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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (4 page)

Era una mañana de dudosa bonanza. La noche anterior, antes de acostarse, habían decidido salir juntas por la mañana a comprar el regalo de cumpleaños de Monica, que era el domingo siguiente. Pero Alice se sentía demasiado indispuesta para salir de la casa. Virginia escribiría una nota de respuesta a la carta de la señorita Nunn e iría después sola a la librería.

Salió a las nueve y media. Con sumo cuidado había conservado por tercer verano consecutivo un vestido de calle. No parecía tan viejo. En cuanto a la capa, hacía sólo dos años que la tenía; el color gamuza original era ahora un gris indefinido. El sombrero de paja marrón había sido suyo desde siempre; había sufrido un nuevo arreglo, por unos pocos peniques, cuando ya no hubo otro remedio. A pesar de todo, Virginia era toda una señora. Vestía como sólo una señora sabe hacerlo (la postura y el movimiento de los brazos tiene mucho que ver con ello), y caminaba a un paso que jamás podría aprender alguien de vulgar instinto.

Tenía un largo paseo por delante. Quería llegar hasta las librerías del Strand, no sólo por la gran variedad de su oferta, sino porque le encantaba la zona y le daba la sensación de estar disfrutando de un día de fiesta. Había que dejar atrás Battersea Park, cruzar el puente de Chelsea, caminar el largo trecho hasta la estación Victoria y por último subir hasta Charing Cross. Al menos cinco millas de asfalto. Pero Virginia andaba a paso rápido. A las siete y media ya alcanzaba a ver su destino.

Un ejemplar presentable de la obra de Keble costaba menos de lo que había supuesto. Eso la alegró. Pero antes de salir de la tienda su rostro reflejaba una singular expresión, algo que iba más allá del agotamiento, que no alcanzaba a ser ansiedad, y que era diferente del cálculo. Se detuvo frente a la estación de Charing Cross y se quedó mirando vagamente a su alrededor. Quizá pensaba regresar a casa en ómnibus y le aterraba el gasto que eso suponía. Pero de pronto se volvió y subió por el acceso que llevaba a la estación.

De nuevo volvió a detenerse en la entrada. Ahora sus rasgos parecían desdibujarse de manera sumamente extraña, como si de repente fuera víctima de terribles dificultades respiratorias. Sus ojos mostraban una mirada inquieta y asustada y tenía los labios entreabiertos.

Entró en la estación con un rápido movimiento. Fue directa a la puerta de la cafetería y miró a través del cristal. Dentro vio a dos o tres personas de pie. Se retiró de la puerta mientras la recorría un escalofrío.

Salió una señora. De nuevo Virginia se acercó a la puerta. En el bar quedaban sólo dos hombres hablando. Con un movimiento brusco y nervioso empujó la puerta y se dirigió al extremo del mostrador que se encontraba más alejado de los dos clientes. Inclinándose hacia delante le dijo a la camarera en un apenas audible susurro:

—¿Sería usted tan amable de servirme una copita de brandy? Tenía el rostro bañado en gotitas de sudor y de una palidez cetrina. La camarera, convencida de que estaba enferma, le sirvió con prontitud y con una expresión de lástima en los ojos. Dando la espalda al mostrador, añadió al brandy el doble de su cantidad en agua y a continuación dio dos o tres rápidos sorbitos. Por último se bebió un gran trago. Le volvió el color a las mejillas y la mirada de espanto desapareció de sus ojos. De un nuevo trago se terminó el brandy. Se secó los labios con rapidez y salió de la cafetería con paso firme.

Mientras tanto una nube amenazadora había dejado el sol al descubierto. Los cálidos rayos caían sobre la calle y sobre el clamor del ajetreo urbano. Virginia se sentía físicamente cansada, pero una deliciosa animación, una extrañísima bendición, le daba nuevas fuerzas. Anduvo hasta Trafalgar Square y contempló la plaza como si estuviera allí por primera vez, sonriente y embelesada. Pasó un cuarto de hora dedicada simplemente a disfrutar del aire, de la luz del sol y del escenario que la rodeaba. Un cuarto de hora —tan tranquilo, alegre e inconscientemente esperanzado— como no había vuelto a tener desde la llegada de Alice a Londres.

Llegó a casa a eso de la una y media. Llevaba el almuerzo en una bolsa de papel. Alice tenía un aspecto lamentable; le dolía la cabeza como nunca.

—Virgie —se lamentó—, nunca tuvimos en cuenta las enfermedades.

—Tenemos que alejarlas de nosotras —replicó la otra, sentándose con expresión de agotamiento. Sonreía, pero no como lo había hecho a la luz del sol en Trafalgar Square.

—Sí, tengo que luchar para acabar con ella. Almorzaremos lo antes posible. Me encuentro muy débil.

Si las dos hubieran manifestado su debilidad siempre que de verdad la sentían, las quejas habrían sido perpetuas. Pero en general cada una se esforzaba por engañar a la otra, intentando así engañarse a sí misma, y asegurando que no había dieta mejor para sus necesidades que la que imponía su pobreza.

