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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Qualinost (45 page)

No quedaría nadie vivo para contarlo.

Remontó despacio los escalones, e hizo una pausa para recobrar el aliento. Últimamente, estaba más debilitado. Aunque no quisiera admitirlo, la muerte de Xenoth por medio de la magia le había agotado muchas energías. Pero la caza del tylor había sido una oportunidad espléndida, puesto que el viejo consejero lo había amenazado con revelar cuanto sabía de él. Había sido fácil convencerlo de que guardara silencio unos cuantos días más con la promesa de grandes riquezas y favores. Estúpido viejo entrometido. Y también la partera, aunque la verdad es que había sentido tener que matarla. El mago había confiado en que los nobles achacaran la muerte de Xenoth a la magia del tylor, pero entonces vio a Tanis apuntar a la bestia con una segunda flecha, que, como todas las demás, estaba bajo los efectos del encantamiento que había realizado la noche en que entró en el taller de Flint. Entonces vio la oportunidad que se le presentaba de confundirlos a todos. Había sido sencillo ordenar a la flecha encantada que volara hacia el pecho del consejero.

Qué pena que los nobles reunidos en la Torre no vivieran para saber lo inteligente que era, pensó Miral.

* * *

Las hojas y las ramas azotaban el rostro de Flint, quien azuzaba a
Pies Ligeros
mientras cruzaban el bosque. Hacía media hora que cabalgaban y, aunque el enano había tenido la vaga sensación de reconocer ciertos detalles —por ejemplo, una peculiar yuxtaposición de una roca y un roble—, todavía no estaba seguro de saber dónde se encontraba.

Pies Ligeros,
sin embargo, parecía dirigirse hacia una meta precisa, y si bien a Flint no le gustaba confiar la situación al arbitrio de una mula, cabezota y enamoradiza, era la única alternativa que tenía en ese momento.

* * *

El asesino tenía que ser Tyresian, pensó Tanis mientras corría. El semielfo ya no hacía el menor intento de disimular la espada que llevaba bajo la túnica y que le golpeaba las piernas. Los elfos con los que se cruzaba en la calle, de acuerdo con lo establecido en el
Kentommen,
apartaban los ojos á otro lado para no mirarlo. Por si acaso, no obstante, continuó con la capucha echada sobre el rostro.

Tal vez fuera Litanas, agregó para sus adentros Tanis. El joven caballero elfo, quien había celebrado su propio
Kentommen
el año pasado, había ganado mucho con la muerte de Xenoth, ya que había ocupado el puesto del viejo consejero, además de alcanzar un compromiso de matrimonio con la acaudalada Selena. Y, tal vez, Ailea había descubierto algo que relacionaba a Litanas con la muerte de Xenoth.

Tal conclusión era desalentadora y espantosa. Tanis carecía de la información suficiente para deducir quién había planeado las muertes de Xenoth y Ailea y había atentado contra la vida de otras dos personas: Gilthanas y él mismo. Todo cuanto sabía era que el intento de acabar con Gilthanas confirmaba la teoría de Flint: Porthios, el Orador y Laurana corrían un grave peligro.

Haciendo caso omiso de su jadeante respiración y el ardor de los pulmones, siguió corriendo.

* * *

Era el mismo claro. Flint estaba seguro. El mismo peñasco enorme, el mismo paraje boscoso. Los árboles yacían en el suelo, hechos astillas, y el sendero estaba pisoteado. Tanto los árboles como la roca estaban señalados con las marcas de los latigazos de la cola de la bestia.

Había encontrado el claro donde el tylor lo había atacado la primera vez.

Desde allí, esperaba, podría hallar el
sla-mori.

Ojalá llegara a tiempo. Ojalá recordara todo lo que había hecho para abrir el
sla-mori
aquel día.

* * *

Miral contempló a la asamblea desde lo alto de la desierta balconada. Sus claros ojos centellearon.

Vio el cabello dorado de Laurana, reluciente con la luz de las antorchas, y, por un instante, sintió una profunda tristeza..., por encima de lo que tenía que hacer, por encima de lo que había hecho, por encima de lo que la Gema Gris le había ordenado hacer. La serie de asesinatos había empezado con el de Kethrenran Kanan, hermano del Orador, cincuenta años atrás. Miral fue quien, por mediación de la magia, indujo a los salteadores humanos para que atacaran a Kethrenan y a su esposa, Elansa, y, si bien Miral no había blandido las espadas que sesgaron la vida de Kethrenan, fue obra suya, un acto dictado por la envidia.

Aquélla fue la primera vez que se valió de humanos para llevar a cabo sus propósitos; y la última, ya que habían resultado demasiado imprevisibles para su gusto. Les había dicho que mataran también a Elansa. En lugar de ello, llegó a tiempo de verla tendida inconsciente en la calzada, en tanto que los salteadores discutían sobre quién de ellos iba a matarla. Asaltado por una súbita compasión que lo cogió de sorpresa, les ordenó que devolvieran a Elansa el medallón de acero que le habían quitado y que la dejaran en paz.

