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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (6 page)

Virginia explicó con lujo de detalles todo lo que había conocido de la vida de la señorita Nunn y describió asimismo su posición actual.

—Será para nosotras una amiga de peso. ¡Oh, qué fuerza, qué resolución! ¡Cómo sabe exactamente lo que se debe hacer! Tienes que ir a verla lo antes posible. Deberías ir esta misma tarde. Te librará de todos tus problemas, querida. Su amiga, la señorita Barfoot, te enseñará mecanografía y te será de gran ayuda para que puedas ganarte la vida de forma fácil y relajada. ¡Ya lo creo que lo hará!

—Pero ¿cuánto tiempo me llevará eso? —preguntó, asombrada, la joven.

—¡Oh, supongo que no demasiado! No entramos en esos detalles. Los dejamos para más adelante. Los oirás por ti misma. Y la señorita Nunn sugirió todo tipo de alternativas —siguió Virginia, presa de una espontánea exageración— para que le sacáramos mejor partido a nuestro capital. Es una mujer de recursos. ¡Una mujer absolutamente maravillosa! Tiene la fuerza y los recursos de un hombre. ¡Nunca imaginé que alguien de nuestro sexo fuera capaz de planificar, resolver y actuar así!

Monica preguntó impaciente cuáles eran los proyectos que podían incrementar su patrimonio.

—Todavía no hay nada decidido —fue la respuesta, que llegó con una sonrisa confiada—. Primero debemos ocuparnos de tu seguridad y confort. Esa es nuestra necesidad más apremiante.

Monica estaba interesada, pero no parecía inquietarle el cambio que acababan de proponerle. Permanecía pensativa junto a la ventana. Alice mostraba claros indicios de estar quedándose dormida. A pesar de los tranquilizantes había pasado la noche en vela. Aunque el sol no entraba en la habitación, hacía mucho calor y con una tercera persona el ambiente se había vuelto opresivo.

—¿No crees que deberíamos salir una media hora? —susurró Monica cuando Virginia señaló los ojos cerrados de la enferma—. Estoy segura de que no es nada saludable que estemos las tres encerradas en este espacio tan pequeño.

—No me gusta dejarla sola —respondió la otra, también en un susurro—. Pero sin duda creo que te convendría tomar un poco de aire fresco. ¿No te apetece ir a la iglesia, querida? Todavía no han dejado de tocar las campanas.

Las dos hermanas mayores no asistían a la iglesia con regularidad. Los domingos que no salían de casa debido al mal tiempo leían el servicio en voz alta. A Monica le fastidiaba bastante tener que escucharlo. En los meses en que había vivido sola en Londres no había pisado una iglesia, y eso no respondía a una emancipación consciente, sino a que sus compañeras de la tienda jamás habían soñado con entrar en una iglesia y poco a poco su ejemplo había acabado por contagiársele. Pero ahora se alegraba de poder usar la iglesia como excusa para escapar de la casa hasta la hora del almuerzo.

Siguió adelante con la intención de engañar a sus hermanas, caminar hasta Clapham Common y a la vuelta inventarse un sermón oído en alguna iglesia que las otras dos jamás visitaban. Pero antes de haber recorrido unas yardas se sintió presa de su conciencia. ¿No era eso comportarse como una chica de moral relajada? Y resultaba vergonzoso comportarse así con sus dos hermanas después del cariño que le habían demostrado. Como era habitual, llevaba en el bolsillo su libro de salmos. Se dirigió a paso rápido hacia la iglesia cercana y llegó justo cuando estaban cerrando las puertas.

De toda la congregación probablemente fue ella la que vivió el servicio de la forma más mecánica. No entendió ni una sola palabra. Sentada, de pie o de rodillas, su rostro denotaba idéntica preocupación, interrumpida de vez en cuando por una leve sonrisa o un movimiento de labios, como si estuviera recordando alguna conversación de especial interés.

El domingo anterior había tenido una aventura, el primer momento verdaderamente real que había experimentado desde su llegada a Londres. Había quedado con la señorita Eade para dar un paseo río arriba en un vapor. Debían encontrarse en la plataforma de embarque de Battersea Park a las dos y media. Pero la señorita Eade no apareció y Monica, que no deseaba perderse el paseo, embarcó sola.

Desembarcó en Richmond y anduvo por los alrededores durante una o dos horas y luego se tomó una taza de té con un bollo. Como era todavía demasiado pronto para regresar, bajó hasta la orilla del río y se sentó en uno de los bancos. Pasaban muchas barcas, la mayoría con sólo dos pasajeros: un joven que remaba y una joven que manejaba las cuerdas del timón. Monica no se fijó en muchas de esas parejas, pero de pronto pasó frente a ella un esquife del que no pudo apartar la mirada. ¡Estar así tumbada entre cojines y conversar con un compañero que no tenía nada que ver con la tienda!

