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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (16 page)

—¡Ésos no respetan nada!

Pero, tan pronto vio a Madame Bovary, dijo.

—Perdón, no la reconocía.

Metió el catecismo en el bolsillo y se paró mientras seguía moviendo entre dos dedos la pesada llave de la sacristía.

El resplandor del sol poniente que le daba de lleno en la cara palidecía la tela de su sotana, brillante en los codos, deshilachada por abajo. Manchas de grasa y de tabaco seguían sobre su ancho pecho la línea de los pequeños botones, y aumentaban al alejarse de su alzacuello, en el que descansaban los pliegues abundantes de su piel roja; estaba salpicada de manchas amarillas que desaparecían entre los nudos de la barba entrecana. Acababa de cenar y respiraba ruidosamente.

—¿Cómo está usted? —le preguntó él.

—Mal —contesto Emma; no me encuentro bien.

—Bueno, yo tampoco —replicó el eclesiástico—. Estos primeros calores, ¿verdad?, le dejan a uno aplanado de una manera extraña. ¿En fin, qué quiere usted? Hemos nacido para sufrir, como dice San Pablo. Pero, ¿qué piensa de esto el señor Bovary?

—¡El! —exclamó Emma con un gesto de desdén.

—¡Cómo! —replicó el buen hombre muy extrañado—, ¿no le receta algo?

—¡Ah!, no son las medicinas de la tierra lo que necesitaría.

Pero el cura, de vez en cuando, echaba una ojeada a la iglesia donde todos los chiquillos arrodillados se empujaban con el hombro y caían como castillos de naipes.

—Quisiera saber… —continuó Emma.

—¡Aguarda, aguarda, Riboudet —gritó el eclesiástico con voz enfadada—, te voy a calentar las orejas, tunante!

Después, volviéndose a Emma:

—Es el hijo de Boudet, el encofrador; sus padres son acomodados y le consienten hacer sus caprichos. Sin embargo, aprendería pronto si quisiera, porque es muy inteligente. Y yo a veces, de broma, le llamo Riboudet, como la cuesta que se toma para ir a Maromme, a incluso le digo: mont Riboudet. ¡Ah! ¡Ah! ¡Mont Riboudet! El otro día le conté esto a monseñor, y se rió… se dignó reírse. Y el señor Bovary, ¿cómo está?

Ella parecía no oír. El cura continuó:

—Sigue muy ocupado, sin duda. Porque él y yo somos ciertamente las dos personas de la parroquia que más trabajo tenemos. Pero él es el médico de los cuerpos, añadió con una risotada, y yo lo soy de las almas.

—Sí… —dijo—, usted alivia todas las penas.

—¡Ah, no me hable, Madame Bovary! Esta misma mañana, tuve que ir a Bas Dauville para una vaca que tenía la hinchazón; creían que era un maleficio. Todas sus vacas, no sé cómo… Pero, ¡perdón! ¡Longuemarre y Bondet!, ¡demonios! Haced el favor de terminar. ¿Queréis estaros quietos de una vez? Y, de un salto, se presentó en la iglesia.

Los chiquillos, entonces, se apretaban alrededor del gran atril, se subían al entarimado del chantre, abrían el misal; y otros, de puntillas iban a meterse en el confesonario. Pero el cura, de pronto, repartió entre todos una granizada de bofetadas. Agarrándolos por el cuello de la chaqueta, los levantaba del suelo y los volvía a poner de rodillas sobre el pavimento del coro, con fuerza, como si hubiera querido plantarlos allí.

—Mire usted —dijo volviendo junto a Emma, y desdoblando su gran pañuelo de algodón, una de cuyas puntas metió entre sus dientes—, ¡los labradores son dignos de lástima!

—Hay otros —replicó ella.

—Sin duda, los de las ciudades, por ejemplo.

—No son ellos…

—¡Perdóneme!, he conocido allí a pobres madres de familia, mujeres virtuosas, se lo aseguro, verdaderas santas, que ni siquiera tenían para pan.