Sabía, desde luego, todo lo relativo a la Gema Gris, en la que tenía cabida tanto el mayor bien como el mayor mal. Desde su infancia, había experimentado en sí mismo un movimiento pendular idéntico hacia lo uno y lo otro. En el mismo cuerpo coexistían dos personas: la que podía ordenar la muerte de un elfo, y la que sentía afecto por el hijo de la esposa violada de su víctima. Y que luego podía acabar con la vida de aquel niño cuando se hizo mayor.

Un movimiento en la sala atrajo su atención y se inclinó sobre la barandilla. Los tambores retumbaron, acompañados por el toque de trompetas; la ceremonia había llegado al momento en que Gilthanas, vestido con la tradicional túnica gris, debía penetrar en la sala de la Torre del Sol, encaminarse hacia la pequeña puerta situada en la parte trasera del edificio, y cruzarla para reunirse con Porthios, que lo aguardaba al final de la
Yathen-ilara,
la Senda de la Iluminación.

Ah, qué cansado estaba Miral de este infernal sentido de la tradición. Mantenían las costumbres más triviales, en tanto que la más importante, la que hacía de Qualinesti un lugar único por la pureza racial, tenía visos de perderse. Él se encargaría de... Miral alejó aquella idea de su mente para tornar su atención a los acontecimientos del momento.

Aquí se pondría punto final a la celebración, ya que Gilthanas estaba muerto.

Ésta sería la broma pesada que les destinaba a los nobles, a Porthios y, sobre todo, a Solostaran. Un último chasco antes de que murieran. El mago los imaginó a todos, expectantes, ataviados con sus mejores galas, tranquilos con la seguridad de su opulencia, de su posición social, de su convencimiento de que
merecían
todo ello. Se preguntarían dónde estaría Gilthanas. Por fin, se impacientarían y empezarían a murmurar y mirar a su alrededor.

De haber discurrido las cosas por su cauce normal, Gilthanas habría aguardado junto a la pequeña puerta. Así, habría dado comienzo el
Kentommen
propiamente dicho, en el que Solostaran se habría dirigido a la asamblea con unas frases establecidas por la traición, explicando que había perdido a su hijo adolescente en la Arboleda y que ahora no tenía heredero. Los tres
Ulathi
se habrían adelantado, con los rostros todavía ocultos bajo las máscaras, y habrían declamado las líneas que les correspondían en la representación. El sonido del gong habría marcado el momento en que Gilthanas debería entrar al corredor, desde el que habría enviado a Porthios al exterior, convertido ya en adulto. Porthios habría recibido de manos del Orador una copa de vino rojo, que simbolizaba su linaje y su designación oficial como heredero. Y Porthios, desde ese momento, sería considerado una persona adulta.

Miral rió por lo bajo. En lugar de toda esa rimbombante pantomima que tanto gustaba a los elfos, Miral se adelantaría, llamaría a Porthios para que saliera del corredor sagrado y se uniera a los demás, y entonces pronunciaría las palabras que sellarían todas las puertas. La ceremonia llegaría a su fin.

Al igual que sus vidas. Y, cuando hubiera concluido la matanza, él sería el Orador.

Los tambores retumbaron de nuevo. Miral se inclinó sobre la barandilla para poner en práctica sus planes, llamando a Porthios. Se quedó paralizado, mudo por la sorpresa. Gilthanas había entrado en la Torre.

31

Enfrentamiento con el asesino

Miral observó petrificado la entrada en la Torre de la figura encapuchada, envuelta en la túnica gris. Los murmullos que se habían iniciado entre los reunidos cesaron, y todos observaron con expectación a Gilthanas mientras el joven rodeaba la sala por el borde exterior.

«¡Pero si está muerto!»,
gritó para sus adentros el mago. No obstante, había algo raro en Gilthanas; parecía más corpulento, y la túnica le quedaba estrecha en los hombros. La constitución de la figura encapuchada era más semejante a la de Tanis.

Pero Tanis también estaba muerto.

Miral siguió con la mirada a la figura mientras se dirigía con agilidad hacia su posición junto a la puerta y se quedaba esperando el momento de entrar de nuevo en acción.

Solostaran, ataviado con los dorados ropajes ceremoniales, hizo su entrada por las puertas de la antesala y se dirigió hacia la tribuna. Remontó los peldaños con solemnidad y se volvió de cara a la muchedumbre para pronunciar el corto discurso que cada padre de la nobleza había dirigido en el
Kentommen
de sus hijos durante los últimos dos mil años.

—Éste es un día triste para mí —dijo en la antigua lengua elfa—. He perdido un hijo.

En la balaustrada, Miral pensó en la ironía de semejante aserto. Una queda risa le agitó los hombros. No sabía Solostaran lo acertado de sus palabras. El mago decidió permitir que la charada se prolongara un poco más. ¿Quién sabía si Solostaran le proporcionaría más momentos de diversión sin proponérselo?

