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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (20 page)

—Debería —dijo Rodolfo—, echarme un poco hacia atrás.

—¿Por qué? —dijo Emma.

Pero en este momento la voz del consejero, elevando el tono de un modo extraordinario, declaraba:

«Ya no es el tiempo, señores, en que la discordia civil ensangrentaba nuestras plazas públicas, en que el propietario, el negociante, el mismo obrero, que se dormía de noche con un sueño apacible, temblaban al verse despertar de pronto al ruido del toque de rebato, en que las máximas más subversivas minaban audazmente las bases…»

—Es que podrían —dijo Rodolfo— verme desde abajo; luego tendría durante quince días que dar explicaciones, y con mi mala fama…

—¡Oh!, usted se calumnia —dijo Emma.

—No, no, es execrable, se lo juro.

«Pero, señores, —continuaba el consejero—, si, alejando de mi recuerdo aquellos sombríos cuadros, vuelvo mis ojos a la situación actual de nuestra hermosa patria: ¿qué veo en ella? Por todas partes florecen el comercio y las artes; por todas partes nuevas vías de comunicación, como otras tantas arterias nuevas en el cuerpo del Estado establecen en él nuevas relaciones; nuestros grandes centros manufactureros han reanudado su actividad; la religión, más afianzada, sonríe a todos los corazones; nuestros puertos están llenos, la confianza renace, y, por fin, Francia respira».

—Por lo demás —añadió Rodolfo—, quizás, desde el punto de vista de la gente, ¿tienen razón?

—¿Cómo es eso? —dijo ella.

—¿Y cómo ha de ser? —dijo él—, ¿no sabe usted que hay almas continuamente atormentadas? Necesitan alternativamente el sueño y la acción, las pasiones más puras, los goces más furiosos, y se precipitan así en toda clase de fantasías, de locuras.

Entonces ella lo miró como quien contempla a un viajero que ha pasado por países extraordinarios, y replicó:

—Nosotras, las pobres mujeres, ni siquiera tenemos esa distracción.

—Triste distracción, pues ahí no se encuentra la felicidad.

—¿Pero acaso la felicidad se encuentra alguna vez? —preguntó ella.

—Sí, un día se encuentra —respondió él.

«Y esto lo han comprendido ustedes», decía el consejero, «¡ustedes, agricultores, trabajadores del campo; ustedes, pioneros pacíficos de toda una obra de civilización!, ¡ustedes, hombres de progreso y de moralidad!, ustedes han comprendido, digo, que las tormentas políticas son todavía más temibles ciertamente que las perturbaciones atmosféricas…»

—Sí, llega un día —repitió Rodolfo—, un día, de pronto, y cuando ya se había perdido la esperanza. Entonces se entreabren horizontes, es como una voz que grita: «¡Aquí está!». Uno siente la necesidad de hacer a esa persona la confidencia de su vida, de darle todo, de sacrificarle todo. No nos explicamos, nos adivinamos. Nos hemos vislumbrado en sueños (y él la miraba). Por fin, está ahí, ese tesoro que tanto se ha buscado, ahí, delante de nosotros; brilla, resplandece. Sin embargo, seguimos dudando, no nos atrevemos a creer en él; nos quedamos deslumbrados, como si saliéramos de las tinieblas a la luz.

Y al terminar estas palabras Rodolfo añadió la pantomima a su frase. Pasó la mano por la cara como un hombre a quien le da un mareo; después la dejó caer sobre la de Emma. Ella retiró la suya. Pero el consejero seguía leyendo:

«¿Y quién se extrañaría de ello, señores? Sólo aquél que fuese tan ciego y tan esclavo (no temo decirlo), de los prejuicios de otra época para seguir desconociendo el espíritu de los pueblos agrícolas. ¿Dónde encontrar, en efecto, más patriotismo que en el campo, más entrega a la causa pública, más inteligencia, en una palabra? Y no hablo, señores, de esa inteligencia superficial, vano ornamento de las mentes ociosas, sino de esa inteligencia profunda y moderada que se aplica por encima de todo a perseguir fines útiles, contribuyendo así al bien de cada uno, fruto del respeto a las leyes y la práctica de los deberes…»

