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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (2 page)

Berem quería a su hermana y se quedó consternado ante su propio crimen. Y asustado. Nadie lo creería cuando dijera que había matado a su hermana sin querer. Lo ejecutarían por asesinato. En vez de confesar su culpa y buscar el perdón, decidió huir. Cuando se disponía a hacerlo, la esmeralda que había intentado robar se desprendió de la Piedra Fundamental, voló a su pecho y allí quedó incrustada.

Berem estaba aterrorizado. El espíritu de su hermana sufría por él. Le aseguró que ella seguía queriéndolo, pero él se negó a escucharla. Intentó arrancarse la piedra preciosa. Era tal su desesperación que incluso intentó cortarse el pecho con un cuchillo. Pero la esmeralda seguía formando parte de su cuerpo, el recuerdo imperecedero de su culpa. Berem la tapó con su camisa y huyó, sin hacer caso a los ruegos de su hermana, que le pedía que buscara el perdón pues ella lo había perdonado ya.

Takhisis había presenciado esta tragedia y había disfrutado con la desgracia de Berem..., hasta que intentó cruzar por la Piedra Angular. Encontró la entrada cerrada por una barrera de amor. El espíritu de Jasla le cerraba el paso. Únicamente la sombra de la Reina Oscura podía extenderse sobre Krynn. Su poder sobre la humanidad estaba mermado y tendría que confiar en los mortales para que llevaran a cabo su guerra.

Takhisis debía encontrar a Berem. Si lograba destruirlo, el espíritu de su hermana partiría y la Reina Oscura sería libre de nuevo. Pero debía tener mucho cuidado en su búsqueda, pues si Berem volvía junto a su hermana y se redimía, su entrada en el mundo quedaría cerrada por siempre jamás.

Berem nunca se detenía. No sólo huía de las fuerzas de la oscuridad, sino también de su propia culpa. Una y otra vez, Takhisis vio como se frustraban sus esfuerzos por capturarlo. Lanzó su guerra, que sería conocida como la Guerra de la Lanza, pero seguía sin encontrar a Berem. No obstante, cada vez más gente conocía la historia de los dos hermanos, y era inevitable que, con el tiempo, Berem captara la atención de aquellos que se enfrentaban a la reina Takhisis.

Berem, el Hombre Eterno, se convertiría en la mayor esperanza de la humanidad. Y en su amenaza más temida.

LA HISTORIA DE FISTANDANTILUS

(Fábula)

Hace mucho tiempo vivía un hechicero muy poderoso llamado Fistandantilus. Era tan poderoso que llegó a creer que estaba por encima de las normas y las leyes por las que se regían los demás. Eso incluía las leyes de su propia orden de magos, los Túnicas Negras. Fistandantilus abandonó la orden y se convirtió en un renegado y, como tal, corría el riesgo de encontrar la muerte a manos de sus antiguos compañeros.

Fistandantilus no temía a los otros hechiceros. Había acumulado tanta sabiduría y destreza en la magia que podía acabar con cualquiera que quisiera ajusticiarlo. Tal era el temor y el respeto que inspiraba en los demás hechiceros que muy pocos fueron los que intentaron darle de caza.

Fistandantilus alardeó de su poder ante el Cónclave e incluso tomó aprendices a su cargo. Lo que nadie sabía era que se alimentaba de sus seguidores, absorbiendo su fuerza vital para que creciera la suya. Con ese fin, había creado una piedra preciosa mágica, un heliotropo. Apretaba la piedra contra el corazón de su víctima y le absorbía la vida.

A medida que el poder de Fistandantilus crecía, lo mismo hacía su arrogancia. Decidió adentrarse en el Abismo, derrocar a la Reina Oscura y ocupar su lugar. Para conseguirlo, elaboró el hechizo mágico más potente y complejo que jamás se hubiera creado. Su arrogancia fue su perdición. No se sabe con seguridad lo que sucedió. Hay quien dice que Takhisis lo descubrió y que la ira de la diosa hizo derrumbar su alcázar sobre el hechicero. Otros cuentan que el hechizo escapó de su control y la fortaleza saltó por los aires. Fuera cual fuese la causa, lo cierto es que el cuerpo mortal de Fistandantilus falleció.

