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Authors: Lauren Kate

Oscuros (27 page)

Mientras Luce y Penn se miraban los pies —evitando su mirada, tal como hacían en clase—, el padre de Luce se puso de puntillas para ver mejor algunas de las estatuas más grandes.

—¡Es una pregunta complicada! —exclamó el señor Cole, al tiempo que daba unos golpecitos a la cancela de hierro forjado—. Esta parte frontal de las puertas fue construida por el propietario original en 1831. Dicen que su mujer, Ellamena, tenía un jardín encantador y quería mantener a las gallinas alejadas de sus tomateras. —Se rió por lo bajo—. Eso fue antes de la guerra, y antes de que el terreno se hundiera. ¡Sigamos!

El señor Cole relató paso a paso la construcción del cementerio añadió datos sobre el contexto histórico y sobre el «artista» —aunque utilizaba la palabra con poco rigor— que había esculpido la estatua de la bestia alada que había sobre el monolito, en el centro del cementerio. El padre de Luce le iba haciendo preguntas aquí y allá mientras la madre pasaba la mano por algunas de las lápidas más bellas, dejando escapar un «Dios bendito» entre susurros cada vez que se detenía a leer las inscripciones. Penn arrastraba los pies tras la madre de Luce, probablemente arrepentida de no haber escogido otra familia con la que pasar el día. Luce iba la última y pensaba qué pasaría si ella les ofreciera a sus padres su visita personal del cementerio.

Aquí es donde cumplí mi primer castigo...

Y aquí es donde una estatua de mármol casi me decapita...

Y aquí es donde compartí el picnic más raro de mi vida con un chico del reformatorio que no os gustaría nada.

—Cam —llamó el señor Cole cuando el grupo llegó al monolito.

Cam se encontraba junto a un hombre alto, de cabello oscuro, vestido con un traje negro a medida. Ninguno de los dos había visto al señor Cole o al grupo que le seguía. Estaban hablando tranquilamente y hacían unos gestos enrevesados frente al roble, como los que Luce le había visto hacer a su profesora de teatro cuando los estudiantes no dejaban ver la escena de una obra.

—¿Acaso tú y tu padre os habéis apuntado a última hora a la visita guiada? —preguntó el señor Cole, subiendo esta vez un poco más la voz—. Os habéis perdido la mayor parte, pero todavía hay una o dos cuestiones que seguro que os interesan.

Cam giró la cabeza con lentitud, y luego volvió a mirar a su acompañante, que parecía divertirse. Luce pensó que aquel hombre alto, moreno, apuesto y con un enorme reloj de oro no parecía lo bastante mayor para ser el padre de Cam. Pero quizá el tiempo lo había tratado bien. Cam entrecerró los ojos al ver el cuello desnudo de Luce, y pareció un poco decepcionado. Luce se ruborizó, pues podía sentir que su madre se había dado cuenta de todo y se estaba preguntando qué pasaba.

Cam ignoró al señor Cole, se acercó a la madre de Luce y, antes de que nadie los presentara, ya se había llevado su mano a los labios.

—Tú debes de ser la hermana mayor de Luce —dijo con desenfado.

A la izquierda, Penn simuló que le entraba una arcada y le susurró a Luce, de modo que solo ella pudiese oírla:

—Por favor, dime que no soy la única que quiere vomitar.

Pero la madre de Luce parecía más bien encandilada, lo cual hizo que tanto Luce como, sin duda, su padre, se sintieran incómodos.

—No, no nos podemos quedar para la visita guiada —anunció Cam, guiñándole un ojo a Luce y retirándose justo cuando se acercaba su padre—. Pero ha sido fantástico —y los miró a los tres, ignorando a Penn— encontraros aquí. Vamos, papá.

—¿Quién era? —suspiró la madre de Luce cuando Cam y su padre, o quienquiera que fuese, desaparecieron hacia el otro lado del cementerio.

—Ah, uno de los admiradores de Luce —dijo Penn, que en su intento por quitarle hierro al asunto obtuvo justo el efecto contrario.

—¿Uno... ? —inquirió el padre de Luce bajando la vista para mirarla.

A la luz de la última hora de la tarde, Luce vio por primera vez algunas canas en la barba de su padre. No quería pasar los últimos momentos del día convenciendo a su padre de que no había por qué preocuparse de los chicos del reformatorio.

—No es nada, papá. Penn solo está bromeando.

—Queremos que tengas cuidado, Lucinda —dijo.

Luce pensó en lo que Daniel había sugerido —con cierta insistencia— El otro día, aquello de que quizá ella no debía estar en Espada & Cruz. Y, de repente, tuvo unas ganas terribles de contárselo a sus padres, de rogarles y suplicarles que se la llevaran lejos de allí.

Pero fue ese mismo recuerdo de Daniel lo que le impidió abrir la boca: el roce chispeante de su piel cuando le empujó en el lago, la forma en que a veces sus ojos eran lo más triste que había visto nunca. El hecho de que valiera la pena quedarse en aquel infierno de Espada & Cruz solo por estar un poco más con Daniel, a Luce le parecía algo totalmente cierto y totalmente loco a la vez. Aunque solo fuera para ver cómo acababa todo.

