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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (4 page)

«¡No puede ser! —se dijo Raistlin, conmocionado—. Tasslehoff estaba en mi cabeza y ahora lo he hecho aparecer.»

Pero sólo por si acaso, Raistlin se puso la capucha de la túnica gris, asegurándose de que le tapara bien la cara, y metió sus manos de piel dorada en las mangas.

De espaldas, el kender parecía Tas; pero todos los kenders parecen iguales por delante y por detrás: bajos de estatura, vestidos con la ropa más vistosa que hayan podido encontrar, el pelo largo sujeto en un moño extravagante y el menudo cuerpo adornado con un sinfín de bolsas. El enano era igual que todos los enanos, pequeño y recio, vestido con una armadura, cuyo yelmo estaba decorado con una crin de caballo... o de un grifo.

—¡Que te digo que vi a Raistlin! —repetía el kender. Señalaba hacia la Gran Biblioteca—. Estaba tumbado en esa misma escalera. Todos los monjes estaban rodeándolo. Ese bastón suyo... el Bastón de Miga...

—De Mago —murmuró el enano.

—... estaba en la escalera, a su lado.

—¿Y qué si era Raistlin? —replicó el enano.

—Creo que estaba muriéndose, Flint —contestó el kender con mucha solemnidad.

Raistlin cerró los ojos. Ya no había ninguna duda. Tasslehoff Burrfoot y Flint Fireforge. Sus viejos amigos. Ambos le habían visto crecer, a él y a Caramon. Más de una vez, Raistlin se había preguntado si Flint, Tas y Sturm seguirían vivos. Se habían separado en el ataque a Tarsis. Ahora se preguntaba, atónito, cómo habrían ido a parar a Palanthas. ¿Qué peripecias los habrían llevado hasta aquel lugar? Sentía curiosidad y, para su sorpresa, se alegraba de verlos.

Se echó la capucha hacia atrás y se levantó del banco con la intención de dirigirse a ellos. Les preguntaría sobre Sturm y sobre Laurana. Laurana la de los cabellos de oro...

—Si ese ladino está muerto, adiós y muy buenas —dijo Flint con crudeza—. Me ponía la piel de gallina.

Raistlin volvió a sentarse y se echó la capucha sobre la cara.

—En realidad no piensas eso... —empezó a contradecirle Tas.

—¡Claro que lo pienso! —bramó Flint—. ¿Cómo vas a saber tú lo que yo pienso o dejo de pensar? Lo dije ayer y lo repito hoy. Raistlin siempre nos miraba por encima del hombro. Y había convertido a Caramon en su esclavo. «Caramon, ¡hazme un té!» «Caramon, ¡lleva mi petate!» «Caramon, ¡límpiame las botas!» Menos mal que Raistlin nunca le dijo a su hermano que se tirara por un precipicio. Ahora mismo Caramon estaría en el fondo de un barranco.

—Vaya, pues a mí medio me gustaba Raistlin —intervino Tas—. Una vez me convirtió en un estanque de patos. Ya sé que a veces no era demasiado agradable, Flint, pero es que no se sentía bien con esos ataques de tos que tenía y además te ayudó cuando tuviste reúma...

—¡Yo no he tenido reúma ni un solo día en toda mi vida! El reúma es de viejos —se enfadó Flint—. ¿Y ahora dónde crees que vas? —añadió, sujetando a Tasslehoff, que ya estaba a punto de cruzar la calle.

—Pues pensaba subir a la biblioteca, llamar a la puerta y preguntar muy educadamente a los monjes si Raistlin está allí.

—Donde quiera que esté Raistlin, ten por seguro que no anda metido en nada bueno. Ya puedes estar sacándote de esa cabezota tuya la idea de llamar a la puerta de la biblioteca. Ya oíste lo que dijeron ayer: no se admiten kenders.

—Supongo que también podría preguntarles sobre eso —dijo Tas—. ¿Por qué no admiten kenders en la biblioteca?

