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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (17 page)

—¡Adiós!, ¡pobre niña!, ¡adiós, querida pequeña, adiós!

Y se la devolvió a su madre.

—Llévesela —dijo ésta.

Se quedaron solos, Madame Bovary, de espaldas, con la cara pegada a un cristal de la ventana; León tenía su gorra en la mano y la golpeaba suavemente a lo largo de su muslo.

—Va a llover —dijo Emma.

—¡Ah!, tengo un abrigo —dijo él.

Ella se volvió, barbilla baja y la frente hacia adelante. La luz le resbalaba como sobre un mármol, hasta la curva de las cejas, sin que se pudiese saber lo que miraba. Emma miraba en el horizonte sin saber lo que pensaba en el fondo de sí misma.

—¡Adiós! —suspiró él.

Emma levantó la cabeza con un movimiento brusco:

—Sí, adiós…, ¡márchese!

Se adelantaron el uno hacia el otro; él tendió la mano, ella vaciló.

—A la inglesa, pues —dijo Emma abandonando la suya, y esforzándose por reír.

León la sintió entre sus dedos, y la sustancia misma de todo su ser le parecía concentrarse en aquella palma de la mano húmeda.

Después abrió la mano; sus miradas volvieron a encontrarse, y desapareció.

Cuando llegó a la plaza del mercado, se detuvo, y se escondió detrás de un pilar, a fin de contemplar por última vez aquella casa blanca con sus cuatro celosías verdes. Creyó ver una sombra detrás de la ventana, en la habitación; pero la cortina, separándose del alzapaño como si nadie la tocara, movió lentamente sus largos pliegues oblicuos, que de un solo salto, se extendieron todos y quedó recta, más inmóvil que una pared de yeso. León echó a correr.

Percibió de lejos, en la carretera, el cabriolé de su patrón y, al lado, a un hombre con delantal que sostenía el caballo. Homais y el señor Guillaumin charlaban entre sí.

—Abráceme —dijo el boticario con lágrimas en los ojos. Tome su abrigo, mi buen amigo; tenga cuidado con el frío. ¡Cuídese, mire por su salud!

—¡Vamos, León, al coche! —dijo el notario.

Homais se inclinó sobre el guardabarros y con una voz entrecortada por los sollozos, dejó caer estas dos palabras tristes:

—¡Buen viaje!

—Buenas tardes, respondió el señor Guillaumin. ¡Afloje las riendas!

Arrancaron y Homais se volvió.

Madame Bovary había abierto la ventana que daba al jardín, y miraba las nubes.

Se amontonaban al poniente del lado de Rouen, y rodaban rápidas sus volutas negras, de las que se destacaban por detrás las grandes líneas del sol como las flechas de oro de un trofeo suspendido, mientras que el resto del cielo vacío tenía la blancura de una porcelana. Pero una ráfaga de viento hizo doblegarse a los álamos, y de pronto empezó a llover; las gotas crepitaban sobre las hojas verdes. Después, reapareció el sol, cantaron las gallinas, los gorriones batían sus alas en los matorrales húmedos y los charcos de agua sobre la arena arrastraban en su curso las flores rosa de una acacia.

—¡Ah!, ¡qué lejos debe estar ya! —pensó ella.

El señor Homais, como de costumbre, vino a las seis y media, durante la cena.

—Bueno —dijo sentándose—, ¿así es que acabamos de embarcar a nuestro joven?

—¡Eso parece! —respondió el médico.

Después, volviéndose en su silla:

—¿Y qué hay de nuevo por su casa?

—Poca cosa. Únicamente que mi mujer esta tarde ha estado un poco emocionada. Ya sabe, a las mujeres cualquier cosa les impresiona, ¡y a la mía sobre todo!, y no deberíamos ir en contra de ello, ya que su organización nerviosa es mucho más maleable que la nuestra.

—¡Ese pobre León! —decía Carlos—. ¿Cómo va a vivir a París? ¿Se acostumbrará allí?

