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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (28 page)

Y había un último adiós, separado en dos palabras: «¡A Dios!», lo cual juzgaba de muy buen gusto.

—¿Cómo voy a firmar, ahora? —se dijo—. ¿Su siempre fiel? ¿Su amigo? Sí, eso es: «Su amigo».

Rodolfo releyó la carta. La encontró bien. «¡Pobrecilla chica! —pensó enternecido. Va a creerse más insensible que una roca; habrían hecho falta aquí unas lágrimas; pero no puedo llorar; no es mía la culpa». Y echando agua en un vaso, Rodolfo mojó en ella su dedo y dejó caer desde arriba una gruesa gota, que hizo una mancha pálida sobre la tinta; después, tratando de cerrar la carta, encontró el sello Amor nel cor.

—Esto no pega en este momento… ¡Bah!, ¡no importa!

Después de lo cual, fumó tres pipas y fue a acostarse.

Al día siguiente, cuando se levantó, alrededor de las dos (se había quedado dormido muy tarde), Rodolfo fue a recoger una cestilla de albaricoques, puso la carta en el fondo debajo de hojas de parra, y ordenó enseguida a Girard, su gañán, que la llevase delicadamente.

Se servía de este medio para corresponder con ella, enviándole, según la temporada, fruta o caza.

—Si le pide noticias mías —le dijo—, contestarás que he salido de viaje. Hay que entregarle el cestillo a ella misma, en sus propias manos… ¡Vete con cuidado!

Girard se puso su blusa nueva, ató su pañuelo alrededor de los albaricoques, y caminando a grandes pasos con sus grandes zuecos herrados, tomó tranquilamente el camino de Yonville.

Madame Bovary, cuando él llegó a casa, estaba preparando con Felicidad, en la mesa de la cocina, un paquete de ropa.

—Aquí tiene —dijo el gañán— lo que le manda nuestro amo.

Ella fue presa de una corazonada, y, al tiempo que buscaba una moneda en su bolsillo, miraba al campesino con ojos huraños, mientras que él mismo la miraba con estupefacción, no comprendiendo que semejante regalo pudiese conmocionar tanto a alguien. Por fin se marchó. Felicidad quedaba allí. Emma no aguantaba más, corrió a la sala como para dejar allí los albaricoques, vació el cestillo, arrancó las hojas, encontró la carta, la abrió y, como si hubiera habido detrás de ella un terrible incendio, Emma empezó a escapar hacia su habitación, toda asustada.

Carlos estaba allí, ella se dio cuenta; él le habló, Emma no oía nada, y siguió deprisa subiendo las escaleras, jadeante, loca, y manteniendo aquella horrible hoja de papel, que le crujía entre los dedos como si fuese de hojalata. En el segundo piso se paró ante la puerta del desván que estaba cerrada.

Entonces quiso calmarse; se acordó de la carta, había que terminarla, no se atrevió. Además, ¿dónde?, ¿cómo?, la verían.

«¡Ah!, no, aquí pensó ella estaré bien».

Emma empujó la puerta y entró.

Las pizarras del tejado dejaban caer a plomo un calor pesado, que le apretaba las sienes y la ahogaba; se arrastró hasta la buhardilla cerrada, corrió el cerrojo y de golpe brotó una luz deslumbrante.

Enfrente, por encima de los tejados, se extendía el campo libre hasta perderse de vista, las piedras de la acera brillaban, las veletas de las casas se mantenían inmóviles; en la esquina de la calle salía de un piso inferior una especie de ronquido con modulaciones estridentes. Era Binet que trabajaba con el torno. Emma, apoyada en el vano de la buhardilla, releía la carta con risas de cólera. Pero cuanta mayor atención ponía en ello, más se confundían sus ideas. Le volvía a ver, le escuchaba, le estrechaba con los dos brazos; y los latidos del corazón, que la golpeaban bajo el pecho como grandes golpes de ariete, se aceleraban sin parar, a intervalos desiguales. Miraba a su alrededor con el deseo de que se abriese la tierra. ¿Por qué no acabar de una vez? ¿Quién se lo impedía? Era libre. Y se adelantó, miró al pavimento diciéndose:

—¡Vamos!, ¡vamos!