No era fácil tener que estar allí sola. El pobre señor Bullivant a buen seguro la habría llevado río arriba. Pero el señor Bullivant… Pensó en sus hermanas. La soledad de sus vidas era para siempre. Ya eran viejas, y se volverían todavía más viejas, más tristes, mientras luchaban a perpetuidad por vivir con el suplemento que les ofrecía el dividendo de su precioso capital, un precioso capital que debían conservar activo a toda costa. ¡Oh!, de pronto el corazón le dio un vuelco ante la miseria de tal perspectiva. Habría sido mucho mejor que las pobres jamás hubieran nacido.

Su propio futuro era más esperanzador que el de ellas. Se sabía hermosa. Los hombres la seguían por la calle e intentaban acercarse a ella. Algunas de las chicas con las que vivía la miraban con envidia y rencor. Pero ¿tenía acaso alguna posibilidad de casarse con un hombre al que, si no a amar, pudiera llegar a respetar?

Acababa de cumplir los veintiún años. Su salud no había sido mala en Weston, pero sin duda no era de constitución fuerte y la esclavitud a la que estaba sometida en Walworth Road amenazaba con llevarla a una vejez prematura. Los consejos de sus hermanas no estaban faltos de razón. Venir a Londres había sido un error. Habría tenido mejores oportunidades en Weston, a pesar de la extrema discreción con la que se había visto obligada a comportarse.

Mientras cavilaba sobre estos asuntos y un profundo desencanto iba dibujándose en su dulce rostro, alguien se sentó a su lado, es decir en el mismo banco. Miró de soslayo y vio que se trataba de un hombre ya entrado en años, de rostro serio y patillas canosas. Monica suspiró.

¿Acaso la había oído? Él miró hacia donde ella estaba, y lo hizo con curiosidad. Avergonzada de sí misma, no le miró durante un largo rato. Luego, siguiendo el movimiento de una barca, volvió inconscientemente el rostro hacia el silencioso compañero. Éste seguía mirándola, y le habló. La gravedad de su aspecto y de sus modales y la familiaridad bienintencionada que emanó de sus labios no podían en ningún caso alarmarla. Se inició el diálogo, que duró casi media hora.

¿Qué edad podía tener? Al fin y al cabo, probablemente todavía no había cumplido los cincuenta; a buen seguro no tenía más de cuarenta. Su acento no reflejaba un refinamiento perfecto, pero sí parecía propio de un hombre educado. Y sin duda su ropa era la de un caballero. Las manos eran finas, velludas y no mostraban señal alguna de trabajo físico. Las uñas no podían estar mejor cuidadas. ¿Era una mala señal que no llevara ni guantes ni bastón?

Sus palabras no apuntaban más allá de una sobria amistad; era totalmente inofensivo y sin duda respetuoso. De vez en cuando, aunque no a menudo, fijaba en ella sus ojos durante un instante. Después de las frases de presentación mencionó que había dado un largo paseo solo; su caballo parecía deseoso de iniciar el viaje de vuelta a Londres. Solía dar esos largos paseos en verano, aunque generalmente durante la semana. Pero esa mañana no había podido resistirse a la magnífica luz del sol. Vivía en Herne Hill.

Por fin se atrevió a preguntar. Monica no dudó en responder que trabajaba en una tienda, que tenía familia en Londres y que por casualidad se había encontrado allí sola.

—Sentiría muchísimo no volver a verla.

Dijo estas palabras avergonzado, con la vista clavada en el suelo. Monica no supo qué decir. Media hora antes no habría sido capaz de imaginar que pudiera prestar la más mínima consideración a un comentario de ese hombre y sin embargo en ese momento esperaba su próxima frase sin pizca de resentimiento.

—Nos encontramos así, por mera casualidad, hablamos, y luego nos decimos adiós. ¿Por qué no decirle que siento un gran interés por usted y que me da miedo dejar en manos de la suerte volver a verla? Si fuera usted un hombre —sonrió— le daría mi tarjeta y le invitaría a casa. De todos modos le ofrezco mi tarjeta.

Mientras hablaba sacó una cajita del bolsillo y dejó una tarjeta de visita encima del banco al alcance de Monica. Murmurándole un «gracias» ella tomó el pequeño rectángulo blanco pero no lo miró.

—Está usted en mi lado del río —continuó él, todavía en un tono de escrupulosa modestia—. ¿Puedo alimentar la esperanza de volver a verla algún día, mientras da usted su paseo? Para mí todos los días son iguales, aunque según creo está usted libre sólo los domingos, ¿no es así?

—Sí, sólo los domingos.

Por fin, después de mucho rato y de no menos circunloquios, acordaron una cita. Monica volvería a ver a su recién conocido el siguiente domingo por la tarde en la orilla de Battersea Park. En caso de que lloviera lo dejarían para el domingo posterior. Se sentía confusa y avergonzada. Otras chicas solían hacer este tipo de cosas, otras chicas de su condición; pero parecía rebajarla al nivel de una sirvienta. ¿Por qué había aceptado? Aquel hombre jamás podría ser algo para ella. Era demasiado viejo, demasiado serio y sus facciones eran demasiado duras. Bueno, en ese caso no había nada malo en volver a verle. De hecho, no había tenido el valor de rechazarle. De algún modo se había sentido intimidada por él.

