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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (4 page)

—Enséñame esta carta, McAsh —dijo el señor York.

Mack se acercó a él y se la entregó. Sir George, con el rostro todavía congestionado por la furia, preguntó:

—¿Quién es este presunto abogado?

—Se llama Caspar Gordonson.

—Ah, sí, ya he oído hablar de él —dijo York.

—Yo también —dijo despectivamente sir George—. ¡Un radical exaltado! Mantiene estrecha relación con John Wilkes.

Todo el mundo conocía el nombre de Wilkes: era el célebre dirigente liberal que vivía exiliado en París, pero constantemente amenazaba con regresar y derribar el Gobierno.

—Gordonson será ahorcado por eso, a poca influencia que yo tenga. Esta carta es una traición.

El pastor se asustó al oír hablar de la horca.

—Bueno, yo no creo que la traición tenga nada que…

—Usted será mejor que se limite al reino de los Cielos —le interrumpió bruscamente sir George—. Deje que los hombres de este mundo decidan lo que es traición y lo que no lo es —añadió, arrebatándole la carta de las manos.

Los presentes se escandalizaron al ver la brutal reprimenda de que acababa de ser objeto su pastor y esperaron en silencio su reacción. York miró a Jamisson a los ojos y entonces Mack tuvo la certeza de que el pastor desafiaría al hacendado, pero, en su lugar, York bajó la vista y Jamisson miró a su alrededor con expresión triunfante y volvió a sentarse como si todo hubiera terminado.

Mack se indignó ante la cobardía de York. La Iglesia era una autoridad moral. Un pastor que aceptaba las órdenes del terrateniente no servía absolutamente para nada. Mack le dirigió una mirada de claro desdén y le preguntó en tono burlón:

—¿Tenemos que respetar la ley o no?

Robert Jamisson se levantó con el rostro tan congestionado como el de su padre.

—Tú respetarás la ley y tu amo te dirá cuál es la ley —dijo.

—Eso equivale a no tener ninguna ley —replicó Mack.

—Por lo que a ti respecta, da igual —dijo Robert—. Eres un minero del carbón, ¿qué tienes tú que ver con la ley? En cuanto a eso de escribir a los abogados… —El joven tomó la carta de manos de su padre—. Eso es lo que yo pienso de tu abogado —añadió, rasgando el papel por la mitad.

Los mineros emitieron un sobrecogido jadeo. Su futuro estaba escrito en aquellas páginas y aquel hombre las había roto.

Robert siguió rompiendo la carta y, al final, arrojó los trocitos al aire y éstos cayeron sobre Saúl y Jen como confeti en una boda.

Mack experimentó un dolor tan profundo como si se hubiera muerto una persona muy querida. La carta era lo más importante que jamás le hubiera ocurrido en la vida. Quería mostrarla a todo el mundo en la aldea. Soñaba con llevarla a las minas de otras aldeas hasta que toda Escocia se enterara. Pero Robert la había destruido en un segundo.

La derrota se le debió de notar en la cara, pues Robert miró a su alrededor con expresión triunfal. Eso fue lo que más enfureció a Mack. A él no se le podía aplastar tan fácilmente. La cólera lo indujo a adoptar una actitud desafiante. «Aún no estoy acabado» pensó. La carta había desaparecido, pero la ley seguía existiendo.

—Veo que está usted lo bastante asustado como para haber destruido la carta —dijo, sorprendiéndose del profundo desprecio que denotaba su propia voz—. Pero no puede romper la ley del país. Eso está escrito sobre un papel que no se desgarra tan fácilmente.

Robert se sorprendió y dudó un poco, sin saber muy bien cómo responder a semejante elocuencia. Tras una breve pausa, dijo en tono enfurecido:

—Largo de aquí.

Mack miró al señor York y los Jamisson también lo miraron. Ningún seglar tenía derecho a ordenarle a un feligrés que abandonara una iglesia. ¿Doblaría el pastor la rodilla y permitiría que el hijo del terrateniente expulsara a una de las ovejas de su rebaño?

—¿Esta es la casa de Dios o la de sir George Jamisson? —preguntó Mack.

Fue un momento decisivo, pero York no supo estar a su altura.

—Será mejor que te vayas, McAsh —dijo, mirándole con expresión avergonzada.

Mack no pudo resistir la tentación de responder, pese a constarle que era una temeridad.

—Gracias por su sermón sobre la verdad —dijo—. Jamás lo olvidaré.

Dio media vuelta y Esther se situó a su lado. Mientras ambos hermanos bajaban por el pasillo, Jimmy Lee se levantó y los siguió. Uno o dos más se levantaron, después lo hizo Ma Lee hasta que, de pronto, el éxodo se generalizó. Se oyó el rumor de las botas en el suelo y el susurro de los vestidos mientras los mineros abandonaban sus asientos, llevándose consigo a los miembros de sus familias. Al llegar a la puerta, Mack supo que todos los mineros le seguían y entonces experimentó una sensación de camaradería y victoria que le hizo asomar las lágrimas a los ojos.

Los mineros se congregaron a su alrededor en el cementerio. El viento había amainado, pero estaba nevando y unos grandes copos caían perezosamente sobre las lápidas.