El rayo de luz que subía directamente arrastraba hacia el abismo el peso de su cuerpo. Le parecía que el suelo de la plaza, oscilante, se elevaba a lo largo de las paredes, y que el techo de la buhardilla se inclinaba por la punta, a la manera de un barco que cabecea. Ella se mantenía justo a la orilla, casi colgada, rodeada de un gran espacio. El azul del cielo la invadía, el aire circulaba en su cabeza hueca, sólo le faltaba ceder, dejarse llevar, y el ronquido del torno no cesaba, como una voz furiosa que la llamaba.

—¡Mujer!, ¡mujer! —gritó Carlos.

Emma se paró.

—Pero ¿dónde estás? ¡Vente!

La idea de que acababa de escapar a la muerte estuvo a punto de hacerle desvanecerse de terror; cerró los ojos; después se estremeció al contacto de una mano en su manga; era Felicidad.

—El señor la espera, señora; la sopa está servida.

¡Y hubo que bajar!, ¡y hubo que sentarse a la mesa!

Intentó comer. Los bocados le ahogaban. Entonces desplegó su servilleta como para examinar los zurcidos, y quiso realmente aplicarse a ese trabajo, contar los hilos de la tela. De pronto, le asaltó el recuerdo de la carta. ¿La había perdido? ¿Dónde encontrarla? Pero ella sentía tal cansancio en su espíritu que no fue capaz de inventar un pretexto para levantarse de la mesa. Además se había vuelto cobarde; tenía miedo a Carlos; él lo sabía todo, seguramente. En efecto, pronunció estas palabras, de un modo especial:

—Según parece, tardaremos en volver a ver al señor Rodolfo.

—¿Quién te lo ha dicho? —dijo ella sobresaltada.

—¿Quién me lo ha dicho? —replicó él, un poco sorprendido por este tono brusco—; Girard, a quien he encontrado hace un momento a la puerta del «Café Francés». Ha salido de viaje o va a salir. Ella dejó escapar un sollozo.

—¿Qué es lo que te extraña? Se ausenta así de vez en cuando para distraerse, y, ¡a fe mía!, yo lo apruebo. ¡Cuando se tiene fortuna y se está soltero!… Por lo demás, nuestro amigo se divierte a sus anchas, es un bromista. El señor Langlois me ha contado…

Él se calló por discreción, pues entraba la criada.

Felicidad volvió a poner en el cesto los albaricoques esparcidos por el aparador; Carlos, sin notar el color rojo de la cara de su mujer, pidió que se los trajeran, tomó uno y lo mordió.

—¡Oh!, ¡perfecto! —exclamó—. Toma, prueba.

Y le tendió la canastilla, que ella rechazó suavemente.

—Huele: ¡qué olor! —dijo él pasándosela delante de la nariz varias veces.

—¡Me ahogo! —exclamó ella levantándose de un salto.

Pero, por un esfuerzo de voluntad, aquel espasmo desapareció; y después.

—¡No es nada! —dijo ella—, ¡no es nada!, ¡son los nervios! ¡Siéntate, come!

Porque ella temía que fuesen a interrogarla, a cuidarla, a no dejarla en paz.

Carlos, por obedecer, se había vuelto a sentar, y echaba en su mano los huesos de los albaricoques que depositaba inmediatamente en su plato.

De pronto, un tilburi azul pasó a trote ligero por la plaza. Emma lanzó un grito y cayó rígida al suelo, de espalda.

En efecto, Rodolfo, después de muchas reflexiones, se había decidido a marcharse para Rouen. Ahora bien, como no hay, desde la Muchette a Buchy, otro camino que el de Yonville, había tenido que atravesar el pueblo, y Emma lo había reconocido a la luz de los faroles, que cortaban el crepúsculo como un relámpago.

El farmacéutico, al oír el barullo que había en casa, salió corriendo hacia ella. La mesa, con todos los platos, se había volcado; salsa, carne, los cuchillos, el salero y la aceitera llenaban la sala; Carlos pedía socorro; Berta, asustada, gritaba; y Felicidad cuyas manos temblaban, desabrochaba a la señora, que tenía convulsiones por todo el cuerpo.

—Voy corriendo —dijo el boticario— a buscar a mi laboratorio un poco de vinagre aromático.

