Read Mujeres sin pareja Online

Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (9 page)

En una esquina cercana a Scotcher's se cruzó con una joven alta de rasgos ordinarios que vestía de forma llamativa y que parecía haber estado callejeando. Se trataba de la señorita Eade.

—Quiero hablar con usted, señorita Madden. ¿Adónde ha ido esta mañana con el señor Bullivant?

Su voz no podía ser más característica de una dependienta de Londres. Por su tono se adivinaba que estaba irritada.

—¿Con el señor Bullivant? A ninguna parte.

—Pero si les he visto coger juntos el ómnibus en Kennington Park Road.

—¿Ah sí? —respondió Monica con frialdad—. No es culpa mía que el señor Bullivant fuera en mi misma dirección.

—¡Ah, muy bien! Creía que se podía confiar en usted. Pero no crea que me importa…

—Se está usted poniendo en ridículo, señorita Eade —exclamó Monica, cuyos nervios en ese momento no le permitían utilizar su paciencia con aquella chiquilla celosa—. Sólo puedo decirle que no he vuelto a acordarme del señor Bullivant desde que se bajó del ómnibus en Clapham Road. Estoy harta de hablar de eso.

—Bueno, ande, no se enfade. Acompáñeme a dar un paseo mientras me cuenta…

—Estoy demasiado cansada. Y no tengo nada que contarle.

—Oh, muy bien, si va a ponerse desagradable…

Monica siguió caminando, pero la joven pronto la alcanzó.

—No sea mala conmigo, señorita Madden. No digo que usted quisiera que él fuera en el ómnibus con usted. Pero podría contarme lo que le ha dicho.

—Nada de nada, excepto que quería saber adónde me dirigía, que por otra parte no era asunto suyo. Hice lo que pude por usted. Le dije que si le pedía que fuera con él río arriba usted no le rechazaría.

—¡Eso le dijo! —la señorita Eade echó hacia atrás la cabeza—. No creo que fuera un comentario muy delicado.

—Parece mentira que sea usted tan poco razonable. Yo tampoco creo que fuera un comentario delicado, pero ¿no me ha provocado usted para que dijera algo así?

—¡No, claro que no! ¡Provocarla yo!

—Entonces le ruego que no vuelva a hablarme de ese tema. Estoy harta.

—¿Y cuál fue su respuesta cuando usted le dijo eso?

—No me acuerdo.

—¡Oh, hoy está usted muy desagradable! ¡Muy desagradable! Si hubiera sido a la inversa, yo nunca la habría tratado así, por supuesto que no.

—¡Buenas noches!

Estaban junto a la puerta por la que entraban de noche las empleadas residentes de Scotcher's. Monica ya tenía su llave en la mano, pero la señorita Eade no podía soportar la idea de quedarse así, torturada por la ignorancia.

—¡Dígamelo! —susurró—. Haré por usted lo que me pida. ¡No sea mala, señorita Madden!

De nuevo Monica se dio la vuelta.

—Yo en su lugar no sería tan tonta. Sólo puedo asegurarle y prometerle que nunca prestaré atención al señor Bullivant.

—Pero ¿qué le dijo de mí, querida?

—Nada.

La señorita Eade guardó un torturado silencio.

—Mejor que deje de pensar en él. Muéstrese usted más orgullosa. Ojalá pudiera yo conseguir que usted le viera como le veo yo.

—¿De verdad que no hablaron de mí? Oh, cómo me gustaría que encontrara usted a alguien con quien salir. Quizá entonces…

Monica se detuvo, pareció pensarlo dos veces, y por fin dijo:

—Bueno, pues he encontrado a alguien.

—¿De verdad? —la joven bailaba de alegría—. ¿Lo dice en serio?

—Sí, así que deje de preocuparse por mí.

Esta vez pudo por fin darse la vuelta y entrar en la casa.