—Eso de romper la carta ha estado muy mal —dijo Jimmy, mirando enfurecido a su alrededor.

Otros se mostraron de acuerdo.

—Volveremos a escribir —dijo uno.

—Puede que no sea tan fácil echarla al correo —dijo Mack.

En realidad, no estaba pensando en aquellos detalles. Respiraba afanosamente y se sentía agotado y alborozado, como si hubiera subido corriendo por la ladera de High Glen.

—¡Pero la ley es la ley! —señaló otro.

—Sí, pero el amo es el amo —terció otro minero.

Mientras se iba calmando poco a poco, Mack se preguntó qué había conseguido realmente. Los había sacudido a todos, por supuesto, pero eso no bastaba por sí solo para cambiar la situación. Los Jamisson se habían negado en redondo a reconocer la validez de la ley. Si echaban mano de sus escopetas, ¿qué podrían hacer los mineros?

¿De qué serviría luchar por la justicia? ¿No sería mejor hacerle la pelotilla al amo en la esperanza de suceder algún día a Harry Ratchett en el puesto de capataz?

Una diminuta figura envuelta en un abrigo de piel negra salió de la iglesia como un galgo desencadenado. Era Lizzie Hallim. Se acercó directamente a Mack y los mineros le abrieron inmediatamente un pasillo. Mack la miró fijamente. Estaba preciosa cuando la había visto al principio, pero ahora, con el rostro arrebolado por la indignación, su belleza era arrebatadora. Con los negros ojos encendidos de rabia, preguntó:

—¿Quién te has creído que eres?

—Soy Malachi McAsh…

—Sé cómo te llamas —dijo Lizzie—. ¿Cómo te atreves a hablarle al hijo del amo de esta manera?

—¿Y cómo se atreven ellos a esclavizarnos cuando la ley dice que no pueden hacerlo?

Se oyeron unos murmullos de aprobación entre los mineros.

Lizzie les miró. Los copos de nieve quedaban prendidos en la piel de su abrigo. Uno aterrizó sobre su nariz y ella lo apartó con un gesto de impaciencia.

—Tienes suerte de disfrutar de un trabajo remunerado —dijo—. Todos tendríais que estarle agradecidos a sir George por la explotación de las minas que os ofrece un medio de vida para mantener a vuestras familias.

—Si tanta suerte tenemos —dijo Mack—, ¿por qué necesitan leyes que nos prohíben abandonar la aldea y buscar trabajo en otro sitio?

—¡Porque sois tan tontos que ni siquiera os dais cuenta de lo bien que estáis!

Mack se percató de que estaba disfrutando no sólo de la oportunidad que le deparaba de poder contemplar de cerca a una bella mujer de alto linaje sino también de la discusión propiamente dicha, pues, como adversario, Lizzie era mucho más sutil que sir George o Robert.

—Señorita Hallim, ¿ha bajado usted alguna vez a una mina de carbón? —le preguntó Mack en voz baja.

Ma Lee se partió de risa de sólo pensarlo.

—No seas ridículo —dijo Lizzie.

—Si lo hace algún día, le aseguro que jamás nos volverá a decir que tenemos suerte.

—Ya he escuchado suficientes insolencias —contestó Lizzie—. Te tendrían que dar una tanda de azotes.

—Seguramente me la darán —dijo Mack, aunque no lo creía. Él jamás había visto azotar a ningún minero, pero su padre sí lo había visto.

Lizzie respiraba afanosamente y él tuvo que hacer un esfuerzo para apartar los ojos de su busto.

—Tú tienes respuesta para todo, siempre la has tenido.

—Sí, pero usted nunca me ha hecho caso.

Mack sintió que un codo se hundía dolorosamente en su costado.

Era Esther, diciéndole que tuviera cuidado y nunca olvidara que no convenía pasarse de listo con los ricos.

—Pensaremos en todo lo que usted nos ha dicho, señorita Hallim —dijo Esther—, y gracias por sus consejos.

Lizzie asintió magnánimamente con la cabeza.

—Tú eres Esther, ¿verdad?

—Sí, señorita.

Lizzie se volvió hacia Mack.

—Tendrías que hacerle caso a tu hermana. Tiene mucho más sentido común que tú.

—Es la primera verdad que hoy me han dicho…

—Cierra el pico, Mack —le dijo Esther en un susurro.

Lizzie sonrió y, de repente, toda su arrogancia se desvaneció. La sonrisa le iluminó el rostro y la convirtió en otra persona más alegre y cordial.

—Llevaba mucho tiempo sin oír esta frase —dijo, soltando una carcajada.

Mack no pudo evitar reírse con ella.

Lizzie dio media vuelta, riéndose por lo bajo.

Mack la vio regresar al pórtico de la iglesia y reunirse con los Jamisson, que justo en aquel momento estaban saliendo del templo.

—Madre mía —dijo, sacudiendo la cabeza—. Qué mujer.