Después, viendo que Emma volvía a abrir los ojos al respirar el frasco, dijo el boticario:

—Estaba seguro; esto resucitaría a un muerto.

—¡Háblanos! —decía Carlos—, ¡háblanos! ¡Vuelve en ti! ¡Soy yo, tu Carlos que te quiere! ¿Me reconoces? Mira, aquí tienes a tu hijita: ¡bésala!

La niña tendía los brazos hacia su madre para colgarse a su cuello. Pero, volviendo la cabeza, Emma dijo con una voz entrecortada:

—No, no… ¡nadie!

Y volvió a desvanecerse. La llevaron a su cama.

Allí seguía tendida, con la boca abierta, los párpados cerrados, las palmas de las manos extendidas, inmóvil, y blanca como una estatua de cera. De sus ojos salían dos amagos de lágrimas que corrían lentamente hacia la almohada.

Carlos permanecía en el fondo de la alcoba, y el farmacéutico, a su lado, guardaba ese silencio meditativo que conviene tener en las ocasiones serias de la vida.

—Tranquilícese —le dijo dándole con el codo—, creo que el paroxismo ha pasado.

—Sí, ahora descansa un poco —respondió Carlos, que miraba cómo dormía—. ¡Pobre mujer!… ¡Pobre mujer!, ha recaído.

Entonces Homais preguntó cómo había sobrevenido este accidente. Carlos respondió que le había dado de repente, mientras comía unos albaricoques.

—¡Qué raro! —replicó el farmacéutico—. Pero es posible que los albaricoques fuesen la causa de este síncope ¡Hay naturalezas tan sensibles frente a ciertos olores!, a incluso sería un buen tema de estudio, tanto en el plano patológico como en el fisiológico. Los sacerdotes conocían su importancia, ellos que siempre han mezclado aromas a sus ceremonias. Es para entorpecer el entendimiento y provocar éxtasis, cosa por otro lado fácil de obtener en las personas del sexo débil, que son más delicadas. Se habla de quienes se desmayan al olor del cuero quemado, del pan tierno…

—¡Cuidado, que no se despierte! —dijo en voz baja Bovary.

—Y no sólo —continuó el boticario— los humanos están expuestos a estas anomalías, sino también los animales. Así, usted no ignora el efecto singularmente afrodisiaco que produce la nepeta cataria, vulgarmente llamada hierba de gato, en los felinos; y por otra parte, para citar un ejemplo cuya autenticidad garantizo, Bridoux (uno de mis antiguos compañeros, actualmente establecido en la calle Malpalu) posee un perro al que le dan convulsiones cuando le presentan una tabaquera. Incluso hace la experiencia delante de sus amigos, en su pabellón del bosque Guillaume. ¿Se podría creer que un simple estornutario pudiese ejercer tales efectos en el organismo de un cuadrúpedo? Es sumamente curioso, ¿no es cierto?

—Sí —dijo Carlos, que no escuchaba.

—Esto nos prueba —replicó el otro, sonriendo con un aire de suficiencia— las innumerables irregularidades del sistema nervioso. En cuanto a la señora, siempre me ha parecido, lo confieso, una verdadera sensitiva. Por tanto, no le aconsejaré, mi buen amigo, ninguno de esos pretendidos remedios que, bajo pretexto de curar los síntomas, atacan el temperamento. No, ¡nada de medicación ociosa!, ¡régimen nada más!, sedantes, emolientes, dulcificantes. Además, ¿no piensa usted que quizás habría que impresionar la imaginación?

—¿En qué?, ¿cómo? —dijo Bovary.

—¡Ah!, ¡esta es la cuestión! Efectivamente, esa es la cuestión. That is the question, como leía yo hace poco en el periódico.

Pero Emma, despertándose, exclamó.

—¿Y la carta?, ¿y la carta?

Creyeron que deliraba; deliró a partir de medianoche: se le había declarado una fiebre cerebral.