Todavía no había llegado nadie. Monica comió un poco de pan con queso, que estaba dispuesto en la larga mesa de la planta baja, y se fue directa a la cama, pero no logró conciliar el sueño. A las once y media, cuando dos de las chicas que dormían en su misma habitación aparecieron, todavía daba vueltas en la cama, intentando dormirse.

Las chicas encendieron la luz (nunca se cortaba el gas hasta la medianoche: las que llegaban después de esa hora tenían que usar velas que cada una debía procurarse) y empezaron a contarse animadamente los acontecimientos del día. Temiendo que la obligaran a hablar, Monica se hizo la dormida.

A medianoche, justo cuando se apagaron las luces, llegó otro par de chicas. Habían estado discutiendo y parecían muy enfadadas. Después de una larga y mordaz trifulca en la oscuridad sobre cuál de las dos debía conseguir una vela (y que terminó cuando una de las chicas que ya estaban acostadas perdió la paciencia y les ofreció una) empezaron a desvestirse enfurruñadas.

—¿Está despierta la señorita Madden? —dijo una de ellas, mirando en dirección a Monica.

No hubo respuesta.

—Hoy ha salido con un hombre —continuó la joven, bajando la voz y mirando a sus compañeras con una sonrisa—. O quizá haga tiempo que sale con él. No me extrañaría nada.

Rápidamente se alzaron cabezas y se murmuraron preguntas.

—Diría que es un hombre mayor. Les vi justo cuando se alejaban de Battersea Park en bote, pero no llegué a verle bien la cara. Se parecía bastante al señor Thomas.

El señor Thomas era uno de los socios de la tapicería, un hombre de unos cincuenta años, feo y austero. Al oír su descripción las chicas empezaron a reír y a soltar todo tipo de exclamaciones.

—¿Era un hombre rico? —preguntó una.

—No me extrañaría, sobre todo viniendo de la señorita Madden. Es una mosquita muerta.

—¿Ah sí? —preguntó otra con envidia—. Es una de esas que las mata callando. Bueno, ésa es mi opinión.

Discutieron el tema durante algunos minutos. Eso las llevó a hablar de la señorita Eade, a la que trataron con sincero desprecio por su mal disimulado acoso a un simple dependiente. Estas otras damiselas tenían, al parecer, perspectivas más elevadas, puesto que todas eran más jóvenes que la señorita Eade.

Justo antes de la una, cuando hacía ya un cuarto de hora que reinaba el silencio, entró con gran estruendo la última ocupante del cuarto. Era una joven con una reputación moral nada envidiable, aunque algunas de sus colegas no podían evitar envidiarla. Conseguía dinero con gran facilidad siempre que lo necesitaba. Como de costumbre, empezó hablando en voz muy baja, al principio con inocente vulgaridad. Tras desatar en su público algunas risillas su discurso pasó a ser anecdótico y muy escandaloso. Tardó mucho tiempo en desvestirse y cuando por fin apagó la vela todavía tenía que contar la mejor de sus historias, de argumento tan rabelaisiano que se oyeron firmes protestas de una o dos voces del dormitorio. La dotada anecdotista replicó con una larga risotada y luego gritó: «Buenas noches chicas», y cayó en un sueño pacífico.

En cuanto a Monica, pudo ver la blancura del alba asomando por la ventana y sólo cerró los ojos, enrojecidos por las lágrimas, cuando la vida de una nueva semana había ya despertado ruidosamente en Walworth Road.

CAPÍTULO VI
UN CAMPAMENTO DE LA RESERVA

Como fruto de las cartas intercambiadas durante la semana, el domingo siguiente las tres señoritas Madden fueron a Queen's Road a almorzar con la señorita Barfoot. Alice ya se había recuperado de su resfriado aunque todavía estaba convaleciente y miraba ahora con pesadumbre la situación que últimamente había encarado con tanto valor. Virginia conservaba su entusiástica fe en la señorita Nunn y estaba dispuesta a reverenciar a la señorita Barfoot con idéntico fervor. A ambas les resultaba difícil entender a su hermana pequeña, quien, en sus cartas, había mostrado cierto desagrado por el cambio de carrera que se le había propuesto. Fueron recibidas con la mayor amabilidad y todas disfrutaron inmensamente de la tarde, porque ni siquiera la animadversión de Monica a una casa a la que interiormente había estigmatizado como «factoría de viejas solteronas» pudo resistirse al encanto de las anfitrionas.

