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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (6 page)

—Yo creo que tenemos que actuar —fue la respuesta de Par-Salian.

—A mí me gustaría llevar a cabo algunas investigaciones por mi cuenta —contestó Justarius secamente—. La señora Ladonna deberá disculparme, pero he de decir que no confío plenamente en ella.

—Investiga todo lo que quieras —dijo Ladonna—. Llegarás a la conclusión de que lo que he dicho es cierto. Estoy demasiado cansada para mentir. Y ahora, si me perdonáis...

Al levantarse, se tambaleó y tuvo que apoyarse en el reposabrazos de la silla para recuperar el equilibrio.

—Esta noche no puedo viajar. Si me dejaras una manta en la esquina de la celda de cualquier aprendiz...

—No digas tonterías —repuso Par-Salian—. Dormirás en tu habitación, como siempre. Todo está como lo dejaste. No se ha movido ni cambiado nada. Incluso encontrarás la chimenea encendida.

Ladonna agachó su orgullosa cabeza y después alargó una mano hacia Par-Salian.

—Gracias, viejo amigo. Cometí un error. Estoy dispuesta a admitirlo. Por si sirve de algo, puedo decir que lo he pagado con creces.

Justarius se levantó con dificultad, sujetándose a la silla. Siempre que pasaba un rato sentado, la pierna lisiada se le agarrotaba.

—¿Tú también pasarás la noche con nosotros, amigo mío? —preguntó Par-Salian.

Justarius negó con la cabeza.

—Me necesitan de vuelta en Palanthas. Tengo más noticias. Si pudieras esperar un momento, señora, esto también te interesará. El vigesimosexto día de Rannmont se encontró a Raistlin Majere medio muerto en la escalera de la Gran Biblioteca. Dio la casualidad de que uno de mis discípulos pasaba por allí y fue testigo de lo que ocurrió. Mi discípulo no sabía quién era ese hombre, sólo que era un hechicero que vestía la túnica roja de mi orden.

»
Aunque dicho esto, no creo que Raistlin siga perteneciendo a mi orden por mucho tiempo —añadió Justarius—. Hoy mismo uno de los tintoreros de la ciudad me ha avisado de que fue a su negocio un hombre joven, para que le tiñeran de negro una túnica roja. Me temo que tu «espada» tiene una mella, amigo mío.

Par-Salian parecía profundamente afectado.

—¿Estás seguro de que se trataba de Raistlin Majere?

—El joven dio un nombre falso, pero no puede haber muchos hombres en el mundo con la piel dorada y las pupilas como relojes de arena. No obstante, quise asegurarme y le pregunté a Astinus. Él asegura que el joven es Raistlin. Piensa tomar la Túnica Negra y ni siquiera se va a molestar en consultárselo al Cónclave, como debe hacerse.

—Va a convertirse en un renegado. —Ladonna se encogió de hombros—. Lo has perdido, Par-Salian. Parece que no soy la única que comete errores.

—Nunca me ha gustado decir que
ya te lo había dicho —
dijo Justarius con expresión seria—. Pero ya te lo había dicho.

Ladonna se dirigió a sus aposentos. Justarius regresó a Palanthas por los pasadizos de la magia. Par-Salian volvía a estar solo.

Se sentó de nuevo junto al fuego casi extinguido, reflexionando sobre todo lo que acababa de oír. Intentó concentrarse en las noticias nefastas que había traído Ladonna, pero se dio cuenta de que no podía alejar sus pensamientos de Raistlin Majere.

—Quizá me equivocara cuando lo elegí para que fuera mi espada para combatir el mal —musitó Par-Salian—. Pero, viendo lo que he oído esta noche y por lo que sé de Raistlin Majere, tal vez no haya sido así.

Par-Salian bebió lo que quedaba de vino elfo. Tiró el poso a las brasas, lo que acabó de apagarlas, y fue a acostarse.

