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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (8 page)

—No mucho más tarde de las nueve —respondió Monica con la falta de sinceridad que da la prudencia.

—Entonces será mejor que avancemos tranquilamente. Ojalá hubiéramos empezado a navegar antes. Aunque eso puede quedar para otro día, espero.

Monica tenía en el regazo el pequeño paquete envuelto en papel marrón que escondía su regalo. Se dio cuenta de que Widdowson lo miraba de vez en cuando, pero no consiguió decidirse a explicarle lo que era.

—Tenía mucho miedo de no verla hoy —dijo, mientras se deslizaban suavemente por Chelsea Embankment.

—Pero si le prometí que vendría si hacía buen día.

—Sí. Pero temía que algo la impidiera venir. Es usted muy amable al obsequiarme con su compañía —se miraba la punta de las botas al hablar—. No soy capaz de expresarle mi agradecimiento.

Profundamente avergonzada, Monica sólo podía mirar a uno de los remos, que subía y bajaba soltando brillantes gotas de agua.

—El año pasado —prosiguió Widdowson— vine al río dos o tres veces, pero solo. Este año no me he subido a un bote hasta hoy.

—¿Prefiere usted pasear en coche?

—Es una posibilidad, aunque de hecho lo hago a menudo. Ojalá me permitiera llevarla al espléndido paraje que vi hace uno o dos días en Surrey. Quizá algún día me lo permita usted. Como puede ver llevo una vida bastante solitaria. Tengo una criada y vivo solo. Mi única familia en Londres es una cuñada, y nos vemos muy raras veces.

—Pero ¿no trabaja usted?

—Estoy muy ocioso, aunque eso es en parte porque he trabajado mucho toda mi vida hasta hace un año y medio. Empecé a ganarme la vida cuando tenía catorce años y ahora tengo cuarenta y cuatro, cumplidos hoy.

—¿Hoy es su cumpleaños? —dijo Monica con una extraña expresión que su compañero no pudo entender.

—Sí, me he acordado hace sólo unas horas. Qué extraño haber sido premiado con este regalo. Sí, estoy muy ocioso. Mi único hermano murió hace año y medio. Le había ido muy bien en la vida y me dejó lo que podría considerarse una fortuna, aunque es sólo una pequeña parte de sus posesiones.

El corazón de Monica se estremeció. Inconscientemente tiro del timón y el bote empezó a dirigirse hacia la orilla.

—Un poco a la izquierda —dijo Widdowson, sonriendo con corrección—. Así. Muchos días no salgo de casa. Me encanta leer, y ahora estoy recuperando todo el tiempo perdido durante los años pasados. ¿Le gustan los libros?

—Nunca he leído mucho. Me considero muy ignorante.

—Estoy seguro de que eso es sólo porque no ha tenido oportunidad.

Le echó una mirada al paquete envuelto en papel marrón. Movida por un impulso que llegó a perturbarla, Monica empezó a soltar la cuerda del paquete y a abrirlo.

—¡Sabía que era un libro! —exclamó Widdowson alegremente cuando ella había ya descubierto parte de su regalo.

—Cuando me dijo su nombre —empezó Monica— quizá tenía que haberle dicho yo el mío. Está escrito aquí. Mis hermanas me lo han regalado hoy.

Le ofreció el pequeño volumen. Él lo cogió como si se tratara de algo frágil y, fijando los remos bajo los brazos, abrió la cubierta.

—¿Qué? ¿Hoy es su cumpleaños?

—Sí. Hoy cumplo veintiún años.

—¿Me permite que le dé la mano? —la presión de sus dedos sobre los de Monica fue lo mas leve posible—. Esto sí que es extraño, ¿no? Oh, recuerdo perfectamente este libro, aunque no lo he vuelto a ver ni he vuelto a oír hablar de él en los últimos veinte años. Mi madre solía leerlo los domingos. ¿De verdad es su cumpleaños? Tengo más del doble de su edad, señorita Madden.

Esta última observación fue expresada con inquietud y pesadumbre. Luego, como para reafirmarse mediante el ejercicio de la fuerza física, manejó el bote con media docena de paladas. Monica iba hojeando el libro, aunque sin ver las páginas.

—No creo —dijo su compañero de repente— que sea usted feliz con su trabajo en esa tienda.

—No, no lo soy.

—He oído muchas cosas acerca de lo dura que es esa vida. ¿Por qué no me cuenta algo de la suya?

Monica le dibujó de buena gana un somero boceto de su existencia de domingo a domingo, aunque sin muestras de indignación, como si el tema no tuviera para ella demasiado interés.

—Debe de ser usted una mujer muy fuerte —fue el comentario de Widdowson.

—La señora a la que he ido a visitar esta tarde me ha dicho que parezco enferma.

—Sin duda puedo apreciar los efectos del exceso de trabajo. Lo que me maravilla es que sea usted capaz de soportarlo. ¿Es esa señora una vieja conocida?