Sin embargo, no le sucedió lo mismo a su alma.

Su espíritu se negó a partir de Krynn, y el malvado hechicero permaneció en un plano etéreo. Su existencia era delicada, pues Takhisis seguía intentando destruirle y no dejaba de acosarlo. Se mantenía con vida extrayendo la energía vital de sus víctimas, aunque esperaba poder encontrar un cuerpo vivo algún día, un cuerpo vivo que pudiera habitar para regresar por completo a la vida.

Fistandantilus había logrado conservar el heliotropo y, armado con él, aguardaba a sus víctimas. Buscaba jóvenes practicantes de la magia, en especial aquéllos con cierta inclinación hacia la oscuridad, pues eran los que tenían más posibilidades de sucumbir a la tentación.

El Cónclave de Hechiceros sabía que Fistandantilus andaba a la caza de presas, pero no podían detenerle. Siempre que un joven practicante de la magia se presentaba al temido examen de la Torre de la Alta Hechicería, el Cónclave sabía que cabía la posibilidad de que Fistandantilus se apoderara de él. Se pensaba que muchos de los que morían durante la Prueba se contaban entre sus víctimas.

Cinco años antes del estallido de la Guerra de la Lanza, un joven mago y su hermano gemelo fueron a la Torre de Wayreth para someterse al examen. El joven prometía mucho. Par-Salian, el jefe del Cónclave, ya preveía que tiempos de guerra y males acechaban Krynn y albergaba la esperanza de que aquel joven mago ayudara a derrotar a la oscuridad.

El mago era un joven arrogante y ambicioso. A pesar de que vestía la túnica roja, su corazón y su alma se inclinaban hacia la oscuridad y sus propias decisiones le condujeron a hacer una oferta a Fistandantilus. El malvado hechicero no pensaba respetar su parte del trato. Su verdadera intención era absorber la vida del joven.

Raistlin Majere no era como otros que lo habían precedido. A su manera, era tan diestro en la magia como Fistandantilus. Cuando el maligno mago quiso agarrar el corazón del joven y arrancárselo del cuerpo, Raistlin se aferró al corazón de Fistandantilus.

—Puedes tomar mi vida —dijo Raistlin a Fistandantilus—, pero a cambio estarás a mi servicio.

El joven salió con vida de la Prueba, pero su salud quedó maltrecha, pues Fistandantilus no dejaba de chuparle la vida para sobrevivir él mismo en el plano mágico. Sin embargo, a cambio, Fistandantilus tenía que mantener a Raistlin con vida y acudir en su ayuda, concediéndole unos conocimientos de magia muy avanzados para un hechicero tan joven.

Raistlin no recordaba nada de su examen, ni tampoco del trato que había hecho. Creía que la Prueba le había arruinado la salud y Par-Salian no se lo desmintió.

—Sabrá la verdad sólo cuando descubra la verdad sobre sí mismo, se enfrente a ella y admita la oscuridad que comprende.

Par-Salian pronunció esas palabras, pero ni siquiera él, con toda su sabiduría, podía predecir cómo se resolvería aquella oscura y extraña alianza.

PRIMERA PARTE
1

Tinte negro

Un encuentro inesperado

DÍA SEGUNDO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

La ciudad de Palanthas había pasado en vela la mayor parte de la noche, preparándose para la guerra. La ciudad no había sucumbido al pánico; las grandes damas de la antigua aristocracia como era Palanthas jamás se dejan arrastrar por el pánico. Se sientan muy erguidas en sus sillas ricamente talladas, sujetando sus pañuelos de encaje mientras esperan con semblante serio y la espalda muy recta que alguien les diga si va a haber una guerra y, si de ser así, va a ser tan poco educada como para trastocar sus planes para la cena.