3

Recuerdos Un viejo amigo

DÍA TERCERO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

No era el dolor físico que me nublaba la mente. Era aquel dolor interior ya conocido que me atenazaba, que me desgarraba como unas garfas ponzoñosas. Caramon, fuerte y jovial, bondadoso y amable, transparente y honesto. Caramon, el amigo de todos. No como Raistlin, el canijo, el Ladino.

—En mi vida no he tenido más que mi magia —dije, hablando con claridad, pensando con claridad por primera vez en mi vida—. Y ahora tú también tienes eso.

Apoyándome en la pared, levanté las dos manos y junté los pulgares. Empecé a pronunciar las palabras, esas palabras que invocarían la magia.

—¡Raist! —Caramon empezó a retroceder—. Raist, ¿qué estás haciendo? ¡Venga! ¡Me necesitas! Yo cuidaré de ti, como siempre he hecho. ¡Raist! ¡Soy tu hermano!

—No tengo hermanos.

Bajo aquella superficie de fría y dura piedra, bullían y se agitaban los celos. El temblor resquebrajaba la roca. Los celos, al rojo vivo y abrasadores, se extendieron por mi cuerpo y ardieron en mis manos. La llama centelleó, se agitó y envolvió a Caramon...

Alguien llamó a la puerta y bruscamente devolvió a Raistlin a la realidad.

Se estiró en la silla y, de mala gana, dejó que el recuerdo se alejara de él lentamente. No disfrutaba reviviendo ese momento, ni mucho menos. Sus recuerdos de la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería eran espantosos, pues le devolvían los amargos mordiscos de los celos y la ira, la visión de Caramon muriendo entre las llamas, el desgarro de los gritos de su gemelo, el hedor a carne quemada.

Y después de todo eso, tuvo que enfrentarse a Caramon, que había conocido la muerte a manos de su hermano. Ver el dolor en sus ojos, en cierto sentido mucho más cruel que el dolor de la agonía. Pues todo había sido una ilusión, una parte de la Prueba, para enseñar a Raistlin a conocerse a sí mismo. Él jamás habría querido rememorarlo, habría mantenido sus recuerdos encerrados, pero estaba intentando aprender algo de todo eso y era necesario que lo soportara de nuevo.

Era primera hora de la mañana y se encontraba en la pequeña celda que le habían asignado en la Gran Biblioteca. Los monjes lo habían llevado allí cuando creyeron que se moría. En aquella celda, por fin se había atrevido a asomarse a la oscuridad de su propia alma y había encontrado el valor de enfrentarse a los ojos que le devolvían la mirada. Había recordado la Prueba y el pacto que había hecho con Fistandantilus para pasarla.

—Dije que no me molestaran —gritó Raistlin, enfadado.

—¡Que no lo molesten! Yo sí que voy a molestarlo —gruñó una voz grave—. ¡Voy a darle una buena colleja!

—Tiene una visita, señor Majere —alzó la voz Bertrem, en tono de disculpa—. Dice que es un viejo amigo. Está preocupado por su estado de salud.

—Claro que está preocupado —dijo Raistlin en un tono cortante.

Estaba esperando esa visita. Incluso cuando vio que Flint empezaba a cruzar la calle hacia la biblioteca, pero después cambiaba de opinión. Flint se pasaría toda la noche dándole vueltas, pero al final iría. Sin Tas. Acudiría solo.

«Dile que se vaya. Dile que estás ocupado. Tienes un montón de cosas que hacer para preparar tu viaje a Neraka.» Al mismo tiempo que Raistlin pensaba todo eso, ya había empezado a deshacer el hechizo mágico con el que había cerrado la puerta.

—Puede pasar —anunció Raistlin.

Bertrem, con la cabeza calva reluciente de sudor, abrió la puerta con cuidado y miró hacia dentro. Al ver a Raistlin sentado en la silla, vestido con la túnica gris, abrió los ojos como platos.

—Pero ésas son... Es... Son...

Raistlin lo miró airado.

—Di lo que hayas venido a decir y desaparece.

—Una... visita... —repitió Bertrem con un hilo de voz antes de marcharse apresuradamente, con sus sandalias resonando sobre el suelo de piedra.