—Odio las despedidas —suspiró la madre de Luce, interrumpiendo sus pensamientos para darle un abrazo rápido.

Luce miró la hora y se le desencajó la cara. No se había dado cuenta de cuánto tiempo había pasado ya, de cómo podía haber llegado la hora de que se marcharan.

—¿Nos llamarás el miércoles? —le preguntó su padre mientras le daba un beso en cada mejilla, tal y como hacían todos en la parte francesa de su familia.

Mientras caminaban de vuelta hacia el aparcamiento, los padres de Luce le cogieron las manos, y cada uno le dio otra serie de besos y un fuerte abrazo. Cuando le dieron la mano a Penn y le desearon lo mejor, Luce vio una cámara colgada del poste de cemento que tenía una cabina rota.

Debía de tener un detector de movimientos incorporado en las rojas, porque la cámara se movía siguiendo sus pasos. Esa no se la había enseñado Arriane en la visita, y sin duda no era una roja muerta. Los padres de Luce no se dieron cuenta de nada, y quizá fuera mejor así.

Mientras se alejaban, se volvieron dos veces para despedirse de las chicas, que estaban en la entrada del vestíbulo principal. El padre de Luce arrancó su viejo Chrysler New Yorker negro y bajó la ventanilla.

—¡Te queremos! —gritó tan fuerte que si no hubiera sido tan triste verlos partir, Luce se habría sentido un poco avergonzada.

Luce le devolvió el saludo con la mano.

—Gracias —susurró.

Por los pralinés y la ocra. Por pasar todo el día aquí. Por aceptar a Penn sin preguntar nada. Por seguir queriéndome a pesar de que os doy miedo.

Cuando tomaron la curva y las luces traseras desaparecieron, Penn palmeó la espalda de Luce.

—Estaba pensando que podría ir a ver a mi padre. —Dio un golpe en el suelo con la punta del pie y miró tímidamente a Luce—. ¿Te apetecería venir? Si no quieres, lo entenderé, puesto que hay que volver de nuevo al... —Y con el pulgar hacia atrás señaló hacia el fondo del cementerio.

—Claro que te acompaño —respondió Luce.

Caminaron por el perímetro del cementerio, bordeándolo por la parte alta hasta que llegaron a la zona que estaba más al este, donde Penn se detuvo frente a una tumba.

Era modesta, blanca, y se hallaba cubierta de una capa parda de agujas de pino. Penn se puso de rodillas y empezó a limpiarla.

«STANFORD LOCKWOOD —decía la humilde lápida—, EL MEJOR PADRE DEL MUNDO.»

Luce pudo oír el texto de la inscripción con la voz conmovedora de Penn, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. No quería que Penn la viera; después de todo, Luce todavía tenía a sus padres.

Si alguien tenía que llorar en ese momento, debía ser... Penn estaba llorando. Intentaba ocultarlo sorbiéndose la nariz con disimulo y secándose las lágrimas con el dobladillo deshilachado del jersey. Luce también se puso de rodillas, y la ayudó a retirar las agujas de pino. La rodeó con los brazos y la abrazó con tanta fuerza como pudo.

Cuando Penn se apartó y le dio las gracias a Luce, sacó de su bolsillo una carta.

—Normalmente le escribo algo —le explicó.

Luce pensó que lo mejor era dejar a Penn a solas, así que se levantó, retrocedió unos pasos y empezó a bajar la pendiente hacia el centro del cementerio. Aún tenía los ojos un poco vidriosos, pero le pareció ver a alguien sentado encima del monolito. Sí. Un chico que se abrazaba las rodillas. No lograba imaginarse cómo había podido subir hasta allí, pero la cuestión es que estaba en lo alto. Parecía taciturno y solitario, como si hubiera pasado allí todo el día. No había visto ni a Luce ni a Penn; de hecho, no parecía ver nada, y Luce no necesitaba estar muy cerca para saber de quién eral aquellos ojos violeta grisáceos.

Todo ese tiempo Luce se había estado preguntando por qué la ficha de Daniel era tan escueta, qué secretos guardaba el libro perdido de la biblioteca de uno de sus antepasados y adónde había viajado su mente cuando le preguntó por su familia aquella vez. Por qué con ella se había comportado de forma tan imprevisible, dándole una de cal y otra de arena... siempre.

Después de un día tan emotivo con sus padres, aquellos pensamientos hicieron que Luce casi se cayera de bruces al suelo. Daniel estaba solo en el mundo.

14

Manos ociosas

E
l martes llovió durante todo el día. Unos nubarrones negros llegaron del oeste y tronaron sobre el reformatorio, lo que no ayudó lo más mínimo a que Luce aclarara su mente. El chaparrón descargó de forma irregular —lloviznó, luego llovió a cántaros y al final granizó—, antes de que amainara para empezar todo de nuevo. A los alumnos no se les había permitido salir fuera durante los descansos, y hacia el final de la clase de Cálculo, Luce ya se estaba subiendo por las paredes.