—Porque si los admitieran, no iba a quedar ni un solo libro en los estantes, por eso. Robaríais hasta la última hoja.

—¡Nosotros no robamos a la gente! —se defendió Tasslehoff, muy ofendido—. Los kenders son muy honrados. Y me parece una auténtica vergüenza que ahí no admitan kenders. Voy a ir a cantarles las cuarenta...

Se zafó de Flint y echó a correr hacia el otro lado de la calle. Flint lo fulminó con la mirada.

—Vete si quieres, pero quizá te gustaría oír lo que he venido a decirte. Me envía Laurana. Mencionó algo sobre ti a lomos de un dragón... —le gritó un segundo después, con un brillo nuevo en los ojos.

Tasslehoff dio media vuelta tan rápido que se enredó con sus propios pies, tropezó y cayó al suelo cual largo era, con lo que se desparramó por la calle el contenido de la mitad de sus bolsas.

—¿Yo? ¿Tasslehoff Burrfoot? ¿A lomos de un dragón? ¡Oh, Flint! —Tasslehoff se levantó y recogió sus sacos—. ¿No es maravilloso?

—No —contestó Flint con frialdad.

—¡De prisa! —lo instó Tasslehoff, tirando de la camisa de Flint—. No querrás perderte la batalla.

—No está pasando en este mismo momento —repuso Flint, dando manotazos a las manos del kender—. Vete tú. Yo voy ahora.

Tas no necesitaba que se lo dijeran dos veces. Salió disparado calle abajo, parándose para decirle a todo el mundo que se encontraba que él, Tasslehoff Burrfoot, iba a montar un dragón con el Áureo General.

Flint se quedó quieto un buen rato después de que el kender se hubiera marchado, mirando fijamente la Gran Biblioteca. La expresión del viejo enano se puso muy grave y severa. Se dispuso a cruzar la calle, pero después se detuvo. Sus tupidas cejas grises se unieron en una sola línea. Hundió las manos en los bolsillos y sacudió la cabeza.

—Adiós y muy buenas —murmuró, y se dio la vuelta para seguir a Tas.

Raistlin permaneció sentado en el banco bastante tiempo después de que se hubieran ido. Estuvo allí sentado hasta que el sol desapareció por detrás de los edificios de Palanthas y sopló el aire frío de aquella noche de los albores de la primavera.

Por fin se levantó. No se dirigió a la biblioteca, sino que recorrió las calles de Palanthas. A pesar de que era de noche, las calles estaban atestadas de gente. El Señor de Palanthas había hecho una aparición pública para dar confianza a su pueblo. Los Dragones Plateados estaban de su parte. El señor había asegurado que los dragones habían prometido protegerles y por ello anunció grandes celebraciones. La gente encendía hogueras y bailaba por las calles. A Raistlin todo aquel ruido y alegría lo enervaban. Se abrió camino entre los borrachos, en dirección a una parte de la ciudad donde las calles estaban desiertas y los edificios, oscuros y abandonados.

Ni un alma habitaba aquella zona de la grandiosa ciudad. Nadie la visitaba. Raistlin nunca había estado allí, pero conocía bien el camino. Giró en una esquina. Al final de la calle desierta, rodeada por un bosque espectral de muerte, se levantaba una torre de negra silueta sobre el cielo en llamas.

La Torre de la Ata Hechicería de Palanthas. La torre maldita. Tiznado de negro y en ruinas, el edificio llevaba siglos vacío.

Nadie podrá entrar excepto el Señor del Pasado y el Presente.
Raistlin dio un paso hacia la torre y se detuvo.

—Todavía no —murmuró—. Todavía no.

Sintió que una mano fría y cadavérica le acariciaba la mejilla y se estremeció.

—Sólo uno de nosotros, joven mago
—dijo Fistandantilus—.
Sólo uno puede ser el Señor.

