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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (31 page)

Cayó el telón.

El olor del gas se mezclaba con los alientos; el aire de los abanicos hacía la atmósfera más sofocante. Emma quiso salir; el público llenaba los pasillos, y se volvió a echar en su butaca con palpitaciones que la sofocaban. Carlos, temiendo que se desmayara, corrió a la cantina a buscar un vaso de horchata.

Le costó trabajo volver a su sitio, pues por todas partes le daban codazos por el vaso que llevaba entre sus manos, y hasta llegó a derramar las tres cuartas partes sobre los hombros de una ruanesa de manga corta quien, sintiendo llegar el líquido frío a los riñones, gritó despavorida, como si la hubieran asesinado. Su marido, que era hilandero, se enfureció con aquel torpe, y mientras ella se limpiaba con su pañuelo las manchas de su hermoso vestido de tafetán cereza, él murmuraba con tono desabrido las palabras de indemnización, gastos, reembolso. Por fin, Carlos llegó al lado de su mujer, diciéndole todo sofocado:

—Creí, en verdad, que no volvía. ¡Hay tanta gente… tanta gente!

Y añadió:

—¿A que no adivinas a quién he encontrado allá arriba? ¡Al señor León!

—¿A León?

—¡El mismo! Va a venir a saludarte.

Y al terminar estas palabras el antiguo pasante de Yonville entró en el palco.

Le tendió su mano con una desenvoltura de hombre de mundo: y Madame Bovary adelantó maquinalmente la suya, sin duda obedeciendo a la atracción de una voluntad más fuerte. No la había sentido, desde aquella tarde de primavera en la que llovía sobre las hojas verdes, cuando se dijeron adiós, de pie al borde de la ventana. Pero pronto, dándose cuenta de la situación, sacudió en un esfuerzo aquella neblina de sus recuerdos y empezó a balbucear frases rápidas:

—¡Ah! Hola… ¡Cómo! ¿Usted por aquí?

—¡Silencio! —gritó una voz del patio de butacas, pues empezaba el tercer acto.

—¿Así que está usted en Rouen?

—Sí.

—¿Y desde cuándo?

—¡Fuera, fuera!

—El público se volvía hacia ellos; se callaron.

Pero a partir de aquel momento ella no escuchó más; y el coro de los invitados, la escena de Ashton y su criado, el gran dúo en re mayor, todo pasó para ella en la lejanía, como si los instrumentos se hubieran vuelto menos sonoros y los personajes más alejados; recordaba las partidas de cartas en casa del farmacéutico, y el paseo a casa de la nodriza, las lecturas bajo la glorieta del jardín, las charlas a solas al lado del fuego, todo aquel pobre amor tan tranquilo y tan largo, tan discreto, tan tierno, y que ella, sin embargo, había olvidado. ¿Por qué entonces volvía él? ¿qué combinación de aventuras volvía a ponerlo en su vida? El se mantenía detrás de ella, apoyando su hombro en el tabique; y de vez en cuando, ella se sentía estremecer bajo el soplo tibio de su respiración que le bajaba hasta la cabellera.

—¿Le gusta esto? —dijo él inclinándose hacia ella tanto que la punta de su bigote le rozó la mejilla.

Emma contestó indolentemente:

—¡Oh, Dios mío, no!, no mucho.

Entonces le propuso salir del teatro para ir a tomar unos helados a algún sitio.

—¡Ah!, todavía no, quedémonos —dijo Bovary—. Lucía se ha soltado el pelo: esto promete un desenlace trágico.

Pero la escena de la locura no interesaba a Emma, y la actuación de la cantante le pareció exagerada.

—Grita mucho —dijo Emma volviéndose hacia Carlos, que escuchaba:

—Sí… quizás… un poco —replicó él, indeciso entre la franqueza de su placer y el respeto que tenía a las opiniones de su mujer.

Después León dijo suspirando:

—¡Hace un calor!

—¡Insoportable!, es cierto.

—¿Estás incómoda? —preguntó Bovary.

—Sí; vámonos.

El señor León puso delicadamente sobre los hombros de Emma su largo chal de encaje, y se fueron los tres a sentarse al puerto, al aire libre, delante de la cristalera de un café.

Primero hablaron de la enfermedad de Emma, aunque ella interrumpía a Carlos de vez en cuando, por temor, decía, de aburrir al señor León; y éste les contó que venía a Rouen a pasar dos años en un gran despacho para adquirir práctica en los asuntos, que en Normandía eran diferentes de los que se trataban en París. Después preguntó por Berta, por la familia Homais, por la tía Lefrançois; y como en presencia del marido no tenían nada más que decirse, pronto se detuvo la conversación.

Gente que salía del espectáculo pasó por la acera, tarareando o cantando a voz en grito: Oh, ángel bello, Lucía mía. Entonces León, para dárselas de aficionado, se puso a hablar de música. Había visto a Tamburini, a Rubini, a Persiani, a Grisi; y al lado de ellos, a pesar de sus grandes momentos de esplendor, Lagardy no valía nada.