—Pero, señor cura —replicó Emma, retorciendo las comisuras de los labios al hablar—, de las que tienen pan, y no tienen…

—Para calentarse en invierno —dijo el cura.

—¡Bah!, ¿qué importa eso?

—¿Cómo qué importa? A mí me parece que cuando se está bien caliente, bien alimentado, pues en fin…

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —suspiraba Emma.

—¿Se encuentra mal? —dijo el cura, adelantándose con aire preocupado—; ¿la digestión, tal vez? Tiene que volver a casa, Madame Bovary, tomar un poco de té; eso la pondrá bien, o un vaso de agua fresca con azúcar terciado.

—¿Por qué?

Y Emma parecía que se despertaba de un sueño.

—Como se pasaba la mano por la frente, creí que le daba un mareo.

Luego cambiando de tema:

—Pero ¿me preguntaba usted algo? ¿Qué era? Ya no me acuerdo.

—¿Yo? Nada…, nada… —repetía Emma.

Y su mirada, que dirigía a todo su alrededor, se paró lentamente en el anciano de sotana. Los dos se miraban, frente a frente, sin hablar.

—Entonces, Madame Bovary —dijo por fin el cura—, discúlpeme, pero ante todo, el deber, ya sabe usted; tengo que atender a mis granujillas. Ya se acercan las primeras comuniones. ¡Nos cogerán otra vez de sorpresa, me lo estoy temiendo! ¡Por eso, a partir de la Ascensión, los tengo aquí puntuales una hora más! ¡Pobres niños!, nunca sería demasiado pronto para llevarlos por el camino del Señor, como además nos lo recomendó El mismo por boca de su divino Hijo… Usted lo pase bien, señora; ¡saludos a su marido!

Y entró en la iglesia, haciendo una genuflexión desde la puerta.

Emma lo vio desaparecer entre la doble fila de bancos, con pesado andar, la cabeza un poco torcida, y con las dos grandes manos entreabiertas hacia afuera.

Después, giró rápidamente sobre sus talones, rígido como una estatua sobre su soporte, y se encaminó hacia su casa. Pero le llegaban todavía al oído y le seguían la gruesa voz del cura y las claras voces de los chiquillos.

—¿Sois cristianos?

—Sí, soy cristiano.

—¿Qué es un cristiano?

—Es aquel que, estando bautizado…, bautizado…, bautizado.

Emma subió los peldaños de la escalera, y cuando llegó a su habitación, se dejó caer en un sillón.

La luz blanquecina de los cristales bajaba suavemente con ondulaciones. Los muebles en su sitio parecían haberse vuelto más inmóviles y perdidos en la sombra como en un océano tenebroso. La chimenea estaba, pagada, el péndulo seguía oscilando, y Emma se quedaba pasmada ante la calma de las cosas, mientras que dentro de ella se producían tantas conmociones. Pero entre la ventana y la mesa de labor estaba la pequeña Berta, tambaleándose sobre sus botines de punto y tratando de acercarse a su madre para cogerle las cintas de su delantal.

—¡Déjame! —le dijo apartándola con la mano.

La niña se acercó todavía más a sus rodillas y apoyando en ellas sus brazos, la miraba con sus grandes ojos azules mientras que un hilo de saliva pura caía de su labio sobre el delantal de seda.

—¡Déjame! —repitió Emma muy enfadada.

Su cara asustó a la niña, que empezó a gritar.

—Bueno, ¡déjame ya! —le dijo, empujándola con el codo.

Berta fue a caer al pie de la cómoda contra la percha de cobre; se hizo un corte en la mejilla, y empezó a sangrar. Madame Bovary corrió a levantarla, rompió el cordón de la campana, llamó a la criada con todas sus fuerzas, a iba a empezar a maldecirse cuando apareció Carlos. Era la hora de la cena, él regresaba.

