargada de vestuario de mi madre, que ahora me envuelve en tul rosa. Barbara es una mujer durísima y, por lo tanto, a pesar de que me duelen los pies hasta rabiar, no me quejo mientras ella me encaja con ternura los muñones en unas largas zapatillas rosas de satén. Cuando termina, me levanto con vacilación de la silla y rompo a llorar.

—No seas mariquita —me dice Barbara, pero luego se echa atrás y me pone una inyección de morfina.

El tío Ish aparece por la puerta del camerino para llevarme por los innumerables pasillos que recorren el teatro. Sé que me duelen los pies, aunque no pueda verlos ni sentirlos. Seguimos corriendo a toda velocidad y, de repente, me encuentro entre bastidores, mirando el escenario, y me doy cuenta de que el ballet que se representa es
Cascanueces
, y que yo soy la princesa Pirlipat, lo cual, por alguna razón, me molesta muchísimo. No me lo esperaba. Sin embargo, alguien me da un empujoncito y salgo al escenario tambaleándome. Bailo. Las luces me ciegan, y bailo sin pensar, sin saber los pasos, en un éxtasis de dolor. Al final, caigo de rodillas, sollozando, y el público se pone en pie y aplaude.

Viernes 3 de noviembre de 2006

Clare tiene 35 años, y Henry 43

C
LARE
: Henry sostiene una cebolla y me mira con gravedad.

—Esto es una cebolla.

—Sí. Algo he leído.

—Muy bien —dice Henry, arqueando una ceja—. Veamos, para pelar una cebolla, tienes que coger un cuchillo afilado, poner de lado la mencionada cebolla sobre una tabla de cocina y quitar ambos extremos, así. Luego puedes pelar la cebolla de este modo. Bien. Veamos, ahora la cortaremos en secciones transversales. Si vas a hacer aros de cebolla, tan solo debes separar las rodajas, pero si vas a hacer sopa, salsa para espaguetis o cualquier otra cosa, tienes que trocearla de este modo...

Henry ha decidido enseñarme a cocinar. Los mármoles y los armarios son demasiado altos para él, ahora que va en silla de ruedas. Nos sentamos a la mesa de la cocina, rodeados de cuencos, cuchillos y latas de salsa de tomate. Henry empuja la tabla de cocina y el cuchillo y los sitúa frente a mí. Me levanto y troceo la cebolla con poca maña. Henry me observa con paciencia.

—Muy bien, perfecto. Ahora pasemos a los pimientos verdes. Tienes que cortar con el cuchillo en redondo por aquí, y luego arrancar el tallo...

Hacemos salsa napolitana, pesto, lasaña. Otro día elaboramos galletitas crujientes de chocolate, brownies y natillas caramelizadas. Alba está en el paraíso.

—Más postre —suplica la niña.

Escalfamos huevos con salmón, hacemos pizza empezando por la base. Tengo que admitir que es muy divertido; pero la primera noche que preparo la cena sola, estoy aterrorizada. De pie, en la cocina, rodeada de cazuelas y sartenes, los espárragos me han salido demasiado hechos, y me he quemado al sacar el rape del horno. Lo dispongo todo en platos y lo llevo al comedor, donde Henry y Alba ya han ocupado sus lugares. Henry sonríe, y me dedica una mirada animosa. Me siento; Henry levanta su vaso de leche y me dedica un brindis.

—¡Por la nueva cocinera!

Alba entrechoca su taza con el vaso y todos empezamos a comer. Miro furtivamente a Henry mientras como; y me doy cuenta de que todo tiene un sabor extraordinario.

—¡Qué bueno, mamá! —exclama Alba, y Henry asiente.

—¡Es fabuloso, Clare! —apostilla Henry.

Nos miramos fijamente, y entonces pienso: «No me dejes».

Lo que da vueltas acaba por volver

Lunes 18 de diciembre de 2006; domingo 2 de enero de 1994

Henry tiene 43 años

H
ENRY
: Me despierto en plena noche con un millar de insectos mordiéndome las piernas con unos dientes afilados como navajas, y antes de poder siquiera sacar un Vicodin del frasco, caigo. Me enderezo, estoy en el suelo, pero no es el de nuestra casa, sino otro suelo distinto, en una noche distinta. ¿Dónde estoy? El dolor provoca que lo vea todo bajo un halo de resplandor, pero aquí está oscuro, y se advierte un olor especial... ¿A qué me recuerda? A lejía. A sudor. A perfume, un perfume tan familiar... No, no puede ser.