2

La última botella de vino

DÍA SEGUNDO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Los dioses de la magia, Solinari, Lunitari y Nuitari, eran primos. Sus padres conformaban el triunvirato de dioses que gobernaba Krynn. Solinari era hijo de Paladine y Mishakal, dioses de la luz. Lunitari era la hija de Gilean, dios del Libro. Nuitari descendía de Takhisis, Reina Oscura. Desde el mismo día de su nacimiento, los tres primos habían forjado una alianza, unidos por su dedicación a la magia.

Hacía varios eones, los Tres Primos habían concedido a los mortales la capacidad de controlar y manipular la energía arcana. Fieles a su naturaleza, los mortales habían abusado de ese don que se les concedió. La magia actuaba fuera de control por el mundo y fue la causante de males inenarrables y de la pérdida de muchas vidas. Los primos se dieron cuenta de que debían establecer unas leyes que regulasen la práctica de ese poder y así se crearon las Órdenes de la Alta Hechicería. Dirigida por el Cónclave de hechiceros, la orden determinaba unas leyes sobre el uso de la magia, mediante las cuales se ejercía un estricto control sobre aquellos que practicaban tan poderoso arte.

La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth era el último de los cinco centros de magia originales que había habido en Ansalon. Tres de esas torres, que se encontraban en las ciudades de Daltigoth, Losarcum e Istar, habían sido destruidas. La Torre de Palanthas seguía en pie, pero estaba maldita. Únicamente la Torre de Wayreth, que se alzaba en el misterioso y enigmático bosque de Wayreth, albergaba gran actividad.

Debido a que se tiende a temer todo lo desconocido, los hechiceros que trataban de vivir entre los demás mortales solían enfrentarse a una vida plagada de dificultades. Sin importar si servían a Solinari, Dios de la Luna Plateada; a Nuitari, Dios de la Luna Oscura; o a Lunitari, Diosa de la Luna Roja, normalmente los hechiceros eran recibidos con vilipendios y recelo. No resultaba muy sorprendente entonces que los magos gustasen de pasar todo el tiempo posible en la Torre de Wayreth. Allí, entre iguales, podían mostrarse tal como eran, estudiar su arte, practicar nuevos hechizos, comprar o intercambiar objetos mágicos y disfrutar de la compañía de aquellos que también hablaban el lenguaje de la magia.

Antes del regreso de Takhisis, los hechiceros de las tres órdenes vivían y trabajaban juntos en la Torre de Wayreth. Los Túnicas Negras se codeaban con los Túnicas Blancas y se enzarzaban en intensos debates relacionados con la magia. Si para un hechizo se necesitaba una telaraña, ¿era mejor utilizar una telaraña tejida por arañas silvestres o por las que se criaban en cautividad? Dado que los gatos eran por naturaleza tan independientes, ¿podían considerarse unas mascotas de confianza?

Cuando la reina Takhisis declaró la guerra al mundo, su hijo Nuitari rompió con sus primos por primera vez desde la creación de la magia. Nuitari se entregó con reticencia a su madre. Sospechaba que todos sus halagos y promesas eran falsos, pero quería creer. Se unió a las filas del ejército de la Reina Oscura y llevó consigo a muchos de sus Túnicas Negras. Los hechiceros de Ansalon seguían presentándose ante el mundo como un frente unido, pero en realidad las órdenes empezaban a dividirse.

Existía un organismo conocido como el Cónclave, encargado de dirigir a los hechiceros y que estaba formado por el mismo número de magos de cada orden. El jefe del Cónclave en aquellos tiempos tan tumultuosos era un hechicero Túnica Blanca llamado Par-Salian. Era un hombre de sesenta y pocos años que la mayoría de los magos apreciaba por ser un líder firme, justo y sensato. Pero el revuelo entre los hechiceros era cada vez mayor y algunas voces ya empezaban a decir que Par-Salian había perdido el control y que no era la persona adecuada para ocupar el puesto.