Durante cuarenta y tres días Carlos no se apartó de su lado. Abandonó a todos sus enfermos; ya no se acostaba, estaba continuamente tomándole el pulso, poniéndole sinapismos, compresas de agua fría. Enviaba a Justino hasta Neufchátel a buscar hielo; el hielo se derretía en el camino; volvía a enviarlo. Llamó al señor Canivet para consulta; hizo venir de Rouen al doctor Larivière, su antiguo maestro; estaba desesperado. Lo que más le asustaba era el abatimiento de Emma; porque no hablaba, no oía nada a incluso parecía no sufrir, como si su cuerpo y su alma hubiesen descansado juntos de todas sus agitaciones.

Hacia mediados de octubre pudo sentarse en la cama con unas almohadas detrás. Carlos lloró cuando le vio comer su primera rebanada de pan con mermelada. Las fuerzas le volvieron; se levantaba unas horas por la tarde, y, un día que se sentía mejor, él trató de hacerle dar un paseo por el jardín, apoyada en su brazo. La arena de los paseos desaparecía bajo las hojas caídas; caminaba paso a paso, arrastrando sus zapatillas, y, apoyándose en el hombro de Carlos, continuaba sonriendo.

Fueron así hasta el fondo, cerca de la terraza. Ella se enderezó lentamente, se puso la mano delante de los ojos para mirar; miró a lo lejos, muy a lo lejos; pero no había en el horizonte más que grandes hogueras de hierba que humeaban sobre las colinas.

—Vas a cansarte, amor mío dijo Bovary.

Y empujándola suavemente para hacerle entrar bajo el cenador:

—Siéntate en ese banco, ahí estarás bien.

—¡Oh, no, ahí no! —dijo ella con una voz desfallecida. Tuvo un mareo, y a partir del anochecer volvió a enfermar, con unos síntomas más indefinidos ciertamente, y con caracteres más complejos. Ya le dolía el corazón, ya el pecho, la cabeza, las extremidades; le sobrevinieron vómitos en que Carlos creyó ver los primeros síntomas de un cáncer.

Y, por si fuera poco, Bovary tenía apuros de dinero.

Capítulo XIV

En primer lugar, no sabía cómo hacer para resarcir al señor Homais de todos los medicamentos que habían venido de su casa; y aunque hubiera podido, como médico, no pagarlos, se avergonzaba un poco de este favor. Por otro lado, el gasto de la casa, ahora que lo llevaba la cocinera, era espantoso; las cuentas llovían; los proveedores murmuraban; el señor Lheureux, sobre todo, le acosaba. En efecto, en lo más fuerte de la enfermedad de Emma, éste, aprovechándose de la circunstancia para exagerar su factura, había llevado rápidamente el abrigo, el bolso de viaje, dos baúles en vez de uno, y cantidad de cosas más. Por más que Carlos dijo que no los necesitaba, el comerciante respondió con arrogancia que no los volvía a tomar; además, esto sería contrariar a la señora en su convalecencia; el señor reflexionaría; en resumen, él estaba resuelto a demandarle antes que ceder de sus derechos y llevarse las mercancías. Carlos ordenó después, que las devolviesen a su tienda; Felicidad se olvidó; él tenía otras preocupaciones; no pensó más en ello; el señor Lheureux volvió a la carga, y, alternando amenazas con lamentaciones, maniobró de tal manera, que Bovary acabó por firmar un pagaré a seis meses de vencimiento.

Pero apenas hubo firmado aquél pagaré, se le ocurrió una idea audaz: la de pedir prestados mil francos al señor Lheureux. Así pues, preguntó, en un tono un poco molesto, si no había medio de conseguirlos, añadiendo que sería por un año y al interés que le pidieran. Lheureux corrió a su tienda, trajo los escudos y dictó otro pagaré, por el cual Bovary declaraba que pagaría a su orden, el primero de septiembre próximo la cantidad de mil setenta francos; lo cual, con los ciento ochenta ya estipulados, sumaban mil doscientos cincuenta. De esta manera, prestando al seis por ciento, a lo que se sumaba un cuarto de comisión más un tercio por lo menos que le producirían las mercancías, aquella operación debía, en doce meses, dar treinta francos de beneficio; y él esperaba que el negocio no acabaría ahí, que no podrían saldar los pagarés, que los renovarían, y que su pobre dinero, alimentado en casa del médico como en una Casa de Salud, volvería un día a la suya, mucho más rollizo, y grueso hasta hacer reventar la bolsa.

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