—¡Y dale! —dijo Rodolfo—, siempre los deberes. Estoy harto de esas palabras. Son un montón de zopencos con chaleco de franela y de beatas de estufa y rosario que continuamente nos cantan a los oídos: «¡El deber!, ¡el deber!». ¡Qué diablos!, el deber, es sentir lo que es grande, amar lo que es bello, y no aceptar todos los convencionalismos de la sociedad, con las ignominias que ella nos impone.

—Sin embargo…, sin embargo —objetaba Madame Bovary.

—¡Pues no! ¿Por qué predicar contra las pasiones? ¿No son la única cosa hermosa que hay sobre la tierra, la fuente del heroísmo, del entusiasmo, de la poesía, de la música, de las artes, en fin, de todo?

—Pero es preciso —dijo Emma— seguir un poco la opinión del mundo y obedecer su moral.

—¡Ah!, es que hay dos —replicó él—. La pequeña, la convencional, la de los hombres, la que varía sin cesar y que chilla tan fuerte, se agita abajo a ras de tierra, como ese hato de imbéciles que usted ve. Pero la otra, la eterna, está alrededor y por encima, como el paisaje que nos rodea y el cielo azul que nos alumbra.

El señor Lieuvain acababa de limpiarse la boca con su pañuelo de bolsillo. Y continuó:

«¿Y para qué hablarles aquí a ustedes de la utilidad de la agricultura? ¿Quién subviene a nuestras necesidades?, ¿quién provee a nuestra subsistencia? ¿No es el agricultor? El agricultor, señores, quien sembrando con mano laboriosa los surcos fecundos de nuestros campos hace nacer el trigo, el cual, triturado, es transformado en polvo por medio de ingeniosos aparatos, de donde sale con el nombre de harina, y transportado de allí a las ciudades llega a manos del panadero que hace con ella un alimento tanto para el pobre como para el rico. ¿No es también el agricultor quién, para vestirnos, engorda sus numerosos rebaños en los pastos? ¿Y cómo nos vestiríamos, cómo nos alimentaríamos sin el agricultor? Pero, señores, ¿hay necesidad de ir a buscar ejemplos tan lejos? ¿Quién no ha pensado muchas veces en todo el provecho que se obtiene de ese modesto animal, adorno de nuestros corrales, que proporciona a la vez una almohada blanda para nuestras camas, su carne suculenta para nuestras mesas, y huevos? Pero no terminaría, si tuviera que enumerar unos detrás de otros los diferentes productos que la tierra bien cultivada, como una madre generosa, prodiga a sus hijos. Aquí, es la viña; en otro lugar, son las manzanas de sidra; allá, la colza; más lejos, los quesos; y el lino; ¡señores, no olvidemos el lino!, que ha alcanzado estos últimos años un crecimiento considerable y sobre el cual llamaré particularmente la atención de ustedes».

No era necesario llamar la atención, pues todas las bocas de la muchedumbre se mantenían abiertas, como para beber sus palabras. Tuvache, a su lado, lo escuchaba con los ojos abiertos de par en par; el señor Derozerays de vez en cuando cerraba suavemente los párpados; y más lejos, el farmacéutico, con su hijo Napoleón entre sus rodillas, se llevaba la mano a la oreja para no perder una sola sílaba. Los otros miembros del jurado lentamente movían la cabeza en señal de aprobación. Los bomberos, debajo del estrado, estaban «en su lugar descanso» sobre sus bayonetas; y Binet, inmóvil, permanecía con el codo atrás, con la punta del sable al aire. Quizás oía, pero no debía de ver nada, a causa de la visera de su casco que le bajaba hasta la nariz. Su lugarteniente, el hijo menor del tío Tuvache, había agrandado el suyo; pues llevaba uno enorme que se le movía en la cabeza, dejando asomar una punta de su pañuelo estampado. Sonreía debajo de él con una dulzura muy infantil, y su carita pálida, por la que resbalaban unas gotas de sudor, tenía una expresión de satisfacción, de cansancio y de sueño.