—Sin embargo —interrumpió Carlos, que daba pequeños mordiscos a su sorbete de ron—, dicen que en el último acto está absolutamente admirable; siento haber salido antes del final, pues empezaba a divertirme.

—De todos modos —replicó el pasante, pronto dará otra representación.

Pero Carlos respondió que se iban al día siguiente.

—A menos —añadió, volviéndose a su mujer— que tú quieras quedarte sola, cariño.

Y cambiando de maniobra ante aquella situación inesperada que se le presentaba, el joven comenzó a hacer el elogio de Lagardy en el trozo final. Era algo soberbio, ¡sublime! Entonces Carlos insistió:

—Volverás el domingo. ¡Vamos, decídete! Haces mal en no venir si sientes que te hace bien, por poco que sea.

Entretanto, las mesas a su alrededor se iban despoblando; vino un camarero a apostarse discretamente cerca de ellos; Carlos, que comprendió, sacó su cartera; el pasante le retuvo el brazo, a incluso no se olvidó de dejar, además, de propina dos monedas de plata, que hizo sonar contra el mármol.

—Verdaderamente —murmuró Bovary—, no me gusta que usted haya pagado.

El otro tuvo un gesto desdeñoso lleno de cordialidad, y tomando su sombrero:

—Queda convenido, ¿verdad?, ¿mañana, a las seis?

Carlos dijo de nuevo que no podía ausentarse por más tiempo; pero que nada impedía que Emma…

—Es que… —balbuceó ella con una sonrisa especial, no sé si…

—¡Bueno!, ya lo pensarás, ya veremos, consulta con la almohada.

Después, a León, que les acompañaba:

—Ahora que está usted en nuestras tierras, espero que venga de vez en cuando a comer con nosotros.

El pasante dijo que iría, puesto que además necesitaba ir a Yonville para un asunto de su despacho. Y se separaron delante del pasaje Saint Herbland en el momento en que daban las once y media en la catedral.

TERCERA PARTE
Capítulo I

El señor León, mientras estudiaba Derecho, había frecuentado bastante la «Chaumière», donde llegó a obtener muy buenos éxitos con las modistillas, que le encontraban «un aire distinguido». Era el más decente de los estudiantes: no llevaba el pelo ni muy largo ni demasiado corto, no se gastaba el primero de mes el dinero de su trimestre, y mantenía buenas relaciones con sus profesores. En cuanto a hacer excesos, siempre se había abstenido, tanto por pusilanimidad como por delicadeza.

A menudo, cuando se quedaba leyendo en su habitación, o bien sentado por la tarde bajo los tilos del Luxemburgo dejaba caer el Código en el suelo, y le asaltaba el recuerdo de Emma. Pero poco a poco este sentimiento se debilitó, y otras ansias se acumularon encima, aunque persistía, a pesar de todo, a través de ellas, pues León no perdía las esperanzas y había para él como una promesa incierta que se hacía en el porvenir, como una fruta dorada colgada de algún follaje fantástico.

Después, al verla de nuevo al cabo de tres años de ausencia, su pasión se despertó. Había que decidirse, por fin, pensó, a querer poseerla. Por otra parte, su timidez se había gastado al contacto con compañías alocadas y volvía a provincias, despreciando todo lo que no pisaba con un pie charolado el asfalto del bulevar. Al lado de una parisina con encajes, en el salón de algún doctor ilustre, personaje condecorado y con coche, el pobre pasante, sin duda, hubiese temblado como un niño; pero aquí, en Rouen, en el puerto, ante la mujer de aquel medicucho, se sentía cómodo, seguro por anticipado de deslumbrarla. El aplomo depende de los ambientes en que uno está; no se habla en el entresuelo como en el cuarto piso, y la mujer rica parece tener a su alrededor, para guardar su virtud, todos sus billetes de banco como una coraza en el forro de su corsé.

Al dejar la víspera por la noche al señor y a la señora Bovary, León los había seguido de lejos en la calle; después, habiéndolos visto pararse en la «Croix Rouge», dio media vuelta y pasó toda la noche meditando un plan.

Al día siguiente, a las cinco, entró en la cocina de la posada, con un nudo en la garganta, las mejillas pálidas, y con esa resolución de los cobardes a los que nada detiene.

—El señor no está —respondió un criado.

Esto le pareció de buen augurio. Subió.

Ella no se alteró a primera vista; al contrario, se disculpó por haberse olvidado de decirle dónde se alojaban.

—¡Oh!, lo he adivinado —replicó León.

—¿Cómo?

Él pretendió haber sido guiado hacia ella al azar, por un instinto. Ella empezó a sonreír, y pronto, para reparar aquella tontería, León contó que se había pasado la mañana buscando por todos los hoteles de la ciudad.

—¿Se ha decidido a quedarse? —añadió él.

—Sí —dijo ella—, y me he equivocado. No hay que acostumbrarse a placeres que no podemos permitirnos cuando tenemos a nuestro alrededor mil exigencias…

—¡Oh!, me imagino…

—Pues usted no puede imaginárselo porque no es una mujer.

