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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (29 page)

Por otra parte, todo le salía bien. Era adjudicatario de un suministro de sidra para el hospital de Neufchâtel; el señor Guillaumin le prometía acciones en las turberas de Grumesnil, y soñaba con establecer un nuevo servicio de diligencias entre Argueil y Rouen, que no tardaría, sin duda, en arruinar el carricoche del «Lion d'Or», y que, al ser más rápida, más barata y llevando más equipajes, pondría en sus manos todo el comercio de Yonville.

Carlos se preguntó varias veces por qué medio, el año próximo, podría pagar tanto dinero; y buscaba, imaginaba expedientes, como el de recurrir a su padre o vender algo. Pero su progenitor haría oídos sordos, y él, por su parte, no tenía nada que vender. Cuando pensaba en tales problemas, alejaba enseguida de sí un tema de meditación tan desagradable. Se acusaba de olvidarse de Emma; como si perteneciendo todos sus pensamientos a su mujer, hubiese sido usurparle algo el no pensar continuamente en ella.

El invierno fue rudo. La convalecencia de la señora fue larga. Cuando hacía bueno, la llevaban en su sillón al lado de la ventana, la que daba a la plaza, pues seguía manteniendo su rechazo a la huerta, y la persiana de este lado estaba constantemente cerrada. Ella quería que vendiesen el caballo; lo que antes amaba ahora le desagradaba. Todas sus ideas parecían limitarse al cuidado de sí misma. Permanecía en cama tomando pequeñas colaciones, llamaba a su criada para preguntarle por las tisanas o para charlar con ella. Entre tanto la nieve caída sobre el tejado del mercado proyectaba en la habitación un reflejo blanco, inmóvil; luego vinieron las lluvias. Y Emma esperaba todos los días, con una especie de ansiedad, la infalible repetición de acontecimientos mínimos que, sin embargo, apenas le importaban. El más destacado era, por la noche, la llegada de «La Golondrina». Entonces la hostelera gritaba y otras voces le respondían, mientras que el farol de mano de Hipólito, que buscaba baúles en la baca, hacía de estrella en la oscuridad. A mediodía, regresaba Carlos. Después salía; luego ella tomaba un caldo, y, hacia las cinco, a la caída de la tarde, los niños que volvían de clase, arrastrando sus zuecos por la acera, golpeaban todos con sus reglas la aldaba de los postigos, unos detrás de otros.

A esa hora iba a visitarla el párroco, señor Bournisien. Le preguntaba por su salud, le traía noticias y le hacía exhortaciones religiosas en una pequeña charla mimosa no exenta de atractivo. La simple presencia de la sotana bastaba para reconfortarla.

Un día en que, en lo más agudo de su enfermedad, se había creído agonizante, pidió la comunión y a medida que se hacían en su habitación los preparativos para el sacramento, se transformaba en altar la cómoda llena de jarabes y Felicidad alfombraba el suelo con dalias, Emma sintió que algo fuerte pasaba por ella, que le liberaba de sus dolores, de toda percepción, de todo sentimiento. Su carne aliviada, ya no pesaba, empezaba una vida diferente; le pareció que su ser, subiendo hacia Dios, iba a anonadarse en aquel amor como un incienso encendido que se disipa en vapor. Rociaron de agua bendita las sábanas; el sacerdote sacó del copón la blanca hostia, y desfalleciendo de un gozo celestial, Emma adelantó sus labios para recibir el cuerpo del Salvador que se ofrecía. Las cortinas de su alcoba se ahuecaban suavemente alrededor de ella, en forma de nubes, y las llamas de las dos velas que ardían sobre la cómoda le parecieron glorias resplandecientes. Entonces dejó caer la cabeza, creyendo oír en los espacios la música de las arpas seráficas y percibir en un cielo de azur, en un trono dorado, en medio de los santos que sostenían palmas verdes, al Dios Padre todo resplandeciente de majestad, que con una señal hacía bajar hacia la tierra ángeles con las alas de fuego para llevársela en sus brazos.

Esta visión espléndida quedó en su memoria como la cosa más bella que fuese posible soñar; de tal modo que ahora se esforzaba en evocar aquella sensación, que continuaba a pesar de todo, pero de una manera menos exclusiva y con una dulzura igualmente profunda. Su alma, cansada de orgullo, descansaba por fin en la humildad cristiana, y, saboreando el placer de ser débil, Emma contemplaba en sí misma la destrucción de su voluntad, que iba a dispensar una amplia acogida a la llamada de la gracia. Existían, por tanto, en lugar de la dicha terrena, otras felicidades mayores, otro amor por encima de todos los amores, sin intermitencia ni fin, y que crecería eternamente. Ella entrevió, entre las ilusiones de su esperanza, un estado de pureza flotando por encima de la tierra, confundiéndose con el cielo, al que aspiraba a llegar. Quiso ser una santa. Compró rosarios, se puso amuletos; suspiraba por tener en su habitación, a la cabecera de su cama, un relicario engarzado de esmeraldas, para besarlo todas las noches.