Madame Bovary suspiró.

—Ya lo creo —dijo el farmacéutico, chasqueando la lengua, los platos finos en los restaurantes, los bailes de máscaras, el champán, todo eso va a rodar, se lo aseguro.

—No creo que se eche a perder —objetó Bovary.

—¡Ni yo! —replicó vivamente el señor Homais—, aunque tendrá, no obstante, que alternar con los demás, si no quiere pasar por un jesuita; y no sabe usted la vida que llevan aquellos juerguistas en el barrio latino con las actrices. Por lo demás, los estudiantes están muy bien vistos en París. Por poco simpáticos que sean, los reciben en los círculos a incluso hay señoras del Faubourg Saint Germain que se enamoran de ellos, lo cual les proporciona luego ocasiones de hacer muy buenas bodas.

—Pero —dijo el médico, temo que él… allá…

—Tiene usted razón —interrumpió el boticario—; es el reverso de la medalla y es preciso tener continuamente la mano puesta sobre la cartera. Así, por ejemplo, está usted en un jardín público, supongamos que se le presenta un individuo, bien puesto, incluso condecorado, a quien podría tomar por un diplomático; le aborda; empiezan a hablar; se le insinúa, le invita a una toma de rapé o le recoge su sombrero. Luego intiman más, le lleva al café, le invita a su casa de campo, entre dos copas le presenta a toda clase de conocidos, y las tres cuartas partes de las veces no es más que para robarle su bolsa o para llevarle por malos pasos.

—Es cierto —respondió Carlos—; pero yo pensaba sobre todo en las enfermedades, en la fiebre tifoidea, por ejemplo, que ataca a los estudiantes de provincias.

Emma se estremeció.

—A causa del cambio de régimen de vida —continuó el farmacéutico—, y del trastorno resultante en la economía general. Y además, el agua de París, ¿comprende usted?, las comidas de los restaurantes, todos esos alimentos condimentados acaban por calentar la sangre y no valen, digan lo que digan, un buen puchero. Por mi parte, siempre he preferido la cocina casera: ¡es más sana! Por eso, cuando estudiaba farmacia en Rouen, vivía en una pensión; comía con los profesores.

Y continuó exponiendo sus opiniones generales y sus simpatías personales, hasta el momento en que Justino vino a buscarlo para una yema mejida que había que preparar.

—¡Ni un instante de descanso! —exclamó—, siempre en el tajo. ¡No puedo salir un minuto! ¡Como un caballo de tiro, hay que sudar tinta! ¡Qué calvario!

Después, ya en el umbral, dijo:

—A propósito, ¿saben la noticia?

—¿Qué noticia?

—Que es muy probable —replicó Homais levantando sus cejas y adoptando un tono muy serio—, que la exposición agrícola del Sena Inferior se celebre este año en Yonville l'Abbaye. Al menos circula el rumor. Esta mañana el periódico insinuaba algo de esto. Sería muy importante para nuestro distrito. Pero ya hablaremos de esto. Muchas gracias, ya veo; Justino tiene el farol.

Capítulo VII

El día siguiente fue para Emma un día fúnebre. Todo le pareció envuelto en una atmósfera negra que flotaba confusamente sobre el exterior de las cosas, y la pena se hundía en su alma con aullidos suaves, como hace el viento en los castillos abandonados. Era ese ensueño que nos hacemos sobre lo que ya no volverá, el cansancio que nos invade después de cada tarea realizada, ese dolor, en fin, que nos causa la interrupción de todo movimiento habitual, el cese brusco de una vibración prolongada.