—Mira, querido —le dijo Emma con voz tranquila—; ahí tienes a la niña que, jugando, acaba de lastimarse en el suelo.

Carlos la tranquilizó, la cosa no era grave, y fue a buscar diaquilón.

Madame Bovary no bajó al comedor; quiso quedarse sola cuidando a su hija. Entonces, mirando cómo dormía, la preocupación que le quedaba fue poco a poco desapareciendo, y le pareció que era muy tonta y muy buena por haberse alterado hacía poco, por tan poca cosa. En efecto, Berta ya no sollozaba. Su respiración ahora levantaba insensiblemente la colcha de algodón.

Unos lagrimones quedaban en los bordes de sus párpados entreabiertos, que dejaban ver entre las pestañas dos pupilas pálidas, hundidas; el esparadrapo, pegado en su mejilla, estiraba oblicuamente su piel tensa.

—¡Es una cosa extraña! —pensaba Emma—, ¡qué fea es esta niña!

Cuando Carlos, a las once de la noche, volvió de la farmacia adonde había ido después de la cena, para devolver lo que sobraba del diaquilón, encontró a su mujer de pie al lado de la cuna.

—Te digo que esto no es nada —le dijo besándola en la frente—; ¡no te preocupes, querida, te pondrás enferma!

Se había quedado mucho tiempo en la botica. Aunque no se hubiese mostrado muy afectado, el señor Homais, sin embargo, se había esforzado en darle ánimos y subirle la moral. Hablaron entonces de los peligros diversos que amenazaban a la infancia y del descuido de las criadas. La señora Homais sabía algo de eso, pues aún conservaba sobre el pecho las huellas de una escudilla de brasas que una cocinera hacía tiempo le había dejado caer sobre la blusa. Por eso, estos buenos padres tomaban tantas precauciones. Los cuchillos nunca estaban afilados ni los pisos encerados. En las ventanas había rejas de hierro y en los marcos, fuertes barras. Los pequeños Homais, a pesar de su independencia, no podían moverse sin un vigilante detrás de ellos; al menor catarro, su padre les atiborraba de jarabes, y hasta que tenían más de cuatro años llevaban todos inexorablemente unas chichoneras acolchadas. Era, es cierto, una manía de la señora Homais; su esposo estaba interiormente preocupado por esto, temiendo los efectos que semejante opresión podría tener sobre los órganos del intelecto, y llegó a decirle:

—¿Pretendes hacer de ellos unos Caribes o unos Bocotudos?

Carlos, por su parte, había intentado varias veces interrumpir la conversación.

—Tengo que hablar con usted —le dijo al oído al pasante, que empezó a caminar delante de él por la escalera.

—¿Se sospechará algo? —se preguntaba León. El corazón le latía apresuradamente y se perdía en conjeturas.

Por fin, Carlos, habiendo cerrado la puerta, le rogó que se enterase en Rouen de lo que podía costar un buen daguerrotipo
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; era una sorpresa sentimental que reservaba a su mujer, una atención fina, su retrato en traje negro. Pero antes quería saber a qué atenerse; estas gestiones no debían de molestar a León, puesto que iba a la ciudad casi todas las semanas.

¿A qué iba? Homais sospechaba a este propósito alguna aventura de joven, una intriga. Pero se equivocaba; León no buscaba ningún amorío. Estaba más triste que nunca, y la señora Lefrancois se daba bien cuenta de ello por la cantidad de comida que ahora dejaba en el plato. Para saber algo más, preguntó al recaudador; Binet contestó en tono altanero, que él no estaba pagado por la policía.

Su compañero, sin embargo, le parecía muy raro, pues a menudo León se tumbaba en su silla abriendo los brazos, y se quejaba vagamente de la existencia.

—Es que usted no se distrae suficientemente —decía el recaudador.

—¿Y cómo?

—Yo, en su lugar, tendría un torno.