—¡Ah, tener hambre es buena señal! —exclamó Virginia—. Esta tarde estarás mejor, querida.

Alice abrió
The Christian Year
y se dispuso a encontrar consuelo en él mientras su hermana preparaba la comida.

CAPÍTULO III
UNA MUJER INDEPENDIENTE

La respuesta de Virginia a la carta de la señorita Nunn tuvo como efecto una nueva nota a la mañana siguiente, la mañana del sábado. En ella la señorita Nunn invitaba a las hermanas a visitarla esa misma tarde.

Desgraciadamente Alice no iba a poder salir de casa. Su indisposición había degenerado en un resfriado febril, que sin duda había cogido por haberse puesto en mitad de la corriente cuando la habitación se aireaba para el desayuno. Estaba en cama y su hermana le administraba las medicinas que el farmacéutico le había recetado.

Pero insistió en que Virginia la dejara sola por la tarde. La señorita Nunn podía tener algo importante que decir o sugerir. La señora Conisbee, amable en su aridez, se ocuparía de velar por el estado de la enferma.

Así pues, después de un almuerzo a base de puré de patatas y leche («los campesinos irlandeses se alimentan casi exclusivamente de eso —refunfuñaba Alice—, y físicamente son una buena raza»), la menor de las hermanas salió camino de Chelsea. Su destino era una casa sencilla, vieja y amplia en Queen's Road, justo frente a los jardines del hospital. Al preguntar por la señorita Nunn fue conducida a una habitación situada en la parte de atrás de la planta baja, y allí tuvo que esperar unos instantes. Varias estanterías de gran tamaño, un escritorio bien equipado y objetos similares indicaban que el dueño de la casa se dedicaba al estudio. La enorme cantidad de ramos de flores, que poblaban el ambiente de agradables fragancias, parecían probar que el estudioso era una mujer.

Hizo su entrada la señorita Nunn. Apenas uno o dos años más joven que Virginia, nada tenía que ver con la penosa imagen de una persona que se encuentra ya camino de la madurez. Su tez era clara aunque pálida, el cuerpo vigoroso y bruscos sus movimientos: todo ello signo inequívoco de buena salud. En cuanto a si era una mujer atractiva ése era un tema que había que dejar en manos de los hombres; la voz prevaleciente de los miembros de su sexo le habría negado cualquier atractivo físico. A primera vista su rostro parecía masculino y su expresión agresiva: ojos penetrantes y observadores y labios conscientemente inquebrantables. Era un rostro que invitaba, que obligaba a su estudio. Seguridad en sí misma, gran capacidad intelectual, brillante sentido del humor y auténtico valor eran en él rasgos fácilmente identificables. Y, cuando los labios se separaban y mostraban su calidez, su carnosidad, y las cejas se arqueaban levemente al meditar, uno recibía una insinuación que se dirigía no sólo al intelecto, y que sugería un tipo sexual poco común, sin duda diametralmente opuesto a cualquier signo de voluptuosidad, y que además apuntaba hacia sutiles fuerzas femeninas que las circunstancias podían desatar. Llevaba un traje de sarga oscuro con cuello y puños blancos y el abundante cabello recogido en holgados tirabuzones. En la penumbra el traje parecía negro, pero a plena luz podía apreciarse que era de un marrón oscuro y cálido.

A la vez que le ofrecía una mano fuerte y bonita, miró a su visita con una sonrisa que mezclaba el dolor en su calurosa bienvenida.

—¿Cuánto tiempo lleva usted en Londres?

Era el tono de una persona práctica y ocupada. El timbre de su voz no era demasiado suave y quizá por ello la controlaba cuidadosamente.

—¿Tanto? ¡Ojalá hubiera sabido que estaba usted tan cerca! Yo llevo en Londres casi dos años. ¿Y sus hermanas?

Virginia explicó la ausencia de Alice, y añadió:

—En cuanto a la pobre Monica, sólo tiene libres los domingos, además de una noche al mes. Trabaja hasta las nueve y media y los sábados hasta las once y media o las doce.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó al instante la otra, con un gesto con el que parecía querer deshacerse de algo desagradable—. Eso no puede ser. ¡Deben ustedes poner fin a eso!

—Desde luego.

La frágil y tímida voz de Virginia y sus débiles modales formaban un doloroso contraste con la personalidad de la señorita Nunn.

—Sí, sí, hablaremos de ello en su momento. ¡Pobre Monica! Pero cuénteme de usted y de la señorita Madden. Hace tanto que no sé de ustedes.

—Ya sé que debería haber escrito. Recuerdo que cuando terminó nuestra correspondencia quedé en deuda con usted. Pero estaba pasando un momento muy complicado y deprimente. No podía escribir más que quejas y lamentos.

—Supongo que no estuvo usted mucho tiempo con aquella irritante señora Carr.

—¡Tres años! —suspiró Virginia.

—¡Oh, Dios! ¡Qué paciencia la suya!

—Deseaba constantemente irme de allí. Pero al final siempre me suplicaba que no la dejara. Así lo decía ella. Y, en fin, nunca tuve el valor de hacerlo.