Como al regreso de la Vaubyessard, cuando las contradanzas le daban vueltas en la cabeza, tenía una melancolía taciturna, una desesperación adormecida. León se le volvía a aparecer más alto, más guapo, más suave, más difuso; aunque estuviese separado de ella, no la había abandonado, estaba allí, y las paredes de la casa parecían su sombra. Emma no podía apartar su vista de aquella alfombra que él había pisado, de aquellos muebles vacíos donde se había sentado. El río seguía corriendo y hacía avanzar lentamente sus pequeñas olas a lo largo de la ribera resbaladiza. Por ella se habían paseado muchas veces, con aquel mismo murmullo del agua, sobre las piedras cubiertas de musgo. ¡Qué buenas jornadas de sol habían tenido!, ¡qué tardes más buenas, solos, a la sombra, al fondo del jardín! El leía en voz alta, descubierto, sentado en un taburete de palos secos; el viento fresco de la pradera hacía temblar las páginas del libro y las capuchinas del cenador… ¡Ah!, ¡se había ido el único encanto de su vida, la única esperanza posible de una felicidad! ¿Cómo no se había apoderado de aquella ventura cuando se le presentó? ¿Por qué no lo había retenido con las dos manos, con las dos rodillas, cuando quería escaparse? Y se maldijo por no haber amado a León; tuvo sed de sus labios. Le entraron ganas de correr a unirse con él, de echarse en sus brazos, de decirle: «¡Soy yo, soy tuya!». Pero las dificultades de la empresa la contenían, y sus deseos, aumentados con el disgusto, no hacían sino avivarse más.

Desde entonces aquel recuerdo de León fue como el centro de su hastío; chisporroteaba en él con más fuerza que, en una estepa de Rusia, un fuego de viajeros abandonado sobre la nieve. Se precipitaba sobre él, se acurrucaba contra él, removía delicadamente aquel fuego próximo a extinguirse, iba buscando en torno a ella lo que podía avivarlo más; y las reminiscencias más lejanas como las más inmediatas ocasiones, lo que ella experimentaba con lo que se imaginaba, sus deseos de voluptuosidad que se dispersaban, sus proyectos de felicidad que estallaban al viento como ramas secas, su virtud estéril, sus esperanzas muertas, ella lo recogía todo y lo utilizaba todo para aumentar su tristeza.

Sin embargo, las llamas se apaciguaron, bien porque la provisión se agotase por sí misma, o porque su acumulación fuese excesiva. El amor, poco a poco, se fue apagando por la ausencia, la pena se ahogó por la costumbre; y aquel brillo de incendio que teñía de púrpura su cielo pálido fue llenándose de sombra y se borró gradualmente. En su conciencia adormecida, llegó a confundir las repugnancias hacia su marido con aspiraciones hacia el amante, los ardores del odio con los calores de la ternura; pero, como el huracán seguía soplando, y la pasión se consumió hasta las cenizas, y no acudió ningún socorro, no apareció ningún sol, se hizo noche oscura por todas partes, y Emma permaneció perdida en un frío horrible que la traspasaba.

Entonces volvieron los malos días de Tostes. Se creía ahora mucho más desgraciada, pues tenía la experiencia del sufrimiento, con la certeza de que no acabaría nunca.

Una mujer que se había impuesto tan grandes sacrificios, bien podía prescindir de caprichos. Se compró un reclinatorio gótico, y se gastó en un mes catorce francos en limones para limpiarse las uñas; escribió a Rouen para encargar un vestido de cachemir azul; escogió en casa de Lheureux el más bonito de sus echarpes; se lo ataba a la cintura por encima de su bata de casa; y, con los postigos cerrados, con un libro en la mano, permanecía tendida sobre un sofá con esta vestimenta.

A menudo variaba su peinado; se ponía a la china, en bucles flojos, en trenzas; se hizo una raya al lado y recogió el pelo por debajo, como un hombre.

Quiso aprender italiano: compró diccionarios, una gramática, una provisión de papel blanco. Ensayó lecturas serias, historia y filosofía. De noche, alguna vez, Carlos despertaba sobresaltado, creyendo que venían a buscarle para un enfermo:

—Ya voy —balbuceaba.

Y era el ruido de una cerilla que Emma frotaba para encender de nuevo la lámpara. Pero ocurrió con sus lecturas lo mismo que con sus labores, que, una vez comenzadas todas, iban a parar al armario; las tomaba, las dejaba, pasaba a otras.