Fue consciente de ello cuando sus anotaciones empezaron a apartarse del teorema del valor medio y adoptaron la siguiente apariencia:

15 de septiembre: D me hace un gesto obsceno con el dedo a modo de introducción.

16 de septiembre: Caída de la estatua, su mano en mi cabeza para protegerme (otra posibilidad: que solo intentase agarrarse a algo para salvarse); luego D se esfuma.

17 de septiembre: Posible malinterpretación de un movimiento de cabeza de D como sugerencia para que fuera a la fiesta de Cam. Descubrimiento perturbador de la relación entre D y G (¿error?).

Redactado en aquellos términos, parecía el principio de un buen catálogo de situaciones embarazosas. Daniel era tan imprevisible. Era posible que él pensara lo mismo de ella, aunque, en su defensa, Luce insistiría en que cualquier rareza por su parte era solo una respuesta a una rareza mayor por parte de Daniel.

No. Ese era el tipo de círculo vicioso en el que no quería entrar. Luce no quería jugar; solo quería estar con él, pero no sabía por qué, o cómo conseguirlo, o qué significaba realmente estar con él. Todo cuanto sabía era que, a pesar de todo, era en él en quien pensaba, era de él de quien se preocupaba.

Había pensado que, si analizaba cada vez que habían conectado y cada vez que él la había rechazado, podría encontrar alguna razón que explicase la conducta errática de Daniel. Pero la lista que había elaborado hasta el momento solo lograba deprimirla, así que hizo una bola con la hoja.

Cuando sonó el timbre que daba el día por acabado, Luce se apresuró a salir de clase. Normalmente, se esperaba para salir con Arriane o con Penn, y temía el momento en que se separarían, porque entonces Luce se quedaba sola con sus pensamientos. Pero aquel día, para variar, no tenía ganas de ver a nadie, necesitaba un poco de tiempo para sí misma. Solo se le ocurría una idea para sacarse a Daniel de la cabeza: un largo y extenuante baño solitario.

Mientras los demás estudiantes se dirigían hacia sus habitaciones, Luce se puso la capucha de su jersey y caminó a toda prisa bajo la lluvia, impaciente por llegar a la piscina. Cuando bajaba a saltos las escaleras del Agustine, se estrelló de lleno contra una figura alta y oscura: Cam. El choque hizo que la torre de libros que llevaba se tambaleara y cayera al suelo con una sucesión de ruidos secos. Cam también llevaba puesta la capucha negra y unos auriculares en los que retumbaba la música. Probablemente, él tampoco la habría visto. Ambos estaban en su mundo.

—¿Estás bien? —le preguntó Cam apoyando la mano en su espalda.

—Sí, no te preocupes —contestó Luce. Ella apenas se había tambaleado, y eran los libros de Cam los que se habían llevado la peor parte.

—Bueno, ahora que hemos chocado con los libros, ¿el próximo paso no sería tocarnos las manos por accidente mientras los recogemos?

Luce sonrió. Cuando ella le pasó uno de los libros, él le cogió la mano y se la apretó. La lluvia había empapado el cabello negro de Cam, y se le habían quedado prendidas algunas gotas en las largas pestañas. Estaba muy guapo.

—¿Cómo se dice «avergonzado» en francés? —preguntó.

—Eeeh...
gêné
—empezó a decir Luce, sintiéndose ella misma un poco
gênée
. Cam todavía le sostenía la mano—. Pero, espera... ¿no fuiste tú el que ayer sacó un excelente en el control de francés?

—¿Te diste cuenta? —preguntó. Tenía una voz extraña.

—Cam —dijo Luce—, ¿va todo bien?

Se acercó a ella y le secó una gota de agua que empezaba a descender por su nariz. El mero contacto del dedo de Cam hizo que Luce se estremeciera, y de repente no pudo evitar pensar lo bien que se sentiría si la abrazaba tal como había hecho en el funeral de Todd.

—He estado pensando en ti —afirmó—. Quería verte. Te esperé después del funeral, pero me dijeron que te habías ido.

Luce presentía que Cam sabía con quién se había ido. Y quería que ella lo supiera.

—Lo siento —dijo levantando la voz, porque en ese instante sonó un trueno. Para entonces los dos ya estaban totalmente empapados a causa de la tromba de agua.

—Vamos, resguardémonos de la lluvia. —Cam la cogió de la mano y la condujo bajo la cornisa de la entrada del Agustine.

Luce miró por encima del hombro, hacia el gimnasio, habría preferido estar allí, y no donde se encontraba, o en cualquier otro lugar con Cam. Al menos, no en ese preciso momento. En su cabeza bullían un montón de impulsos confusos, y necesitaba tiempo y espacio —lejos de todos— para aclararse.

—No puedo —dijo Luce.

—¿Y qué tal más tarde? ¿O esta noche?

—Claro, después nos vemos.

Él sonrió

—Me pasaré por tu habitación.

Luce se quedó sorprendida cuando la atrajo hacia sí un instante y le plantó un tierno beso en la frente. Al momento Luce se sintió más tranquila, como si le hubieran puesto una inyección calmante. Y antes de que tuviera tiempo de sentir nada más, él ya se había separado de ella y caminaba con rapidez hacia la residencia.

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