Monica respondió con todo lujo de detalles, llegando a mencionar la propuesta que la señora en cuestión le había hecho. Su interlocutor reflexionó sobre sus palabras e hizo algunas preguntas. Como no tenía intención de mencionar el poco dinero del que disponía, Monica le dijo que quizá sus hermanas la ayudarían mientras aprendía un nuevo oficio. Pero Widdowson parecía abstraído. Dejó de remar, cruzó los brazos sobre los remos y se quedó mirando otros botes cercanos. Dos profundas arrugas, que llegaban a cruzarse en un punto, se habían dibujado en su frente, y los ojos se le habían diluido en una mirada de absoluta abstracción, fijos en la orilla opuesta.

—Sí —dijo por fin, como continuación de algo que hubiera estado diciendo—. Empecé a ganarme el pan a los catorce años. Mi padre era subastador en Brighton. Unos años después de casado cayó gravemente enfermo y se quedó sordo. La sociedad que tenía con otro hombre se disolvió y a medida que las cosas no hacían más que empeorar para él mi madre abrió una pensión con la que nos mantuvo durante mucho tiempo. Era una mujer valiente, buena y sensata. Desgraciadamente mi padre tenía un montón de defectos que le hicieron muy dura la vida. Era un hombre violento, y por supuesto la sordera no contribuyó a calmarle. Bueno, un día un coche le atropelló en King's Road y, a consecuencia de las heridas que sufrió en el accidente, murió un año después. Mis padres tenían sólo dos hijos. Yo era el mayor. Mi madre no pudo seguir enviándome a la escuela mucho más tiempo, así que a los catorce años me colocó en la oficina del hombre que había sido socio de mi padre para que le ayudara y aprendiera el oficio. Trabajé con él durante años y por un sueldo casi inexistente, aunque sólo me enseñó lo imprescindible. Era uno de esos hombres tremendamente egoístas y sin corazón que tanto abundan en el mundo de los negocios. Nunca tendrían que haberme mandado allí puesto que mi padre tenía de él una opinión nefasta, pero fingió un amistoso interés por mí. Estoy convencido de que lo hizo simplemente para usarme como lo hizo.

Se quedó en silencio y volvió a remar.

—¿Qué pasó después? —preguntó Monica.

—Mentiría si dijera que yo era un chiquillo dócil —continuó con esa sonrisa que le dibujaba arrugas en torno a los ojos—. Más bien lo contrario. He heredado gran parte del carácter de mi padre. A menudo me portaba muy mal con mi madre. Lo que necesitaba era un hombre severo y escrupuloso que cuidara de mí y que me hiciera trabajar. En mis momentos libres me tendía en la playa o me buscaba líos con otros niños. Fue necesario que muriera mi madre para hacer de mí un chico más sensato, aunque para entonces ya era demasiado tarde. Quiero decir que ya era demasiado mayor para aprender los hábitos provechosos de los negocios. Hasta los diecinueve años no había sido más que un mensajero y aprendiz de oficina, y durante los años siguientes mi situación no mejoró demasiado.

—No lo entiendo —observó Monica pensativa.

—¿Por qué no?

—Parece usted… parece usted de esos hombres que siguen su camino.

—¿Lo parezco? —la descripción le gustó. Se echó a reír alegremente—. Pero nunca descubrí cuál era mi camino. Siempre he odiado el trabajo de oficina y cualquier tipo de negocio, aunque nunca tuve ninguna oportunidad en otro campo. He sido oficinista toda mi vida, como tantos otros miles. Ahora, si estoy en la City cuando los oficinistas salen de trabajar, siento por ellos una pena difícil de expresar. Pienso que debería elegir a dos o tres de los que están peor y repartir con ellos mis superfluos ingresos. La vida del oficinista… la vida en una oficina sin ninguna posibilidad de superación. ¡Ése sí es un destino espantoso!

—Pero a su hermano le fue bien. ¿Por qué no le ayudó?

—No nos llevábamos bien. Siempre nos estábamos peleando.

—¿De verdad tiene usted tan mal carácter?

La pregunta fue formulada por Monica en su tono más ingenuo, y con un atisbo de verdadero interés que en un principio confundió a Widdowson, pero que luego le hizo reír.

—Desde que era niño —replicó— sólo me he peleado con mi hermano. Creo que sólo me irrita la gente que no es en absoluto razonable. Algunos hombres me han dicho que era demasiado tolerante, demasiado bondadoso. Sin duda yo deseo ser bondadoso. Pero no hago amigos con facilidad; como norma no puedo hablar con desconocidos. Me cierro tanto en mí mismo que los que no me conocen me tienen por un hombre insociable y arisco.

—¿Entonces su hermano siempre se negó a ayudarle?