Corrían rumores de que las fuerzas de la temida Dama Azul, la Señora del Dragón Kitiara, marchaban hacia la ciudad. Los ejércitos del señor habían sufrido la derrota en la Torre del Sumo Sacerdote, que guardaba el paso que bajaba de las montañas hacia Palanthas. La pequeña partida de caballeros y soldados de infantería que había protegido la torre del primer asalto no era lo suficientemente fuerte para resistir otro ataque. Habían abandonado la fortaleza y las tumbas de sus muertos, y se habían retirado a Palanthas.

La ciudad no se había alegrado. Si los caballeros, militares y guerreros no hubieran cruzado sus murallas, la paz de Palanthas habría sido respetada. Los ejércitos de los dragones no habrían osado atacar una ciudad tan venerada y respetada. Pero los más sabios no se engañaban. Casi todas las ciudades principales de Krynn habían caído bajo los ejércitos de los dragones. La mirada torva del emperador Ariakas se había vuelto hacia Palanthas, hacia su puerto, sus navíos y su riqueza. Esa ciudad resplandeciente, la joya de Solamnia, sería la piedra preciosa perfecta para la Corona del Poder de Ariakas.

El Señor de Palanthas envió sus tropas a las almenas. Los ciudadanos se recogieron en sus casas y cerraron todos los postigos. Las tiendas cerraron sus puertas. La ciudad pensaba que estaba preparada para lo peor y que, si realmente llegaba lo peor, como había sucedido en otras ciudades como Solace y Tarsis, Palanthas combatiría valientemente pues el corazón de la gran dama albergaba un gran arrojo. De acero estaba hecha su erguida espalda.

Finalmente no llegó el temido momento. Lo peor no sucedió. Las fuerzas de la Dama Azul habían sido enviadas a la Torre del Sumo Sacerdote y estaban retirándose. Los dragones que habían avistado aquella mañana, volando hacia las murallas de la ciudad, no eran las fieras rojas de aliento abrasador ni los Dragones Azules que lanzaban rayos y que tanto temían las gentes. Las luces de la mañana se reflejaban en relucientes escamas plateadas. Los Dragones Plateados habían abandonado sus cubiles de las islas de los Dragones para defender Palanthas.

O eso afirmaban los dragones.

Como la guerra no llegó, los ciudadanos de Palanthas salieron de sus casas, abrieron las tiendas y se echaron a las calles, donde hablaban y discutían. El Señor de Palanthas aseguró a sus súbditos que los dragones recién llegados estaban del lado de la luz, que adoraban a Paladine, Mishakal y el resto de los dioses de la luz, que habían prometido ayudar a los Caballeros de Solamnia, defensores de la ciudad.

Había quienes creían a su señor. Había quienes no. Algunos argumentaban que no podía confiarse en los dragones de ningún color, que sólo habían acudido para que todos se quedaran muy tranquilos y después, en mitad de la noche, los dragones los atacarían, y todos morirían devorados en sus camas.

—¡Idiotas! —masculló Raistlin más de una vez mientras se abría camino entre la multitud, entre rebotes y empellones. A punto estuvo de morir aplastado bajo las ruedas de un carro de caballos.

Si hubiera vestido la túnica roja que lo distinguía como hechicero, las gentes de Palanthas lo hubiesen mirado con recelo y lo habrían dejado completamente solo, apartándose de su camino con tal de evitarlo. Pero como iba ataviado con la túnica gris lisa de los Estetas de la Gran Biblioteca, Raistlin tenía que soportar esos empujones, además de pisotones y codazos.