Oigo unos pasos subiendo la escalera, unas voces, una llave que desbloquea varias cerraduras («¿Dónde puedo esconderme?») y la puerta que cede. Gateo por el suelo mientras la luz se enciende con brusquedad y explota en mi cabeza como una bombilla de flash. Una mujer susurra:

—¡Oh, Dios mío!

«No, esto no puede estar sucediendo», pienso; pero entonces la puerta se cierra y oigo a Ingrid hablar.

—Celia, tendrás que irte.

Celia protesta, y mientras las dos mujeres permanecen al otro lado de la puerta discutiendo el tema, miro a mi alrededor con desesperación, pero no encuentro el modo de salir del atolladero. Este debe de ser el apartamento de Ingrid de la calle Clark, al que jamás he ido, pero lo reconozco porque veo todas sus cosas, que me traen recuerdos sobrecogedores: la silla Eames, la mesita de centro de mármol en forma de riñon atiborrada de revistas de moda, el espantoso sofá naranja que usábamos para... Miro a mi alrededor exasperado, buscando algo que ponerme, pero la única prenda que encuentro en esta habitación minimalista es una manta de punto púrpura y amarillo que desentona con el sofá. La agarro y me envuelvo en ella, me doy impulso para subir al sofá y, en ese momento, Ingrid vuelve a abrir la puerta. Permanece en pie y en silencio durante un buen rato, mirándome, y yo le sostengo la mirada, y lo único en lo que acierto a pensar es: «Oh, Ing, ¿por qué cometiste esa atrocidad contigo misma?».

La Ingrid que pervive en mis recuerdos es el incandescente y rubio ángel de la gelidez que conocí en la fiesta del Cuatro de Julio de 1988 en Jimbo; Ingrid Carmichel era devastadora e intocable, enfundada en su armadura reluciente de riqueza, belleza y aburrimiento. La Ingrid que ahora me mira, en cambio, es una mujer pálida y demacrada, de mirada dura y cansada; sigue de pie, con la cabeza ladeada, contemplándome con sorpresa y desprecio. Ninguno de los dos acierta a pronunciar una sola palabra. Al final, se quita el abrigo, lo lanza sobre la butaca y se apoya sobre el otro extremo del sofá. Lleva pantalones de cuero, que crujen un poco al sentarse.

—¿Qué hay, Henry?

—Hola, Ingrid.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—No lo sé. Lo siento. Yo solo... Bueno, ya sabes de qué va —le digo, encogiéndome de hombros. Las piernas me duelen tanto que apenas doy importancia al lugar en el que me encuentro.

—Se te ve jodidísimo.

—Tengo muchísimo dolor.

—Qué gracioso. Yo también.

—Me refiero al dolor físico.

—¿Por qué?

Si de Ingrid dependiese, yo podría empezar a arder por combustión espontánea ante sus mismas narices. Retiro la manta de punto y le muestro los muñones. No retrocede, y tampoco emite un grito ahogado. No aparta la vista, y cuando lo hace, es para mirarme a los ojos. Entonces veo que Ingrid, precisamente Ingrid, me comprende perfectamente. Por procesos absolutamente distintos hemos llegado a la misma condición. Se levanta y se marcha al otro cuarto, y cuando regresa, lleva el viejo costurero en la mano. Siento un amago de esperanza, y mis ilusiones se ven justificadas: Ingrid se sienta y abre la tapa. Es como en los viejos tiempos. En el interior una farmacia completa reposa entre las almohadillas para los alfileres y los dedales.

—¿Qué quieres?

—Opiáceos.

Revuelve una bolsita de plástico llena de pildoras y me ofrece un surtido; veo que tiene Ultram, y cojo dos. Cuando ya me las he tragado en seco, Ingrid me ofrece un vaso de agua, que me bebo entero.

—Bueno —empieza a decir ella, pasándose las largas uñas rojas por la rubia melena—. ¿De qué época vienes?

—De diciembre de 2006. ¿Qué fecha es hoy?

Ingrid consulta el reloj de pulsera.

—Era Año Nuevo, pero hoy ya es 2 de enero de 1994.

Oh, no. Por favor, no.

—¿Qué ocurre? —pregunta Ingrid.

—Nada.

Hoy es el día en que Ingrid se suicidará. ¿Qué puedo decirle? ¿Es posible detenerla? ¿Y si llamo a alguien?

—Escucha, Ing. Solo quería comentarte que... —Dudo. ¿Qué puedo decirle para no asustarla? ¿Acaso importa ahora, ahora que ya está muerta? ¿Aunque esté sentada enfrente de mí?

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