La plaza, hasta las casas, estaba llena de gente. Se veían personas asomadas a las ventanas, otras de pie en las puertas, y Justino, delante del escaparate de la farmacia, parecía completamente absorto en la contemplación de lo que miraba. A pesar del silencio, la voz del señor Lieuvain se perdía en el aire. Llegaba por trozos de frases, interrumpidas aquí y allí por el ruido de las sillas entre la muchedumbre; luego se oía de pronto, por detrás, el prolongado mugido de un buey, o bien los balidos de los corderos que se contestaban en la esquina de las calles. En efecto, los vaqueros y los pastores habían llevado allí sus animales que berreaban de vez en cuando, mientras arrancaban con su lengua un trocito de follaje que les colgaba del morro.

Rodolfo se había acercado a Emma, y decía en voz baja y deprisa:

—¿Es que no le subleva a usted esta conspiración de la sociedad? ¿Hay algún sentimiento que no condene? Los instintos más nobles, las simpatías más puras son perseguidas, calumniadas, y si, por fin, dos pobres almas se encuentran, todo está organizado para que no puedan unirse. Sin embargo, ellas lo intentarán, moverán las alas, se llamarán. ¡Oh!, no importa, tarde o temprano, dentro de seis meses, diez años, se reunirán, se amarán, porque el destino lo exige y porque han nacido la una para la otra.

Estaba con los brazos cruzados sobre las rodillas y, levantando la cara hacia Emma, la miraba de cerca, fijamente. Ella distinguía en sus ojos unos rayitos de oro que se irradiaban todo alrededor de sus pupilas negras a incluso percibía el perfume de la pomada que le abrillantaba el cabello.

Entonces entró en un estado de languidez, recordó al vizconde que la había invitado a valsear en la Vaubyessard, y cuya barba exhalaba, como los cabellos de Rodolfo, aquel olor a vainilla y a limón; y, maquinalmente, entornó los párpados para respirarlo mejor. Pero en el movimiento que hizo, retrepándose en su silla, vio a lo lejos, al fondo del horizonte, la vieja diligencia, «La Golondrina», que bajaba lentamente la cuesta de los Leux, dejando detrás de ella un largo penacho de polvo. Era en aquel coche amarillo donde León tantas veces había venido hacia ella; y por aquella carretera por donde se había ido para siempre. Creyó verlo de frente, en su ventana; después todo se confundió, pasaron unas nubes; le pareció estar aún bailando un vals, a la luz de las lámparas, en brazos del vizconde, y que León no estaba lejos, que iba a venir… y entretanto seguía sintiendo la cabeza de Rodolfo al lado de ella. La dulzura de esa sensación penetraba así sus deseos de antaño, y como granos de arena bajo ráfaga de viento, se arremolinaban en la bocanada sutil del perfume que se derramaba sobre su alma. Abrió las aletas de la nariz varias veces, fuertemente, para aspirar la frescura de las hiedras alrededor de los capiteles. Se quitó los guantes, se secó las manos, después, con su pañuelo, se abanicaba la cara, mientras que a través del latido de sus sienes oía el rumor de la muchedumbre y la voz del consejero, que salmodiaba sus frases.