Par-Salian estaba sentado, solo, en su estudio de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. La noche era fría y en la chimenea ardían las llamas. Era un fuego real, no mágico. Par-Salian era contrario a utilizar la magia por pura comodidad. Leía alumbrado por una vela, no por una luz mágica. Barría el suelo con una escoba normal y corriente. Hacía que todos aquellos que habitaban y trabajaban en la torre siguieran su ejemplo.

La vela se consumió y el fuego se fue apagando. Par-Salian quedó envuelto en la oscuridad, apenas mitigada por el resplandor de las débiles brasas. Desistió de intentar estudiar sus hechizos. Para eso se necesitaba concentración y no lograba que su mente se concentrara en memorizar las arcanas palabras.

Ansalon se hallaba inmerso en el caos. Las fuerzas de la Reina Oscura estaban peligrosamente cerca de ganar la guerra. Quedaba alguna chispa de esperanza. La celebración del Consejo de la Piedra Blanca había reunido a elfos, enanos y humanos. Las tres razas se habían mostrado de acuerdo en dejar a un lado sus diferencias y unirse contra el enemigo común. La Dama Azul, la Señora del Dragón Kitiara y sus fuerzas habían conocido la derrota en la Torre del Sumo Sacerdote. Los clérigos de Paladine y de Mishakal habían llevado la esperanza y la curación al mundo.

A pesar de todas las buenas nuevas, la aterradora amenaza de los Dragones del Mal y la poderosa fuerza de sus ejércitos seguían alzándose contra las fuerzas de la luz. En ese mismo momento, Par-Salian esperaba con desasosiego que de un momento a otro le llevaran la noticia de la caída de Palanthas...

Llamaron a la puerta. Par-Salian suspiró. Estaba seguro de que se trataba de las noticias que tanto temía recibir. Su ayudante se había acostado hacía un buen rato, por lo que Par-Salian se levantó para abrir él mismo. Se quedó atónito al ver que su visitante era Justarius, de la Orden de los Túnicas Rojas.

—¡Amigo mío! ¡Eres la última persona a la que esperaba ver esta noche! Entra, por favor. Toma asiento.

Justarius entró en la habitación renqueando. Era un hombre alto, recio y fuerte como un roble, a no ser por la pierna de la que cojeaba. De joven siempre había disfrutado participando en competiciones de destrezas físicas. Todo aquello se había acabado con la Prueba de la Torre, que lo había dejado lisiado para siempre. Justarius nunca hablaba de la Prueba ni se quejaba de su cojera, a no ser para decir, encogiéndose de hombros y con media sonrisa, que había sido muy afortunado. Bien podría haber muerto.

—Me alegra ver que estás bien —seguía diciendo Par-Salian mientras encendía las velas y echaba leña al hogar—. Creí que estarías con los que luchan contra los ejércitos de los Dragones en Palanthas.

Se detuvo para mirar a su amigo con consternación.

—¿Ya ha caído la ciudad?

—Todo lo contrario —contestó Justarius, tomando asiento delante de la chimenea. Apoyó la pierna lisiada sobre un escabel para mantenerla elevada y sonrió—. Abre una botella de tu mejor vino elfo, amigo mío, porque tenemos algo que celebrar.

—¿De qué se trata? Dímelo sin más tardanza. Mis pensamientos han estado asediados por oscuros presagios —lo apremió Par-Salian.

—¡Los Dragones del Bien han entrado en la guerra!

Par-Salian se quedó mirando largamente a su amigo, dejó escapar un profundo suspiro y se estremeció.

—¡Alabado sea Paladine! Y Gilean, por supuesto —añadió rápidamente, lanzando una mirada a Justarius—. Cuéntame todos los detalles.

—Los Dragones Plateados llegaron esta mañana para defender la ciudad. Los ejércitos de los Dragones no lanzaron el ataque que se esperaba. Se nombró Áureo General a Laurana, de los elfos de Qualinesti, y se la puso al frente de las fuerzas de la luz, que incluyen a los Caballeros de Solamnia.

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