El cura se maravillaba de todas estas disposiciones, aunque la religión de Emma, creía él, pudiese, a fuerza de fervor, acabar por rozar la herejía a incluso la extravagancia. Pero, no estando muy versado en estas materias, tan pronto como sobrepasaron cierta medida, escribió al señor Boulard, librero de Monseñor, para que le enviase algo muy selecto para una persona del sexo femenino, de mucho talento. El librero, con la misma indiferencia que si hubiera enviado quincalla a negros, le embaló un batiburrillo de todo lo que de libros piadosos circulaba en el mercado. Eran pequeños manuales con preguntas y respuestas, panfletos de un tono arrogante en el estilo del de Maistre
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, especie de novelas, encuadernadas en cartoné rosa, y de estilo dulzón, escritas por seminaristas trovadores o por pedantes arrepentidos. Había allí el Piense bien en esto; El hombre mundano a los pies de María, por el señor de…, condecorado por varias Ordenes; Errores de Voltaire, para uso de los jóvenes, etc.

Pero Madame Bovary no tenía todavía la mente bastante lúcida para dedicarse seriamente a cosa alguna; por otra parte, emprendió estas lecturas con demasiada precipitación. Se irritó contra las prescripciones del culto; la arrogancia de los escritos polémicos le desagradó por su obstinación en perseguir a gente que ella no conocía; y los cuentos profanos con mensaje religioso le parecieron escritos con tal ignorancia del mundo, que la apartaron insensiblemente de las verdades cuya prueba esperaba. Sin embargo, persistió y, cuando el libro le caía de las manos, se sentía presa de la más fina melancolía católica que un alma etérea pudiese concebir.

En cuanto al recuerdo de Rodolfo, lo había sepultado en el fondo de su corazón; y allí permanecía, más solemne y más inmóvil que una momia real en un subterráneo. De aquel gran amor embalsamado se escapaba un aroma que, atravesándolo todo, perfumaba de ternura la atmósfera inmaculada en que quería vivir. Cuando se arrodillaba en su reclinatorio gótico, dirigía al Señor las mismas palabras de dulzura que antaño murmuraba a su amante en los desahogos del adulterio. Era para hacer venir la fe; peso ningún deleite bajaba de los cielos, y se levantaba con los miembros cansados, con el vago sentimiento de un inmenso engaño. Esta búsqueda, pensaba ella, no era sino un mérito más; y en el orgullo de su devoción, Emma se comparaba a esas grandes señoras de antaño, cuya gloria había soñado en un retrato de la Vallière
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, y que, arrastrando con tanta majestad la recargada cola de sus largos vestidos, se retiraban a las soledades para derramar a los pies de Cristo todas las lágrimas de su corazón herido por la existencia.

Entonces, se entregó a caridades excesivas. Cosía trajes para los pobres; enviaba leña a las mujeres de parto; y Carlos, un día al volver a casa, encontró en la cocina a tres golfillos sentados a la mesa tomándose una sopa. Mandó que le trajeran a casa a su hijita, a la que su marido, durante su enfermedad, había enviado de nuevo a casa de la nodriza. Quiso enseñarle a leer; por más que Berta lloraba, ella no se irritaba. Había adoptado una actitud de resignación, una indulgencia universal. Su lenguaje, a propósito de todo, estaba lleno de expresiones ideales. Le decía a su niña:

—¿Se te ha pasado el cólico, ángel mío?

La señora Bovary madre no encontraba nada que censurar, salvo quizás aquella manía de calcetar prendas para los huérfanos en vez de remendar sus trapos. Pero abrumada por las querellas domésticas, la buena mujer se encontraba a gusto en aquella casa tranquila, a incluso se quedó allí hasta después de Pascua, a fin de evitar los sarcasmos de Bovary padre, que no dejaba nunca de encargar un embutido el día de Viernes Santo.

Además de la compañía de su suegra, que la fortalecía un poco por su rectitud de juicio y sus maneras graves, Emma tenía casi todos los días otras compañías. Eran la señora Langlois, la señora Caron, la señora Dubreuil, la señora Tuvache y, regularmente, de dos a cinco, a la excelente señora Homais, que nunca había querido creer en ninguno de los chismes que contaban de su vecina.

También iban a verla los pequeños Homais; los acompañaba Justino. Subía con ellos a la habitación y permanecía de pie cerca de la puerta, inmóvil, sin hablar. A menudo, incluso, Madame Bovary, sin preocuparse de su presencia, empezaba a arreglarse. Comenzaba por quitarse su peineta sacudiendo la cabeza con un movimiento brusco; cuando Justino vio por primera vez aquella cabellera suelta, que le llegaba hasta las corvas, desplegando sus negros rizos, fue para él, pobre infeliz, como la entrada súbita en algo extraordinario y nuevo cuyo esplendor le asustó.

