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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (5 page)

—Esto se merece algo especial. —Par-Salian sirvió vino para los dos—. Mi última botella de vino de Silvanesti. Por desgracia, me temo que no habrá más vino elfo de esa desgraciada tierra por una buena temporada.

Volvió a sentarse.

—Así que han elegido a la hija del rey elfo de Qualinesti como Áureo General. Es una sabia elección.

—Más bien una elección política —repuso Justarius con expresión irónica—. Los caballeros no lograban elegir un líder. La victoria sobre los ejércitos de los Dragones en la Torre del Sumo Sacerdote se debió en gran parte al coraje y la inteligencia de Laurana. Tiene el poder de inspirar a los hombres tanto con sus palabras como con sus actos. Los caballeros que combatieron en la torre la admiran y confían en ella. Además, hará que los elfos se unan a la batalla.

Los dos hechiceros alzaron sus copas y bebieron por el éxito del Áureo General y por los dragones bondadosos, como se los conocía popularmente. Justarius dejó la copa de plata en una mesita cercana y se frotó los ojos. Estaba demacrado. Se recostó en la silla con un suspiro.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Par-Salian, preocupado.

—Llevo varias noches sin dormir —explicó Justarius—. Y he recorrido los pasillos de la magia para venir aquí. Esos viajes siempre son agotadores.

—¿El Señor de Palanthas te pidió ayuda para defender la ciudad? —Par-Salian estaba asombrado.

—No, claro que no —contestó Justarius con cierta amargura—. De todos modos, yo estaba preparado para cumplir mi parte. Tengo que proteger mi casa y mi familia, además de mi ciudad, a la que amo.

Volvió a levantar la copa, pero no bebió. Fijó una mirada taciturna en el vino, de un intenso color ciruela.

—Vamos, suéltalo ya —lo instó Par-Salian sombríamente—. Espero que las malas noticias que traes no empañen las buenas.

Justarius lanzó un profundo suspiro.

—En más de una ocasión, tú y yo nos hemos preguntado por qué los dragones bondadosos se negaban a escuchar nuestras súplicas de ayuda. Por qué no entraron en la guerra cuando Takhisis envió a sus Dragones del Mal a quemar ciudades y a masacrar inocentes. Ahora ya sé la respuesta. Y es atroz.

Justarius volvió a sumirse en el silencio. Par-Salian bebió un trago de vino, como si quisiera darse ánimos.

—Una hembra de Dragón Plateado que se llama a sí misma Silvara fue quien hizo el espeluznante descubrimiento —siguió contando Justarius—. Por lo visto, hace varios años, alrededor del 287 DC, Takhisis ordenó a sus dragones malvados que entraran en secreto en los cubiles de los Dragones del Bien mientras dormían el Gran Sueño y que les robaran los huevos.

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Cuando tuvieron a los pequeños en su poder, Takhisis despertó a los dragones bondadosos y les dijo que planeaba lanzar una guerra contra el mundo. Los amenazó: si los dragones bondadosos intervenían, Takhisis destruiría sus huevos. Temerosos por sus crías, los Dragones del Bien hicieron un juramento por el que prometieron que no se enfrentarían a ella.

—Y ahora ese juramento se ha roto —intervino Par-Salian.

—Los dragones bondadosos descubrieron que había sido Takhisis quien había roto el juramento en primer lugar —contestó Justarius—. Los sabios especulan con que el origen de los conocidos como «lagartos», los draconianos...

Par-Salian miraba a su amigo petrificado por el horror.

—No querrás decir que... —Cerró los puños—. ¡Eso es imposible!

—Por desgracia, me temo que no. Silvara y un amigo, un guerrero elfo llamado Gilthanas, descubrieron la espeluznante verdad. Sirviéndose de la magia profana y oscura, pervirtieron los huevos de los dragones de colores metálicos y convirtieron a los dragones en esas criaturas que conocemos como draconianos. Silvara y Gilthanas pueden dar fe. Ellos mismos presenciaron la ceremonia. Casi no logran escapar con vida.