Tenía arrebatos que la hubiesen llevado fácilmente a extravagancias. Un día sostuvo contra su marido que era capaz de beber la mitad de un gran vaso de aguardiente, y, como Carlos cometió la torpeza de retarla, ella se tragó el aguardiente hasta la última gota.

A pesar de sus aires evaporados (ésta era la palabra de las señoras de Yonville), Emma, sin embargo, no parecía contenta, y habitualmente conservaba en las comisuras de sus labios esa inmóvil contracción que arruga la cara de las solteronas y la de las ambiciosas venidas a menos. Se la veía toda pálida, blanca como una sábana; la piel de la nariz se le estiraba hacia las aletas, sus ojos miraban de una manera vaga.

Por haberse descubierto tres cabellos grises sobre las sienes habló mucho de su vejez.

Frecuentemente le daban desmayos. Un día incluso escupió sangre, y, como Carlos se alarmara dejando ver su preocupación:

—¡Bah! —respondió ella—, ¿qué importa eso?

Carlos fue a refugiarse a su despacho; y allí lloró, de codos sobre la mesa, sentado en su sillón, debajo de la cabeza frenológica.

Entonces escribió a su madre para rogarle que viniese, y mantuvieron juntos largas conversaciones a propósito de Emma.

¿Qué decidir?, ¿qué hacer, puesto que ella rechazaba todo tratamiento?

—¿Sabes lo que necesitaría tu mujer? —decía mamá Bovary. ¡Serían unas obligaciones que atender, trabajos manuales! Si tuviera, como tantas otras, que ganarse la vida, no tendría esos trastornos, que le proceden de un montón de ideas que se mete en la cabeza y de la ociosidad en que vive.

—Sin embargo, trabaja —decía Carlos.

—¡Ah!, ¡trabaja! ¿Qué hace? Lee muchas novelas, libros, obras que van contra la religión, en las que se hace burla de los sacerdotes con discursos sacados de Voltaire. Pero todo esto trae sus consecuencias, ¡pobre hijo mío!, y el que no tiene religión acaba siempre mal.

Así pues, se tomó la resolución de impedir a Emma la lectura de novelas. El empeño no parecía nada fácil. La buena señora se encargó de ello: al pasar por Rouen, iría personalmente a ver al que alquilaba libros y le diría que Emma se daba de baja en sus suscripciones. No tendría derecho a denunciar a la policía si el librero persistía a pesar de todo en su oficio de envenenador.

La despedida de suegra y nuera fue seca. Durante las tres semanas que habían estado juntas no habían intercambiado cuatro palabras, aparte de las novedades y de los cumplidos cuando se encontraban en la mesa, y por la noche antes de irse a la cama.

La señora Bovary madre marchó un miércoles, que era día de mercado en Yonville. La plaza, desde la mañana, estaba ocupada por una fila de carretas que, todas aculadas y con los varales al aire, se alineaban a lo largo de las casas desde la iglesia hasta la fonda. Al otro lado, había barracas de lona donde se vendían telas de algodón, mantas y medias de lana, además de ronzales para los caballos y paquetes de cintas azules cuyas puntas se agitaban al viento.

Por el suelo se extendía tosca chatarra entre las pirámides de huevos y las canastillas de quesos, de donde salían unas pajas pegajosas; cerca de las trilladoras del trigo, unas gallinas que cloqueaban en jaulas planas asomaban sus cuellos por los barrotes. La gente, apelotonándose en el mismo sitio sin querer moverse de ahí, amenazaba a veces con romper el escaparate de la farmacia. Los miércoles estaba siempre abarrotada de gente y se apretaban en ella, más para consultar que por comprar medicamentos, tanta fama tenía el señor Homais en los pueblos del contorno. Su sólido aplomo tenía fascinados a los campesinos. Le miraban como a un médico mejor que todos los médicos.

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