Decía:

«¡Continuad!, ¡perseverad!, ¡no escuchéis ni las sugerencias de la rutina ni los consejos demasiado apresurados de un empirismo temerario! ¡Aplicaos sobre todo a la mejora del suelo, a los buenos abonos, al desarrollo de las razas caballar, bovina, ovina y porcina! ¡Que estos comicios sean para vosotros como lides pacíficas en donde el vencedor, al salir de aquí, tenderá la mano al vencido y fraternizará con él, en la esperanza de una victoria mejor! ¡Y vosotros, venerables servidores!, humildes criados, cuyos penosos trabajos ningún gobierno había reconocido hasta hoy, venid a recibir la recompensa de vuestras virtudes silenciosas, y tened la convicción de que el Estado, en lo sucesivo, tiene los ojos puestos en vosotros, que os alienta, que os protege, que hará justicia a vuestras justas reclamaciones y aliviará en cuanto de él dependa la carga de vuestros penosos sacrificios».

El señor Lieuvain se volvió a sentar; el señor Derozerays se levantó y comenzó otro discurso. El suyo quizás no fue tan florido como el del consejero; pero se destacaba por su estilo más positivo, es decir, por conocimientos más especializados y consideraciones más elevadas. Así, el elogio al gobierno era mucho más corto; por el contrario, hablaba más de la religión y de la agricultura. Se ponía de relieve la relación de una y otra, y cómo habían colaborado siempre a la civilización. Rodolfo hablaba con Madame Bovary de sueños, de presentimientos, de magnetismo. Remontándose al origen de las sociedades, el orador describía aquellos tiempos duros en que los hombres alimentábanse de bellotas en el fondo de los bosques, después abandonaron las pieles de animales, se cubrieron con telas, labraron la tierra, plantaron la viña. ¿Era esto un bien, y no habría en este descubrimiento más inconvenientes que ventajas? El señor Derozerays se planteaba este problema. Del magnetismo, poco a poco, Rodolfo pasó a las afinidades, y mientras que el señor presidente citaba a Cincinato con su arado, a Diocleciano plantando coles, y a los emperadores de la China inaugurando el año con siembras, el joven explicaba a Emma que estas atracciones irresistibles tenían su origen en alguna existencia anterior.

—Por ejemplo, nosotros —decía él—, ¿por qué nos hemos conocido?, ¿qué azar lo ha querido? Es que a través del alejamiento, sin duda, como dos ríos que corren para reunirse, nuestras inclinaciones particulares nos habían empujado el uno hacia el otro.

Y le cogió la mano. Ella no la retiró.

«¡Conjunto de buenos cultivos!» —exclamó el presidente.

—Hace poco, por ejemplo, cuando fui a su casa… «Al señor Bizet, de Quincampoix».

—¿Sabía que os acompañaría?

«¡Setenta francos!».

—Cien veces quise marcharme y la seguí, me quedé.

«Estiércoles».

—¡Cómo me quedaría esta tarde, mañana, los demás días, toda mi vida!

«Al señor Carón, de Argueil medalla de oro».

—Porque nunca he encontrado en el trato con la gente una persona tan encantadora como usted.

«Al señor Bain, de Givry-Saint Martin!».

—Por eso yo guardaré su recuerdo.

«Por un carnero merino…»

—Pero usted me olvidará, habré pasado como una sombra.

«¡Al señor Belot, de Notre Dame!…»

—¡Oh!, no, verdad, ¿seré alguien en su pensamiento, en su vida?

«¡Raza porcina, premio ex aeguo: a los señores Lehérissé y Cullembourg, sesenta francos!».

Rodolfo le apretaba la mano, y la sentía completamente caliente y temblorosa como una tórtola cautiva que quiere reemprender su vuelo; pero fuera que ella tratase de liberarla, soltarla, o bien que respondiese a aquella presión, hizo un movimiento con los dedos; él exclamó:

—¡Oh, gracias!, ¡no me rechaza!, ¡es usted buena!, ¡comprende que soy suyo! ¡Déjeme que la vea, que la contemple!

Una ráfaga de viento que llegó por las ventanas arrugó el paño de la mesa, y en la plaza, abajo, todos los grandes gorros de las campesinas se levantaron como alas de mariposas blancas que se agitan.

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