Par-Salian estaba desconsolado.

—Una pérdida terrible. Una pérdida trágica. La belleza, la sabiduría y la nobleza transformadas en esas monstruosidades infames...

Se sumió en el silencio. Los dos hombres sabían qué pregunta venía a continuación. Ambos conocían la respuesta. Ninguno quería pronunciarla en voz alta. No obstante, Par-Salian era el jefe del Cónclave. Su responsabilidad era descubrir la verdad, por muy desagradable que fuera.

—Me he fijado en que has dicho que los huevos se pervirtieron mediante magia profana y magia oscura. ¿Quiere eso decir que un miembro de nuestras órdenes llevó a cabo un acto tan aberrante?

—Eso me temo —respondió Justarius en voz baja—. Los hechizos fueron concebidos por un Túnica Negra llamado Dracart, junto con un sacerdote de Takhisis y un Dragón Rojo. Tienes que hacer algo sin más dilación, Par-Salian. Por eso he venido esta noche con tanta celeridad. Debes disolver el Cónclave, denunciar a los Túnicas Negras, expulsarlos de la torre y prohibirles que ni siquiera se acerquen aquí.

Par-Salian no dijo nada. Abría y cerraba el puño derecho. Miraba fijamente el fuego.

—El mundo ya nos considera sospechosos —continuó Justarius—. Si se descubriera que un hechicero ha sido cómplice en un acto tan atroz, ¡el pueblo se alzaría contra nosotros! Eso podría significar nuestra destrucción.

Par-Salian seguía en silencio.

—Señor —añadió Justarius con un tono de voz más duro—, el dios Nuitari también estuvo implicado. Tuvo que estarlo, necesariamente. Hace años que se puso al lado de su madre, Takhisis, lo que significa que Ladonna, jefa de los Túnicas Negras, también debe estar implicada.

—Eso no lo sabes con seguridad —lo contradijo Par-Salian con gravedad—. No tienes pruebas.

Par-Salian y Ladonna habían sido amantes, en el lejano pasado, en su lejana juventud, en los días en que la pasión se imponía a la razón. Justarius conocía esa historia y tuvo mucho cuidado en no mencionarla, pero Par-Salian sabía en lo que estaba pensando su amigo.

—Ninguno de nosotros ha visto a Ladonna o a sus seguidores desde hace más de un año —continuó Justarius—. Nuestros dioses, Solinari y Lunitari, no han ocultado su enojo y su consternación cuando Nuitari se separó de ellos para servir a su madre. Debemos enfrentarnos a la verdad, señor. Los Tres Primos están enemistados. Nuestra hermandad sagrada de hechiceros, los lazos que nos unen —blanco, negro y rojo— se han roto. Además, no es descabellado pensar que Ladonna y sus Túnicas Negras estén dispuestos a lanzar un ataque contra la torre...

—¡No! —exclamó Par-Salian, dando un puñetazo en el reposabrazos de su silla y derramando su vino.

En más de una ocasión, Par-Salian, con su larga barba blanca y sus ademanes reposados, era tomado por un viejo débil y benévolo. Caían en ese error incluso quienes mejor lo conocían. Pero el jefe del Cónclave no había alcanzado una posición tan alta debido a su falta de ardor, precisamente. La intensidad de ese ardor podía resultar sorprendente.

—¡No voy a disolver el Cónclave! Ni por un instante estoy dispuesto a creer que Ladonna tiene algo que ver con ese crimen. Tampoco culpo a Nuitari...

Justarius frunció el entrecejo.

—Dracart, un Túnica Negra, fue visto en la ceremonia.

—¿Qué quiere decir eso? —Par-Salian miró a su amigo con ferocidad—. Podría tratarse de un renegado...

—Y lo era —dijo una voz.