A pesar de que la señorita Barfoot era una mujer de baja estatura, la nota predominante de su físico era su dignidad personal. Era hermosa y su porte revelaba ocasionalmente que era consciente de ello. Según las circunstancias se manejaba como una gran señora de porte aristocrático, como una alegre mujer de mundo o como una ferviente profetisa de la liberación femenina, y representaba cada uno de esos personajes con una espontaneidad y una bienintencionada confianza que inspiraban respeto y admiración. El cutis resplandeciente y unos ojos que brillaban con habitual alegría le otorgaban el beneficio de la duda cuando se ponía en entredicho su edad. El gracioso ornamento de sus vestidos habría llevado a un desconocido a tomarla por una señora casada de gran distinción. Sin embargo Mary Barfoot había pasado muchas dificultades, entre ellas la pobreza. Sus experiencias y conflictos guardaban un gran parecido con los que había sufrido Rhoda Nunn, aunque la primera los había sufrido durante más tiempo. Su fuerza mental y moral a buen seguro la habrían librado de los males propios del celibato de los que eran clara muestra las dos Madden mayores, pero gracias a un golpe de fortuna había vivido un renacimiento de su espíritu y energía juveniles siendo ya una mujer de mediana edad.

—Usted y yo tenemos que ser amigas —le dijo a Monica, sosteniendo entre las suyas su mano suave y diminuta—. Las dos somos oscuras pero atractivas.

Piropearse parecía la cosa más natural del mundo. Monica enrojeció de placer y no pudo evitar reírse.

Quedó decidido que Monica se convertiría en alumna de la escuela de Great Portland Street. En el transcurso de una breve conversación la señorita Barfoot se ofreció a prestarle el dinero que pudiera necesitar.

—No es más que una transacción comercial, señorita Madden. Confíe en mí; me lo devolverá como más le convenga. Si luego resulta que este trabajo no le gusta por lo menos habrá recobrado la salud. Está claro que no debe usted seguir en ese horrible lugar que le describió a la señorita Nunn.

Las visitas se despidieron hacia las cinco.

—¡Pobres! ¡Pobres mujeres! —suspiró da señorita Barfoot cuando se quedó a solas con su amiga—. ¿Qué podríamos hacer por las dos mayores?

—Son unas criaturas excelentes —dijo Rhoda—, mujeres buenas e inocentes, pero aptas para muy poco excepto para lo que han hecho ya con sus vidas. La mayor no puede dedicarse en serio a la enseñanza pero sí puede cuidar a niños pequeños y enseñarles a hablar con corrección. Ya ves que no está bien de salud.

—¡Pobre mujer! Las mujeres de esa clase son las que me ponen más triste.

—Sin duda. Virginia no resulta tan deprimente… pero qué infantil.

—Las tres me parecen bastante infantiles. Monica es un encanto; me ha parecido absurdo hablar con ella de trabajo. Indudablemente tiene que encontrar marido.

—Supongo que sí.

El tono de concesión despectiva en boca de Rhoda pareció divertir a su compañera.

—Querida, después de todo no es nuestro deseo terminar con la raza.

—No, supongo que no —admitió Rhoda con una carcajada. —Permíteme un consejo: no te dejes llevar por tu exceso de celo. A este paso no harás sino minar nuestro propósito. No estamos tratando de impedir que las jóvenes se casen bien, sólo intentamos que aquellas que no lo consigan tengan un medio satisfactorio de ganarse la vida.

—Pero ¿qué posibilidad tiene esta chica de encontrar un buen marido?