Pero los hombres tenían también sus preocupaciones y la conversación se encaminó a algunas reflexiones filosóficas. Emma se extendió largamente sobre la miseria de los afectos terrestres y el eterno aislamiento en que el corazón permanece encerrado.

Para hacerse valer, o por una imitación ingenua de aquella melancolía que provocaba la suya, el joven declaró que se había aburrido prodigiosamente durante todo el tiempo de sus estudios. El Derecho procesal le irritaba, le atraían otras vocaciones, y su madre no dejaba de atormentarle a todas horas.

Ellos precisaban cada vez más los motivos de su dolor, y cada uno, a medida que hablaba, se exaltaba un poco en esta confidencia progresiva. Pero a veces se paraban a exponer completamente su idea, y entonces trataban de imaginar una frase que, sin embargo, pudiese traducirla. Emma no confesó su pasión por otro; León no dijo que la había olvidado.

Quizás él ya no se acordaba de sus cenas después del baile con mujeres vulgares, y ella no se acordaba, sin duda, de las citas de antaño, cuando corría por la mañana entre la hierba hacia el castillo de su amante.

Los ruidos de la ciudad apenas llegaban hasta ellos; y la habitación parecía pequeña, muy a propósito para estrechar más su intimidad. Emma, vestida con una bata de bombasí
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, apoyaba su moño en el respaldo del viejo sillón; el papel amarillo de la pared hacía como un fondo de oro detrás de ella; y su cabeza descubierta se reflejaba en el espejo con la raya Blanca al medio y la punta de sus orejas que sobresalían bajo sus bandós.

—Pero, perdón —dijo ella—, hago mal, ¡le estoy aburriendo con mis eternas quejas!

—No, ¡nunca!, ¡nunca!

—¡Si usted supiera —replicó Emma, levantando hacia él sus ojos de los que se desprendía una lágrima— todo lo que yo he soñado!

—Y yo, ¡oh!, yo he sufrido mucho. Muchas veces salía, me iba, me paseaba por las avenidas, paseos, muelles, aturdiéndome con el ruido de la muchedumbre sin poder desterrar la obsesión que me perseguía. Hay en el bulevar, en una tienda de estampas, un grabado italiano que representa una Musa. Viste una túnica, y está mirando la luna, con miosotis en su pelo suelto. Algo me empujaba hacia allí incesantemente; allí permanecía horas enteras.

Después, con una voz temblorosa:

—Se le parecía un poco.

Madame Bovary volvió la cabeza para que él no viese la irresistible sonrisa que sentía asomársele.

—Frecuentemente —replicó él— le escribía cartas que luego rompía.

Ella no respondía. Él continuó:

—A veces me imaginaba que una casualidad la traería a usted aquí. Creía reconocerla en la esquina de las calles, y corría detrás de todos los coches en cuya portezuela flotaba un chal, un velo parecido al suyo…

Ella parecía decidida a dejarle hablar sin interrumpirle. Cruzando los brazos y bajando la cara, contemplaba la lazada de sus zapatillas y hacía en su raso pequeños movimientos a intervalos con los dedos de su pie.

Sin embargo, suspiró:

—Lo que es más lamentable, verdad es arrastrar como yo una vida inútil. Si nuestros dolores pudieran servir a alguien nos consolaríamos en la idea del sacrificio.

León se puso a alabar la virtud, el deber y las inmolaciones silenciosas pues él mismo tenía un increíble deseo de entrega que no podía saciar.

—Me gustaría mucho —dijo ella— ser una religiosa de hospital.

—¡Ay! —replicó él—, los hombres no tienen esas misiones santas, yo no veo en ninguna parte ningún oficio…, a no ser quizás el de médico…

Con un encogimiento ligero de hombros, Emma le interrumpió para quejarse de su enfermedad en la que había estado a la muerte; ¡qué lástima!, ahora ya no sufriría más. León enseguida envidió la «paz de la tumba», a incluso una noche escribió su testamento recomendando que le enterrasen con aquel cubrepiés con franjas de terciopelo que ella le había regalado, pues es así como hubieran querido estar uno y otro, haciéndose un ideal al cual ajustaban ahora su vida pasada. Además, la palabra es un laminador que prolonga todos los sentimientos.

Pero ante aquel invento de la colcha, dijo ella:

—¿Por qué?

—¿Por qué? —él vacilaba—. ¡Porque yo a usted la he querido mucho!

Y felicitándose por haber vencido la dificultad, León, con el rabillo del ojo, miraba la cara que ponía Emma.Fue como el cielo, cuando una ráfaga de viento barre las nubes. El montón de pensamientos tristes que los ensombrecía pareció retirarse de sus ojos azules; toda su cara resplandeció de felicidad.

León esperaba. Por fin Emma respondió:

—Siempre lo había sospechado…

Entonces se contaron los pequeños sucesos de aquella existencia lejana, de la que acababan de resumir, en una sola palabra, los placeres y las melancolías. Recordaba la cuna de clemátides, los vestidos que había llevado, los muebles de su habitación, toda su casa.

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