4

J
ay se había puesto furioso en la iglesia. Le atacaban los nervios que la gente quisiera elevarse por encima de su condición. Por voluntad divina y la ley del país, Malachi McAsh tenía que pasarse la vida extrayendo carbón bajo tierra y Jay Jamisson tenía que vivir una existencia más elevada. Quejarse del orden natural era una iniquidad. Y McAsh lo sacaba de quicio, pues hablaba como si se considerara igual a cualquier persona por muy encumbrada que fuera su posición.

En las colonias, un esclavo era un esclavo y no se tenía en cuenta para nada que hubiera trabajado un año y un día y tanto menos se le pagaba un salario. Así se tenían que hacer las cosas, a juicio de Jay. Nadie trabajaba si no le obligaban a hacerlo y mejor que ello se hiciera con la mayor dureza posible… el resultado era mucho más satisfactorio.

Al salir de la iglesia, varios aparceros le felicitaron el cumpleaños, pero ningún minero se acercó a él. Todos estaban en el cementerio, discutiendo en voz baja. Jay estaba indignado porque le habían estropeado la celebración de su cumpleaños.

Corrió a través de la nieve hasta el lugar donde un mozo sujetaba los caballos. Robert ya estaba allí, pero no así Lizzie. Jay miró a su alrededor. Estaba deseando regresar a casa con ella.

—¿Dónde está la señorita Elizabeth? —le preguntó al mozo.

—Junto al pórtico, señorito Jay.

Jay la vio conversando animadamente con el pastor.

Robert golpeó agresivamente el pecho de su hermano con un dedo.

—Mira, Jay… hazme el favor de dejar en paz a Elizabeth Hallim, ¿me has entendido?

El rostro de Robert mostraba una expresión beligerante y, cuando se ponía en aquel plan, era muy peligroso hacerle enfadar. Pero la rabia y la decepción infundieron valor a Jay.

—¿De qué demonios estás hablando? —replicó Jay en tono airado.

—El que se va a casar con ella soy yo y no tú.

—Yo no quiero casarme con ella.

—Pues entonces no le hagas la corte.

Jay sabía que Lizzie lo encontraba atractivo y le había encantado bromear con ella, pero no tenía la menor intención de cautivar su corazón. Cuando él tenía catorce años y ella trece, pensaba que era la chica más guapa del mundo y se le partió el corazón de pena al descubrir que ella no sentía el menor interés por él (ni por ningún otro chico, en realidad)… pero de aquello ya había transcurrido mucho tiempo. El plan de su padre era que Robert se casara con Lizzie y ni él ni nadie de la familia se hubiera atrevido a oponerse a los deseos de sir George. Por consiguiente, a Jay le extrañaba que Robert se hubiera disgustado lo bastante como para quejarse. No debía de sentirse muy seguro de sí mismo… y Robert, al igual que su padre, siempre estaba seguro de sí mismo.

Jay pudo disfrutar del insólito placer de ver a su hermano preocupado.

—¿De qué tienes miedo? —le preguntó.

—Sabes muy bien de qué estoy hablando. Me has estado robando cosas desde que éramos pequeños… mis juguetes, mi ropa, todo lo que has podido.

Un antiguo resentimiento familiar indujo a Jay a decir:

—Porque tú siempre conseguías lo que querías y a mí no me daban nada.

—No digas disparates.

—Sea como fuere, la señorita Hallim es huésped de nuestra casa —dijo Jay, adoptando un tono de voz más razonable—. No querrás que no le preste atención, ¿verdad?

Robert frunció los labios.

—¿Quieres que hable con nuestro padre?

Esas eran las palabras mágicas que siempre acababan con sus disputas infantiles. Ambos hermanos sabían que su padre siempre dictaba sentencias favorables a Robert.

Jay sintió un amargo nudo en la garganta.

—De acuerdo, Robert —dijo al final—. Intentaré no entrometerme en tus galanteos.

Montó en su caballo y se alejó al trote, dejando que Robert escoltara a Lizzie hasta el castillo.

El castillo de Jamisson era una fortaleza de piedra gris con torretas y almenas cuyo imponente aspecto era el propio de la mayoría de casas de campo escocesas. Su construcción se remontaba a setenta años atrás, cuando la primera mina del valle empezó a reportarle cuantiosos beneficios a su propietario.

Sir George había heredado la finca a través de un primo de su primera esposa y, a lo largo de toda la infancia de Jay, su padre había estado obsesionado con el carbón. Se había gastado un montón de dinero y de tiempo abriendo nuevos pozos, y no había efectuado ningún tipo de reforma en el castillo.

A pesar de que era el hogar de su infancia, Jay no se sentía a gusto en el castillo. Las espaciosas estancias de la planta baja con sus desagradables corrientes de aire —la sala, el comedor, el salón, la cocina y los cuartos de los criados— estaban dispuestas alrededor de un gran patio central cuya fuente se helaba desde octubre a mayo. Era imposible calentar el edificio. En todos los dormitorios había grandes chimeneas en las que ardía el carbón de las minas Jamisson, pero la atmósfera de las habitaciones de baldosas de piedra no se calentaba ni a la de tres y los pasillos estaban tan fríos que se tenía uno que poner una capa para ir de una habitación a otra.

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