Justarius se volvió en su asiento. Cuando descubrió quien había hablado, lanzó una mirada acusadora a Par-Salian.

—No sabía que tenías compañía —dijo Justarius con frialdad.

—Ni siquiera yo lo sabía —repuso Par-Salian—. Deberías haberte anunciado, Ladonna. Espiar es de mala educación, sobre todo entre amigos.

—Tenía que asegurarme de que todavía erais mis amigos —contestó ella.

Ladonna era una mujer de mediana edad que no estaba dispuesta a disimular sus años, como había quien hacía, recurriendo a artificios de la naturaleza y de la magia para tener una piel tersa. Lucía su espesa melena gris con el mismo orgullo que una reina viste su corona y lucía esmerados peinados. Sus túnicas negras solían ser del mejor de los terciopelos, suaves y acariciadores, con runas bordadas en hilos de oro y plata.

Pero cuando emergió de las sombras del rincón en el que había estado observando sin ser vista, los dos hombres se quedaron atónitos al ver lo mucho que había cambiado. Ladonna estaba demacrada y pálida, y parecía haber envejecido varios años de golpe. Hebras de su cabello largo y gris se escapaban de las dos trenzas que le caían por la espalda. La elegante túnica negra estaba sucia y harapienta, parecía un trapo andrajoso y gastado. Se la veía agotada, como a punto de desplomarse.

Par-Salian se apresuró a acercarle una silla y le sirvió una copa de vino. La mujer lo bebió agradecida. Sus ojos negros se posaron en Justarius.

—Muy rápido estás dispuesto a juzgarme, señor —le reprochó con amargura.

—La última vez que nos vimos, señora —repuso él en el mismo tono—, proclamabas con orgullo tu devoción por la reina Takhisis. ¿Debemos creer que no has participado en este crimen?

Ladonna bebió un sorbo de vino.

—Si ser un necio se considera un crimen, me declaro culpable —añadió en voz baja.

Alzó los ojos y envolvió a los dos hombres con una mirada centelleante.

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¡Pero os juro que yo no tuve nada que ver con la corrupción de los huevos de dragón! No supe nada de ese escalofriante hecho hasta hace poco. Y cuando lo descubrí, hice lo posible por remediarlo. Podéis preguntar a Silvara y a Gilthanas. Ahora mismo no estarían vivos de no ser por mi ayuda y la de Nuitari.

Justarius permanecía con gesto adusto. Par-Salian la observaba con gravedad.

Ladonna se puso de pie y alzó la mano hacia el cielo.

—Invoco a Solinari, Dios de la Luna Plateada. Invoco a Lunitari, Diosa de la Luna Roja. Invoco a Nuitari, Dios de la Luna Oscura. Éste es mi juramento. Juro en nombre de la magia que llamamos sagrada que estoy diciendo la verdad. Arrebatadme vuestras bendiciones, vosotros, los dioses, si miento. ¡Que las palabras de la magia desaparezcan de mi mente! Que los ingredientes de mis hechizos se conviertan en polvo. Que mis pergaminos sean devorados por las llamas. Que mi mano se desprenda de mi muñeca.

Esperó un momento y después volvió a sentarse.

—Hace frío aquí —dijo, mirando con dureza a Justarius—. ¿Enciendo un fuego?

Señaló la chimenea, donde las llamas ya se apagaban, y pronunció una palabra mágica. Las llamas lamieron con renovada intensidad la rejilla de hierro. El calor era tan intenso que los tres tuvieron que alejar sus sillas. Ladonna cogió su copa y bebió un sorbo.

—¿Nuitari se ha alejado de Takhisis? —preguntó Par-Salian con sorpresa.

—Lo sedujeron las palabras dulces y las deslumbrantes promesas. Como a mí —explicó Ladonna con amargura—. Las palabras dulces de la reina no eran más que mentiras. Y sus promesas eran falsas.