—No le resultaba fácil ayudarme. Entró a trabajar en una oficina de agentes de bolsa y poco a poco consiguió ahorrar algo de dinero. Luego especuló de mil y una formas. No podía darme trabajo, y si hubiera podido hacerlo nunca nos habríamos llevado bien. Le era imposible recomendarme excepto como oficinista. Tenía un don para el dinero. Le daré un ejemplo de cómo se hizo rico. A raíz de un negocio hipotecario se adueñó de una parcela en Clapham. En 1875 esta parcela le daba unos ingresos de sólo cuarenta libras. Era el único propietario y rechazó muchas ofertas de compra. Bueno, en 1885, un año antes de su muerte, las rentas generadas por la parcela, para entonces llena de casas, eran de setecientas noventa libras anuales. Así es como progresan los hombres que tienen capital y saben cómo sacarle partido. Si yo hubiera tenido ese capital no me habría dado nunca más del tres o cuatro por ciento de beneficios. Estaba condenado a trabajar para otros que se estaban haciendo ricos. Ahora ya no importa mucho, excepto por el hecho de haber perdido tantos años de mi vida.

—¿Tuvo hijos su hermano?

—No. De todas formas me quedé perplejo al oír su testamento. No esperaba nada. En un día, en una hora, pasé de la esclavitud a la libertad, de la pobreza a más allá de la comodidad. Nunca nos odiamos, no quiero que piense usted eso.

—Pero ¿no supuso para usted amigos además de comodidad?

—Oh —se rió—, no soy tan rico como para que la gente se pelee por conocerme. Sólo dispongo de unas seiscientas libras anuales.

Monica tragó aire silenciosamente y luego perdió la vista en la distancia.

—No, no he hecho nuevos amigos. Los dos o tres que de verdad me importan no gozan de una posición mejor de la que yo solía tener, y me da demasiada vergüenza invitarles a que vengan a verme. Quizá piensen que les evito a causa de su situación, y no sé cómo justificarme. Mi vida ha estado siempre plagada de preocupaciones. No puedo tomarme las cosas con la naturalidad con la que otros lo hacen.

—¿No cree usted que deberíamos volver, señor Widdowson?

—Sí, volvamos. Lamento que el tiempo pase tan rápido.

Después de unos minutos en silencio, preguntó:

—¿Tiene la sensación de que ya no soy para usted un desconocido, señorita Madden?

—Sí, me ha contado usted muchas cosas.

—Es muy amable al escucharme tan pacientemente. Ojalá tuviera cosas más interesantes que contar, pero ya ve lo anodina que ha sido mi vida —hizo una pausa y dejó que el bote se meciera en la corriente durante unos instantes—. Cuando me atreví a hablar con usted el pasado domingo apenas tenía la más mínima esperanza de que me honrara con su amistad. Espero que no se haya arrepentido de tal gentileza.

—Una nunca sabe. Dudaba de si debía hablar con un desconocido.

—Tiene razón. Fue mi perseverancia. Espero que se diera cuenta de que jamás sería capaz de ofenderla. La norma es necesaria, pero como ve puede haber excepciones —remaba perezosamente de vez en cuando, haciendo avanzar el bote por las aguas tranquilas—. Vi algo en su rostro que me impulsó a hablarle. Y ahora espero que seamos amigos.

—Sí, creo que puedo tenerle por amigo, señor Widdowson.

Una gran embarcación pasaba en ese momento junto a ellos, ocupada por cuatro o cinco chicos y chicas que cantaban armoniosamente. No era más que una canción de music-hall o de cantantes negros, pero sonaba bien al ritmo de los remos. Una hermosa puesta de sol había empezado a dibujarse sobre el río. Su calidez tonificó levemente las delicadas mejillas de Monica.

—¿Me permitirá volver a verla pronto? Deje que la lleve a Hampton Court el domingo que viene, o a cualquier otra parte que usted elija.

—Probablemente el domingo que viene vaya a casa de mi amiga en Chelsea.

—¿De verdad está pensando seriamente en dejar la tienda?

—No lo sé. Necesito tiempo para pensarlo.

—Sí, claro. Pero si le envío una nota, digamos el viernes, ¿me hará saber si puede venir?

—Permítame que rechace su oferta para el próximo domingo. El siguiente quizá.

Él agachó la cabeza, adoptó una expresión desesperadamente seria y siguió remando. Monica se sintió incómoda pero se mantuvo firme en su decisión, que Widdowson acató en silencio. Durante el resto del trayecto sólo intercambiaron algunas frases breves sobre la hermosura del cielo, los paisajes de la orilla del río y otros asuntos totalmente impersonales. Una vez en tierra, caminaron en silencio hacia Chelsea Bridge.

Ahora debo darme prisa y volver a casa —dijo Monica.

—Pero ¿cómo?

—En tren. Desde York Road hasta Walworth Road.

Widdowson le dirigió una curiosa mirada. Podría haberse leído en ella una especie de censura por ese perfecto conocimiento del tránsito londinense.

—Entonces la acompaño a la estación.

Sin cruzar una palabra recorrieron la breve distancia hasta York Road. Monica compró su billete y le tendió la mano para despedirse.

—¿Puedo escribirle —empezó Widdowson con una expresión de profunda ansiedad en el rostro— y concertar una cita, si fuera posible, para dentro de dos domingos?

—Será un placer para mí, si puedo.

—Para mí será una larga espera.

Con una leve sonrisa en los labios Monica se apresuró hacia el andén. En el tren su aspecto era el de alguien asediado por una grave preocupación. De repente se sintió agotada; apoyó la espalda en el respaldo de su asiento y cerró los ojos.

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