—¿Quién sabe? De todos modos tendrá más probabilidades de encontrarlo si se acerca a nuestro entorno.

—¿Ah sí? ¿Conoces tú algún hombre que pudiera llegar a soñar con casarse con ella?

—Quizá no ahora.

Estaba claro que la señorita Barfoot corría el peligro de quedar subordinada a la mayor vehemencia de su amiga. Su cuerpo pequeño, con toda su dignidad natural, la ponía en una situación de desventaja en presencia de Rhoda, que se elevaba por encima de ella con imperiosa majestad. Su suavidad contrastaba con la vigorosa brusquedad de la señorita Nunn. Pero ambas se querían mucho y para entonces se sentían totalmente capacitadas para prescindir de las formas impuestas en un principio por su relación.

—Si llega a casarse —declaró la señorita Nunn— no hará un buen matrimonio. La familia está marcada. Pertenecen a esa clase que tan bien conocemos, gente sin posición social e incapaces de crearla por sí mismos. Tengo que encontrar un nombre para ese regimiento de andrajosos.

La señorita Barfoot miraba, pensativa, a su amiga.

—Rhoda, ¿qué consuelo encuentras tú para los pobres de espíritu?

—Me temo que ninguno. Mi misión no tiene nada que ver con ellos —y después de una pausa añadió—: Supongo que tienen su fe religiosa; y eso les da respuesta para casi todo.

—Sería una terrible responsabilidad dejarles sin ella —observó la mayor de las dos mujeres con seriedad.

Rhoda hizo un gesto de impaciencia.

—Es una terrible responsabilidad hacer cualquier cosa. Pero me alegra —se rió, burlona— que no sea mi deber dejarles sin ella.

Mary Barfoot pareció cavilar, mientras una sombra de compasión cubría su hermoso rostro.

—No creo que podamos olvidarnos del espíritu de esa religión —dijo por fin—: el espíritu humano esencial. Estas pobres mujeres… tenemos que ser muy tiernas con ellas. No me ha gustado tu expresión «regimiento de andrajosos». Cuando sea vieja y me vuelva melancólica creo que voy a dedicarme a esas pobres mujeres cuyas vidas carecen de propósito y de esperanza e intentaré dar un poco de calor a sus corazones antes de que pasen a mejor vida.

—¡Admirable! —murmuró Rhoda con una sonrisa—. Pero mientras tanto no son más que un estorbo. Tenemos que luchar.

Estiró los brazos hacia delante, como si llevara lanza y escudo. La señorita Barfoot sonreía ante esa actitud de paladín cuando una criada anunció la llegada de dos damas, la señora Smallbrook y la señorita Haven. Eran tía y sobrina; la primera era una viuda alta, desgarbada y de rostro afilado; la segunda era una joven agradable de dulce rostro y aspecto sensato, de veinticinco años.

—Me alegra tanto que haya vuelto usted —exclamó la viuda mientras le daba la mano a la señorita Barfoot, con un tono de voz seco y antipático—. Estoy impaciente por pedirle consejo sobre una interesante joven que ha acudido a mí. Me temo que es mejor no hurgar en su pasado, aunque sin duda la chica se ha reformado. Le ha causado a Winifred una impresión profundamente favorable.

La señorita Haven, la tal Winifred, empezó a hablar aparte con Rhoda Nunn.

—Ojalá mi tía no exagerara tanto —dijo en voz baja, mientras la señora Smallbrook continuaba hablando sin bajar el tono y con el mismo énfasis—. Nunca dije que me hubiera causado una buena impresión. La chica se queja demasiado. Me temo que ha descubierto los puntos débiles de mi tía y que se aprovecha de ello.

Other books

Ashes and Memories by Deborah Cox
The Three Edwards by Thomas B. Costain
The Mugger by Ed McBain
Solomon's Porch by Wid Bastian
No, Not that Jane Austen by Marilyn Grey
Cats in May by Doreen Tovey
All Good Things Exposed by Alannah Carbonneau
Red Angel by C. R. Daems