—Qué bondadoso de su parte, aunque… en fin, cuesta tomar ese tipo de decisiones. Me temo que sacrificarse puede llegar a ser un gran error.

—¿De verdad lo cree? —preguntó Virginia ansiosa.

—Sí, estoy convencida de que a menudo es una equivocación, sobre todo porque la gente lo considera una virtud sin tener en cuenta las circunstancias. Bueno, ¿y cómo consiguió irse?

—La pobre señora murió. Luego encontré un puesto casi igual de desagradable. Ahora no tengo trabajo, pero necesito encontrar uno lo antes posible.

Se rió de esta alusión a su propia pobreza e hizo algunos gestos nerviosos.

—Deje que le diga cómo ha sido mi trayectoria —dijo la señorita Nunn después de reflexionar unos instantes—. Tras la muerte de mi madre di por terminada mi relación con la enseñanza. Ya sabe usted que me disgustaba mucho, en parte, naturalmente, porque no estaba capacitada para ello. La mitad de mi labor no era más que una farsa, una mera pretensión de saber lo que ni sabía ni tenía el menor interés en saber. Había llegado a maestra como muchas jóvenes, lo cual me parece espantoso.

—Como la pobre Alice, desgraciadamente.

—Oh, es algo terrible. Cuando mi madre me dejó ese pequeño capital decidí arriesgarme. Me fui a Bristol con el fin de aprender todo lo que pudiera librarme de mi vida de maestra. Taquigrafía, contabilidad, correspondencia comercial… tomé clases de todo eso y durante un año trabajé desesperadamente. Me fue útil. Al final de aquel año mi salud había mejorado ostensiblemente y anímicamente me sentía como nunca. Conseguí un puesto de cajera en unos grandes almacenes. Pronto me harté de aquello y a fuerza de poner anuncios encontré un puesto en una oficina de Bath. Era un paso hacia Londres y no me podía permitir desfallecer hasta haber recorrido el camino completo. Mi primer empleo aquí fue de taquígrafa del secretario de una empresa. Pero pronto necesitó a alguien que supiera escribir a máquina. Fue una sugerencia. Me puse a estudiar mecanografía y la señora que me enseñaba me pidió al terminar el curso que me quedara a trabajar con ella como ayudante. Ésta es su casa y aquí vivo con ella.

—¡Qué activa ha sido usted!

—Qué afortunada, diría yo. Deje que le hable de ella, la señorita Barfoot. Cuenta con capital propio, no demasiado, pero sí suficiente para permitirse combinar benevolencia y negocios. Se ha propuesto enseñar a jovencitas para que trabajen en oficinas, enseñándoles las cosas que yo aprendí en Bristol, además de mecanografía. Algunas pagan sus clases y otras no. Nuestras aulas están en Great Portland Street, encima de un restaurador de cuadros. Una o dos de las chicas vienen a clase por las tardes, pero la mayor parte puede venir durante el día. A la señorita Barfoot no le interesan demasiado las clases trabajadoras; desea ser de utilidad a las hijas de gente educada. Y lo es. Está haciendo una labor admirable.

—¡Oh, seguro que sí! ¡Qué mujer tan maravillosa!

—Se me ocurre que quizá podría ayudar a Monica.

—¡Oh! ¿Lo cree usted? —exclamó Virginia con atención impaciente—. ¡Cuánto se lo agradeceríamos!

—¿Dónde está trabajando Monica?

—En una tapicería de Walworth Road. Trabaja como una mula. Pobrecilla. Todas las semanas veo en ella algún cambio. Esperamos convencerla para que vuelva a la tienda de Weston, pero si lo que acaba de decirme fuera posible, ¡mucho mejor! Nunca nos hemos podido acostumbrar a verla en ese puesto. Nunca.

—No veo nada malo en ese puesto —replicó la señorita Nunn con su habitual brusquedad—, pero sí en esa infame cantidad de horas. No le irá mejor en Londres sin cualificaciones específicas, y probablemente se niegue a volver al campo.

—Sí, así es. Se niega en redondo.

—Lo entiendo —dijo la otra, asintiendo—. ¿Le dirá que venga a verme?

Entró una criada con el té. La señorita Nunn captó la expresión en los ojos de su invitada y dijo alegremente:

—Hoy no he comido y sinceramente mi cuerpo lo está notando. Por favor, Mary, lleve el té al comedor y traiga algo de carne. La señorita Barfoot —añadió, como explicación para Virginia— está fuera de la ciudad y yo soy una persona increíblemente desordenada para las comidas. ¿Tomará el té conmigo?

Virginia se deleitó con la situación. Meses comiendo y bebiendo miserablemente en su mal ventilada habitación hacían de una invitación como ésa una verdadera delicia. Una vez en el comedor rechazó primero la carne, poniendo como excusa el hecho de que era vegetariana. Pero la señorita Nunn, convencida de que la pobre mujer estaba muerta de hambre, consiguió persuadirla. Una buena loncha de carne fría tuvo el mismo efecto en Virginia que el capricho, algo más peligroso, que se había dado en la estación de Charing Cross. Se animó como por encanto.

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