El Orador, con una expresión sombría en sus rasgos aguileños, prosiguió:

—He perdido un hijo en la Arboleda. En consecuencia, no tengo heredero. ¿Alguien puede ofrecerme algún consuelo?

Un redoble de tambor sonó en la primera galería, debajo de Miral. Oyó abrirse una puerta a lo lejos, y tres elfos, vestidos con capas y polainas de seda negra, y cubiertos con máscaras de cuero, también negro, hicieron acto de presencia. Eran los Ulathi.

—Hemos encontrado al niño —dijo el primero.

—Su corazón es puro —añadió el segundo.

—Ese niño es un recipiente vacío que aguarda ser colmado —proclamó el tercero.

—Hemos encontrado un niño que será tu heredero, tu propia sangre —entonaron al unísono los tres personajes.

El gong resonó. Gilthanas abrió la puerta y cruzó el umbral. Luego, cerró a sus espaldas.

* * *

Tanis, cegado por la luz deslumbrante de la Torre, parpadeó al penetrar en la súbita oscuridad del pasillo. Veía titilante llama de la vela, pero la figura de Porthios era apenas una silueta que se perdía en las sombras. El medallón creado por Flint reflejaba el brillo dorado del cirio. Tenía que conseguir que Porthios se le acercara más. ¿Cuáles eran las palabras que Gilthanas había dicho? Rebuscó en su memoria.

—Soy tu infancia —recitó, procurando imitar el timbre más fino de Gilthanas—. Déjame atrás. Las brumas son el pasado... —Aquello no le sonaba bien, pero estaba haciendo cuanto podía—. Ve hacia tu futuro.

—¡Gilthanas! —se escuchó el horrorizado cuchicheo de Porthios—. Pronuncia las palabras correctas... ¡y en la antigua lengua!

Tanis vaciló.

—¿No las recuerdas? —siseó Porthios—. Escucha. —El hijo del Orador pronunció las palabras estipuladas, en el antiguo lenguaje—. Vamos, repítelo.

Tanis vaciló de nuevo. Porthios se acerco a él, como deseaba el semielfo.

Por un breve instante, Tanis consideró la alternativa de hacer uso de su fuerza para reducir a su primo. Le había propinado un buen puñetazo antes, mucho tiempo atrás, en el patio de palacio. Fue el único altercado físico ocurrido entre los dos primos. Y con ello se había ganado durante años la enemistad del heredero del Orador.

—Porthios —dijo, sin disimular ya su propia voz—. Escúchame. No salgas por esa puerta.

—¡Tanthalas! —El rostro de Porthios denotó una gran conmoción—. ¿Dónde está Gilthanas? ¿Qué has hecho con...?

—¡Escúchame! —siseó Tanis—. Si es que te ha servido de algo la vigilia en la Arboleda, préstame atención.

Su primo retrocedió; parecía que se esforzaba por adoptar una actitud de calma. Inhaló hondo y soltó despacio el aire.

—¿De qué se trata, Tanis? —preguntó con un tono normal.

—Hay una conspiración para matarte a ti y al Orador.

—¿Al Orador? ¿Se encuentra bien?

—Sí, está bien. He venido para impedir que el asesino lleve a cabo sus planes.

—¿Tú? —Porthios soltó una risa queda, si bien su expresión, para sorpresa de su primo, era amable—. Pero si sólo eres un chiquillo, Tanis...

El semielfo lo atajó, consciente de que los asistentes a la ceremonia se estarían impacientando al otro lado de la puerta. Lo peor que podía ocurrir en este momento era que alguien abriera aquella puerta y echara una ojeada al interior del pasillo.

—Porthios, el mismo que asesinó a Xenoth y a tía Ailea va tras de ti y del Orador, y de Laurana. Lo sé.

—¿Cómo lo sabes?

Tanis reflexionó. El tiempo para la persuasión estaba llegando a su fin. Podía resolver la situación recurriendo a la fuerza física, pero su sangre elfa se estremecía ante la perspectiva de dejar sin sentido con un golpe a un joven durante su
Kentommen,
fuera por las razones que fuera. Sin embargo, sí se sentía capaz de mentir.

—Porthios, Gilthanas ha muerto.

Se produjo una pausa; la expresión del heredero del Orador no varió un ápice.

—El asesino acabó con él también, Porthios. Si os matan a ti, al Orador y a Laurana, el reino se sumirá en el caos.

Al parecer, Porthios procuraba asumir lo que había oído. Tanis se compadeció de él, sintiendo en el alma el dolor que le estaba causando.

—Tengo un plan, Porthios.

—¿Cuál es? —inquirió con voz calmada su primo.

—Escucha, yo soy sólo un peón del juego, al que se puede sacrificar...

* * *

Flint se asomó a la grieta abierta en el tronco hueco del roble que le había salvado la vida meses atrás. En el ínterin, el árbol se había abierto otra vez, para alivio del enano. Entró en la oquedad, con
Pies Ligeros
pisándole los talones. Flint hizo caso omiso de la mula.

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