—¿Qué esperabas? —preguntó Justarius, resoplando—. La reina Oscura ha frustrado tus ambiciones y ha herido tu orgullo. Así que ahora acudes a nosotros arrastrándote. Supongo que estás en peligro. Conoces los secretos de la Reina. ¿Te ha echado los perros? ¿Por eso has venido a Wayreth? ¿Para esconderte en nuestras faldas?

—Yo descubrí sus secretos —repuso Ladonna con suavidad. Permaneció sentada, con la vista clavada en sus manos. Todavía tenía los dedos largos y finos, aunque se veía la piel enrojecida y tirante sobre sus delicados huesos—. Y sí, estoy en peligro. Todos estamos en peligro. Ésa es la razón por la que he vuelto. He arriesgado mi vida para venir a advertiros.

Par-Salian y Justarius se miraron alarmados. Los dos conocían a Ladonna desde hacía muchos años. La habían visto en la grandeza de su poder. La habían visto temblando de rabia. Uno de ellos había conocido la ternura y dulzura de su amor. Ladonna era una luchadora. Había peleado por alcanzar la posición más alta entre los Túnicas Negras, para lo que había tenido que derrotar, y a veces matar, en combates mágicos a aquellos que la retaban. Era un enemigo valiente y muy a tener en cuenta. Ninguno de los dos había sido testigo jamás de una muestra de debilidad en aquella mujer poderosa y tenaz. Ninguno de los dos la había visto tal como la veían en ese momento: consternada..., asustada.

—En Neraka hay un edificio llamado el Palacio Rojo. A veces Ariakas se aloja allí cuando regresa a Neraka. Ese palacio es un santuario consagrado a Takhisis. No se trata de un santuario tan suntuoso como el que hay en su templo. Es algo mucho más secreto y privado, abierto sólo para Ariakas y sus favoritos, como Kitiara y la hechicera Iolanthe, antigua discípula mía y amante de Ariakas.

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Resumiendo: muchos de mis colegas fueron asesinados de forma atroz. Yo tenía miedo de ser la siguiente. Fui al santuario para hablar directamente con la reina Takhisis...

Justarius dijo algo para sí.

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Ya lo sé —convino Ladonna. Le temblaban las manos y derramó el vino—. Ya lo sé. Pero estaba sola, y desesperada.

Par-Salian se inclinó y apoyó su mano sobre la de la mujer. Ella le sonrió con gesto trémulo y le apretó la mano. El hechicero se sorprendió y se quedó sobrecogido al adivinar el brillo de las lágrimas en los ojos de la mujer. Nunca antes la había visto llorar.

—Estaba a punto de entrar en el santuario cuando me di cuenta de que había alguien más. Era la Señora de los Dragones Kitiara, hablando con Ariakas. Me hice invisible con mi magia y escuché su conversación. ¿Habéis oído que la Reina Oscura busca a un hombre llamado Berem? Se lo conoce como el Hombre Eterno o el Hombre de la Joya Verde.

—Todos los ejércitos de los Dragones han recibido la orden de encontrarlo. Hemos intentado descubrir la razón —contestó Par-Salian—. ¿Por qué es tan importante para Takhisis?

—Yo puedo darte la respuesta —dijo Ladonna—. Si Takhisis encuentra a Berem, saldrá victoriosa. Regresará al mundo con todo su poder y su fuerza. Nadie, ni siquiera los dioses, podrá detenerla.

Narró a los dos hombres la trágica historia del Hombre Eterno. Ambos escucharon con aflicción y perplejidad la desgracia de la historia de Jasla y Berem, una historia de muerte y perdón, de esperanza y redención.

Par-Salian y Justarius se sumieron en el silencio, entregados a sus propios pensamientos sobre lo que acababan de oír. Ladonna se recostó en la silla y cerró los ojos. Par-Salian se ofreció a servirle otra copa de vino.

—Gracias, mi querido amigo, pero si bebo una copa más, me voy a quedar dormida aquí mismo. Bueno, ¿qué pensáis?

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