Y quizá ni siquiera acudiera a la cita. Nada la obligaba a ello. No le había dado su nombre, ni el de la tienda en la que trabajaba. Tenía una semana para decidirse.

«Para mí todos los días son iguales», había dicho él. Y daba paseos por el campo por puro placer. Un hombre de posibles. Su nombre, según pudo leer en la tarjeta, era Edmund Widdowson.

Caminaba erguido y era un hombre de constitución fuerte. Monica se dio cuenta de ello al observarle mientras se alejaba.

Temerosa de que se diera la vuelta, sólo le miraba fugazmente, aunque él en ningún momento volvió la cabeza.

El bullicio de la iglesia la despertó de un ensueño tan profundo que al volver en sí se dio cuenta de que no había oído ni una sola palabra del sermón. Después de todo tendría que engañar a sus hermanas e inventarse un texto, y quizá un par de comentarios al respecto.

Habían acordado con la señora Conisbee que el almuerzo se sirviera en la salita. Además se trataba de todo un banquete. Virginia había decidido celebrar el cumpleaños de Monica por todo lo alto. Había una pequeña ración de salmón, una exquisita chuleta y tarta fría de grosellas. Virginia, fiel a su dieta vegetariana, no probó ni la carne ni el pescado, que por otra parte sólo llegaban para una persona. Alice, sola en su cuarto, se conformó con un plato de gachas.

Monica tenía que estar en Queen's Road, Chelsea, a las tres. Las hermanas esperaban que volviera a Lavender Hill con alguna novedad, pero ya se había encargado Monica de que esa posibilidad quedara en el aire. Como pasatiempo, había decidido mantener su promesa al señor Edmund Widdowson. Sentía curiosidad por volver a verle y recibir así una nueva impresión de su personalidad. Si su comportamiento era tan inofensivo como lo había sido en Richmond, no había razón para que la amistad no continuara, sobre todo teniendo en cuenta la variedad que había introducido en su vida. Si algo desagradable ocurría sólo tenía que alejarse de él. Aquel leve, levísimo cosquilleo de anticipación era razonablemente apreciado por una dependienta de Scotcher's.

Al acercarse a Queen's Road, con el Keble envuelto en la mano, empezó a preguntarse si la señorita Nunn tendría en verdad alguna propuesta seria que hacerle. Sabía que el informe y las predicciones exaltadas de Virginia no eran del todo fiables; aunque se llevaban diez años, Monica veía el mundo con ojos mucho menos dispuestos a engrandecer y colorear lo ordinario de la vida.

La señorita Barfoot todavía no había llegado. Rhoda Nunn recibió a su visita en un estudio agradable y anticuado en el que no había a la vista nada caro ni lujoso, aunque a los ojos de Monica era un espacio ricamente amueblado. La sensación de extrañeza al verse en aquel ambiente tuvo más que ver con su inhabitual silencio durante los primeros minutos que con lo difícil que le resultó reconocer en la señora que tenía enfrente a la señorita Nunn que había conocido años antes.

—No la habría reconocido —dijo Rhoda, igualmente sorprendida—. Sobre todo porque parece usted una enferma que todavía se esté recuperando. Pero ¿qué se puede esperar? Su hermana me contó con detalle cuál es su situación.

—El trabajo es muy duro.

—¡Qué ridiculez! ¿Por qué sigue usted en un lugar así, Monica?

—Estoy adquiriendo experiencia.

—¿Para usarla en el otro mundo?

Se echaron a reír.

—Espero que la señorita Madden se encuentre hoy mejor.

—¿Alice? Me temo que no demasiado.

—¿Por qué no me cuenta algo más de la «experiencia» que está usted adquiriendo? Por ejemplo, ¿cuánto tiempo tiene usted para las comidas?

Rhoda Nunn no era el tipo de persona a la que le gustara extenderse en chismes innecesarios cuando había un asunto de grave interés a punto de ser discutido. Con una expresión de profunda simpatía, animó a la joven a que hablara y confiara en ella.

—Tenemos veinte minutos para cada una de las comidas —explicó Monica—, aunque para el té y la cena normalmente tenemos que volver a la tienda antes de haber terminado de comer. Si una se ausenta mucho rato se encuentra la mesa limpia.

—¡Qué detalle! Supongo que tampoco les estará permitido sentarse cuando están detrás del mostrador.

—¡Oh, desde luego que no! Y eso sí que es una verdadera tortura. Algunas de nosotras caemos enfermas. Una de las chicas acaba de estar en el hospital con varices, y otras dos o tres padecen de lo mismo, aunque todavía no tan grave. A veces, el sábado por la noche, pierdo la sensibilidad en los pies y tengo que dar patadas al suelo para asegurarme de que todavía lo tengo debajo.

—¡Ah, los sábados por la noche!

—Sí, ahora son malos, ¡pero en Navidad! Hubo una semana entera o quizá más de sábados por la noche, en que estuvimos trabajando hasta la una de la mañana. A una de las chicas que trabajaba a mi lado se la llevaron dos veces a causa de un desmayo, dos noches seguidas. Le dieron un poco de brandy y la volvieron a traer.

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