Emma, sin duda, no se daba cuenta de aquellas complacencias silenciosas ni de sus timideces. No sospechaba que el amor, desaparecido de su vida, palpitaba allí, cerca de ella, bajo aquella camisa de tela burda, en aquel corazón de adolescente abierto a las emanaciones de su belleza. Por lo demás, ahora rodeaba todo de tal indiferencia, tenía palabras tan afectuosas y miradas tan altivas, modales tan diversos, que ya no se distinguía el egoísmo de la caridad, ni la corrupción de la virtud. Una tarde, por ejemplo, se irritó con su criada, que deseaba salir y balbuceaba buscando un pretexto:

—¿Tú le quieres? —le dijo.

Y sin esperar la respuesta de Felicidad, que se ponía colorada, añadió con un tono triste:

—¡Vamos, corre!, ¡diviértete!

Al comienzo de la primavera hizo cambiar totalmente la huerta de un extremo a otro, a pesar de las observaciones de Bovary; él se alegró, sin embargo, de verla, por fin, manifestar un deseo, cualquiera que fuese. A medida que se restablecía, manifestó otros. Primeramente buscó la manera de expulsar a la tía Rolet, la nodriza, que había tomado la costumbre durante su convalecencia de venir con demasiada frecuencia a la cocina con sus dos niños de pecho y su huésped con más hambre que un caníbal. Después se deshizo de la familia Homais, despidió sucesivamente a las demás visitas a incluso frecuentó la iglesia con menos asiduidad, con gran aplauso del boticario que le dijo entonces amistosamente:

—Se estaba usted haciendo un poco beata.

El señor Bournisien, como antaño, aparecía todos los días al salir del catecismo. Prefería quedarse fuera a tomar el aire en medio de la enramada, así llamaba a la glorieta. Era la hora en que volvía Carlos. Tenían calor, traían sidra dulce y bebían juntos por el total restablecimiento de la señora.

Allí estaba Binet, un poco más abajo, contra la tapia de la terraza, pescando cangrejos. Bovary le invitó también a tomar algo, pues era muy hábil en descorchar botellas.

—Es preciso —decía dirigiendo a su alrededor y hasta los extremos del paisaje una mirada de satisfacción— mantener así la botella vertical sobre la mesa, y, una vez cortados los kilos, mover el corcho a vueltecitas, despacio, despacio, como se hace, por otra parte, con el agua de Seltz en los restaurantes.

Pero durante su demostración la sidra le saltaba a menudo en plena cara, y entonces el eclesiástico, con una risa opaca, hacía siempre este chiste:

—¡Su bondad salta a los ojos!

En efecto, era un buen hombre, a incluso un día no se escandalizó del farmacéutico, que aconsejaba a Carlos, para distraer a la señora, que la llevase al teatro de Rouen a ver al ilustre tenor Lagardy. Homais, extrañado de aquel silencio, quiso conocer su opinión, y el cura declaró que veía la música como menos peligrosa para las costumbres que la literatura.

Pero el farmacéutico emprendió la defensa de las letras. El teatro, pretendía, servía para criticar los prejuicios, y, bajo la máscara del placer, enseñaba la virtud.

—¡Castigat
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ridendo mores, señor Bournisien! Por ejemplo, fíjese en la mayor parte de las tragedias de Voltaire; están sembradas hábilmente de reflexiones filosóficas que hacen de ellas una verdadera escuela de moral y de diplomacia para el pueblo.

—Yo —dijo Binet— vi hace tiempo una obra de teatro titulada Le Gamin de Paris, donde se traza el carácter de un viejo general que está verdaderamente chiflado. Echa una bronca a un hijo de familia que había seducido a una obrera, que al final…

—¡Ciertamente! —continuaba Homais—, hay mala literatura como hay mala farmacia; pero condenar en bloque la más importante de las bellas artes me parece una ligereza, una idea medieval, digna de aquellos abominables tiempos en los que se encarcelaba a Galileo.

—Ya sé —objetó el cura— que hay buenas obras, buenos autores; sin embargo, sólo el hecho de que esas personas de diferente sexo estén reunidas en un lugar encantador, adornado de pompas mundanas, y además esos disfraces paganos, ese maquillaje, esos candelabros, esas voces afeminadas, todo esto tiene que acabar por engendrar un cierto libertinaje de espíritu y provocar pensamientos deshonestos, tentaciones impuras. Tal es al menos la opinión de todos los Santos Padres. En fin —añadió, adoptando repentinamente un tono de voz místico, mientras que daba vueltas sobre su pulgar a una toma de rapé—, si la Iglesia ha condenado los espectáculos es porque tenía razón; debemos someternos a sus decretos.

—¿Por qué —preguntó el boticario— excomulga a los comediantes?, pues antaño participaban abiertamente en las ceremonias del culto. Sí, representaban en medio del coro una especie de farsas llamadas misterios, en las cuales las leyes de la decencia se veían a menudo vulneradas.

El eclesiástico se limitó a dejar escapar una lamentación y el farmacéutico prosiguió:

—Es como en la Biblia; ¡hay…, sabe usted…, más de un detalle… picante, cosas… verdaderamente… atrevidas!

Y a un gesto de irritación que hacía el señor Bournisien:

—¡Ah!, usted convendrá conmigo que no es un libro para poner entre las manos de un joven, y me disgustaría, que Atalía…

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