—Pero yo no sé tornear —respondía el pasante.

—¡Oh!, ¡es cierto! —decía el otro acariciando la mandíbula, con un aire de desdén mezclado de satisfacción.

León estaba cansado de amar sin resultado; después comenzaba a sentir ese agobio que causa la repetición de la misma vida, cuando ningún interés la dirige ni la sostiene ninguna esperanza. Estaba tan harto de Yonville y de sus habitantes, que ver a cierta gente, ciertas casas, le irritaba hasta más no poder; y el farmacéutico, con lo buena persona que era, se le hacía totalmente insoportable. Sin embargo, la perspectiva de una situación nueva le asustaba tanto como le seducía.

Esta aprensión se convirtió pronto en impaciencia, y París entonces agitó para él, en la lejanía, la fanfarria de sus bailes de máscaras con la risa de sus modistillas. Puesto que debía terminar sus estudios de Derecho, ¿por qué no se iba?, ¿quién se lo impedía? Empezó a hacer mentalmente los preparativos: dispuso de antemano sus ocupaciones. Se amuebló, en su cabeza, un piso. Allí llevaría una vida de artista. ¡Tomaría lecciones de guitarra! ¡Tendría una bata de casa, una boina vasca, zapatillas de terciopelo azul! E incluso contemplaba en su chimenea dos floretes en forma de aspa, con calavera y la guitarra por encima.

Lo difícil era el consentimiento de su madre; sin embargo, nada parecía más razonable. Su mismo patrón le aconsejaba visitar otro estudio de notario donde pudiese completar su formación. Tomando, pues, una decisión intermedia, León buscó un empleo de oficial segundo en Rouen, pero no lo encontró, y por fin escribió a su madre una larga carta detallada, en la que le exponía las razones de ir a vivir a París inmediatamente. Ella dio su consentimiento.

León no se dio prisa. Cada día, durante todo un mes, Hivert le transportó de Yonville a Rouen, de Rouen a Yonville, baúles, maletas, paquetes; y, cuando León hubo repuesto su guardarropa, rellenado sus tres butacas, comprado una provisión de pañuelos de cuello, en una palabra, hecho más preparativos que para un viaje alrededor del mundo, fue aplazándolo de una semana para otra, hasta que recibió una segunda carta de su madre en la que le daba prisa para marchar, puesto que él deseaba pasar su examen antes de las vacaciones.

Cuando llegó el momento de las despedidas, la señora Homais lloró; Justino sollozaba; Homais, como hombre fuerte, disimuló su emoción, quiso él mismo llevar el abrigo de su amigo hasta la verja del notario, quien llevaba a León a Rouen en su coche.

Éste último tenía el tiempo justo de decir adiós al señor Bovary.

Cuando llegó a lo alto de la escalera, se paró porque le faltaba el aliento. Al verle entrar, Madame Bovary se levantó con presteza.

—¡Soy yo otra vez! —dijo León.

—¡Estaba segura!

Emma se mordió los labios, y una oleada de sangre le corrió bajo la piel, que se volvió completamente sonrosada, desde la raíz de los cabellos hasta el borde de su cuello de encaje. Permanecía de pie, apoyando el hombro en el zócalo de madera.

—¿No está el señor? —dijo él.

—Está ausente.

—Está ausente —repitió.

Entonces hubo un silencio. Se miraron; y sus pensamientos, confundidos en la misma angustia, se apretaban estrechamente, como dos pechos palpitantes.

—Me gustaría besar a Berta —dijo León.

Emma bajó algunos escalones y llamó a Felicidad.

Él echó rápidamente una amplia ojeada a su alrededor, que se extendió a las paredes, a las estanterías, a la chimenea, como para penetrarlo todo, llevarlo todo.

Pero ella volvió, y la criada trajo a Berta, que agitaba un molinillo de viento atado a un hilo, con la cabeza abajo.

León la besó en el cuello varias veces.

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