Flint entró como un huracán. El viejo enano se quedó observando a Raistlin. Sus ojos furiosos lo estudiaban desde debajo de sus pobladas cejas grises. Cruzó los brazos sobre el pecho, por debajo de la larga barba. Vestía la armadura de piel tachonada que los enanos preferían a las de acero. Era una armadura nueva y grabada con el dibujo de una rosa, el símbolo de los caballeros solámnicos.

Flint llevaba el mismo yelmo de siempre. Lo había encontrado en una de sus primeras aventuras, Raistlin no recordaba dónde. El casco estaba decorado con una cola hecha de crines de caballo. Flint sostenía que se trataba de la crin de un grifo y nada lograba convencerle de lo contrario, ni siquiera el hecho de que los grifos no tuvieran crines.

No habían pasado más que unos pocos meses desde la última vez que se habían visto, pero Raistlin se quedó sorprendido por los cambios que se apreciaban en el enano. Flint había adelgazado, y su piel había adquirido una tonalidad blanquecina. Respiraba trabajosamente, y en su rostro se apreciaban nuevas arrugas producidas por el dolor y la pérdida, por el cansancio y las preocupaciones. Pero en los ojos del viejo enano ardía el mismo espíritu bronco mientras miraba a Raistlin con ferocidad.

Ninguno de los dos dijo nada. Flint se aclaró la garganta, mientras lanzaba miradas alrededor de la celda. Con el rabillo del ojo vio los libros de hechizos que había sobre el escritorio, el Bastón de Mago que descansaba en una esquina y la taza vacía de té. Todos eran pertenencias de Raistlin, nada que fuera de Caramon.

Flint frunció el entrecejo y se rascó la nariz. Lanzaba miradas a Raistlin con expresión ceñuda y pasaba el peso de una pierna a otra, incómodo.

«Hasta qué punto se sentiría incómodo si supiera la verdad —pensó Raistlin—. Que dejé morir a Caramon y a Tanis y a los demás.» Preferiría que Flint no hubiera ido a visitarlo.

—El kender dijo que te había visto —dijo Flint, atreviéndose al fin a romper el silencio—. Dijo que estabas moribundo.

—Como puedes comprobar, estoy bastante vivo —repuso Raistlin.

—Sí, bueno. —Flint se acarició la barba—. Llevas una túnica gris. ¿Eso qué se supone que significa?

—Que he dado a lavar la roja —repuso Raistlin, y añadió mordazmente—: Mis riquezas no me permiten tener un gran armario. —Hizo un gesto impaciente—. ¿Has venido a mirarme y a comentar mi vestuario o tienes algún propósito?

—He venido porque estaba preocupado por ti —contestó Flint, frunciendo el entrecejo.

Raistlin sonrió con gesto sarcástico.

—No has venido porque estuvieras preocupado por mí. Estás aquí porque estás preocupado por Tanis y Caramon.

—Bueno, y tengo derecho a estarlo, ¿no? ¿Qué les ha pasado? —quiso saber Flint. Sus mejillas grises enrojecieron.

Raistlin no respondió de inmediato. Podía decir la verdad. No había ningún motivo que se lo impidiera. Al fin y al cabo, no le importaba lo más mínimo lo que Flint ni ninguno de ellos pensaran de él. Podía decir la verdad: que los había dejado morir en El Remolino. Pero Flint se indignaría y tal vez llegara a atacar a Raistlin, impulsado por su ira. El viejo enano no suponía una amenaza, pero Raistlin no tendría más remedio que defenderse. Flint podía acabar herido, y se iba a montar una escena. Se crearía un alboroto enorme entre los Estetas. Lo echarían de allí y todavía no estaba preparado para irse.

—Laurana, Tas y yo sabemos que tú y los demás escapasteis de Tarsis —dijo Flint—. Compartimos el sueño. —Parecía realmente incómodo al admitir eso.

Raistlin estaba muy intrigado.