Los palanthinos no sentían demasiado aprecio por los hechiceros; ni siquiera por los Túnicas Rojas, que se mantenían neutrales en la guerra; ni por los Túnicas Blancas, que estaban consagrados a la luz. Las dos Ordenes de la Alta Hechicería habían trabajado y se habían esforzado por lograr el regreso de los dragones de colores metálicos a Ansalon. El jefe de su orden, Par-Salian, sabía que la visión de aquel amanecer de primavera reflejándose en las alas doradas y plateadas sería como un puñetazo en el estómago para el emperador Ariakas, el primer golpe que lograba atravesar su armadura de escamas de dragón. A lo largo de toda la guerra, las alas de los dragones de Takhisis habían ensombrecido el cielo. Ahora los cielos de Krynn brillaban con una luz intensa y el emperador y su reina empezaban a inquietarse.

Los habitantes de Palanthas no sabían que los hechiceros habían estado esforzándose por protegerlos y tampoco lo habrían creído si se lo hubiesen dicho. Para ellos, el único hechicero bueno era aquel que no vivía en Palanthas.

Raistlin Majere no vestía su túnica roja porque la llevaba hecha un fardo bajo el brazo. Lo que vestía era la túnica gris que había tomado «prestada» de uno de los monjes de la Gran Biblioteca.

Prestada. Al pensar en esa palabra se acordó de Tasslehoff Burrfoot. Aquel kender de espíritu alegre y mano larga jamás «robaba» nada. Cuando lo pillaban con algo robado encima, el kender siempre se defendía diciendo que había tomado «prestado» el azucarero, se había «encontrado» los candelabros de plata y estaba «a punto de devolver» la gargantilla de esmeraldas. Aquella mañana Raistlin se había «encontrado» la túnica del Esteta cuidadosamente doblada sobre una cama. Tenía la más sincera intención de devolverla en un día o dos.

La mayoría de la gente, absorta en sus conversaciones, no le prestaba atención mientras se esforzaba por abrirse camino entre las calles abarrotadas. Pero de vez en cuando, algún ciudadano lo detenía para preguntarle qué pensaba Astinus sobre la llegada de los dragones de colores metálicos, los dragones de la luz.

Raistlin no sabía la opinión de Astinus y no le importaba lo más mínimo. Con la capucha bien echada hacia delante para ocultar el brillo dorado de su piel bajo la luz del sol y sus pupilas en forma de reloj de arena, murmuraba una excusa y se alejaba apresurado. Contrariado, pensó que ojalá los trabajadores del lugar al que se dirigía estuvieran haciendo algo más que dedicarse a cotillear.

Se arrepentía de haberse acordado de Tasslehoff. El recuerdo del kender le había traído las imágenes de sus amigos y de su hermano. Más bien tendría que decir de sus «difuntos» amigos y su «difunto» hermano: Tanis, Tika, Riverwind y Goldmoon y Caramon. Todos estaban muertos. Sólo él había sobrevivido, y la única razón era que él sí había sido lo suficientemente listo para anticiparse al desastre y preparar una vía de escape. Tenía que enfrentarse al hecho de que Caramon y los demás habían muerto y dejar de obsesionarse. Pero aunque se decía a sí mismo que tenía que dejar de pensar en ellos, seguía haciéndolo.

Cuando huían de los ejércitos de los Dragones en Flotsam, él, su hermano y sus amigos habían intentado escapar comprando un pasaje a bordo de un barco pirata, el
Perechon.
Los perseguía un Señor del Dragón que resultó ser Kitiara, su medio hermana. El timonel, presa de la locura, gobernó el barco directamente al corazón del temido Remolino del Mar Sangriento. El navío se quebraba, los palos se caían y de las velas quedaban meros jirones. Las aguas enloquecidas saltaban por encima de la cubierta. Raistlin tenía que tomar una decisión. Podía morir junto a los demás o podía escapar. La elección estaba clara para cualquiera con dos dedos de frente, lo que excluía a su hermano. Raistlin tenía en su poder el Orbe de los Dragones, que había pertenecido al desgraciado rey Lorac, y utilizó su magia para escapar. Era cierto que podía haber llevado consigo a sus amigos. Podría haberlos salvado a todos. Al menos, podría haber salvado a su hermano.

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