—¿El sueño en la angustiosa tierra de Silvanesti? ¿El sueño del rey Lorac? ¿De verdad hicisteis eso? Qué interesante. —Recordó aquella experiencia, preguntándose cómo era posible—. Sabía que los demás del grupo lo habían compartido, pero eso era porque nosotros estábamos en el sueño. Me pregunto cómo lograsteis hacerlo vosotros.

—Gilthanas dijo que fue gracias a la Joya Estrella, la que Alhana le entregó a Sturm en Tarsis.

—Alhana mencionó algo sobre eso. Sí, podría ser por la Joya Estrella. Son objetos mágicos muy poderosos. ¿Sturm todavía la tiene?

—Lo enterraron con ella —repuso Flint con brusquedad—. Sturm ha muerto. Lo mataron en la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote.

—Lo siento —dijo Raistlin, sorprendiéndose de lo sinceras que eran sus palabras.

—Sturm murió como un héroe —prosiguió Flint—. Se enfrentó él solo a un Dragón Azul.

—Entonces murió como un idiota —comentó Raistlin.

El rostro de Flint volvió a enrojecer.

—¿Y Caramon? ¿Por qué no está aquí? ¡Él nunca te dejaría solo! ¡Antes moriría!

—Ahora mismo podría estar muerto —dijo Raistlin—. Quizá todos lo estén. No lo sé.

—¿Lo mataste? —preguntó Flint, cada vez más rojo.

«Sí, lo maté —pensó Raistlin—. Estaba envuelto en llamas...»

—La puerta está detrás de ti —dijo en voz alta, en lugar de lo que estaba pensando—. Por favor, ciérrala al salir.

Flint intentó decir algo, pero la rabia sólo le dejaba balbucear.

—¡No sé por qué he venido! —logró exclamar por fin—. «Adiós y muy buenas», fueron mis palabras cuando oí que eras tú quien estaba muriéndose. ¡Y ahora lo repito: Adiós y muy buenas!

Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta con pasos airados. Llegó junto a ella y la abrió con brusquedad. Estaba a punto de decir algo, pero se le adelantó Raistlin.

—Estás teniendo problemas de corazón —dijo Raistlin, hablando a la espalda del enano—. No te encuentras bien. Sufres dolores, mareos, te quedas sin aliento. Te cansas enseguida. ¿Me equivoco?

Flint estaba inmóvil en el umbral de la puerta de la pequeña celda, con la mano quieta en el pomo.

—Si no te tomas las cosas con más calma, el corazón te va a estallar —continuó Raistlin.

Flint giró la cabeza y se lo quedó mirando.

—¿Cuánto me queda?

—La muerte podría llegar en cualquier momento —repuso Raistlin—. Tienes que descansar...

—¡Descansar! ¡Estamos en guerra! —lo interrumpió Flint, levantando la voz. Después tosió, resolló y se llevó la mano al pecho. Al ver que Raistlin lo observaba, murmuró:— No todos estamos llamados a morir como héroes. —Tras decir esto, salió ruidosamente, olvidando cerrar la puerta.

Raistlin lanzó un suspiro y se levantó para cerrarla él mismo.

Caramon chilló e intentó apagar las llamas, pero era imposible escapar de la magia. Su cuerpo se retorcía, se encogía en el fuego, hasta convertirse en el cuerpo marchito de un viejo; un viejo que vestía una túnica negra y cuyos cabellos y barba eran volutas de fuego ensortijado.

Fistandantilus, con la mano extendida, caminaba a su encuentro.

—Si tu armadura está rota —dijo el viejo con voz suave—, yo encontraré sus grietas.

Yo no podía moverme, no podía defenderme. La magia se había cobrado mis últimas fuerzas.

Fistandantilus estaba delante de mí. La túnica negra del viejo eran jirones de noche; su cuerpo estaba cubierto de carne putrefacta; los huesos se le veían bajo la piel. Las uñas eran largas y afiladas, como las de los cadáveres. En sus ojos brillaba el calor abrasador que había albergado mi alma, el ardor que había devuelto la vida a los muertos. Del descarnado cuello pendía un colgante con un heliotropo engastado.

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