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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (8 page)

—¿Cuál de mis obras admira más?

—Sin duda sus sonatas. Las sonatas son mis obras favoritas.

—¿Cuál de ellas le gusta más?

—Las cinco, la verdad es que usted es un gran maestro.

—Será mejor que pase —dijo don Ramón abriendo la puerta. El hombre esbozó una sonrisa y con dos grandes zancadas entró en el piso—. Perdone mi atuendo, pero no estoy acostumbrado a recibir visitas en casa. Me disculpará si le dejo en el salón mientras me pongo algo más... presentable.

—Naturalmente, no es molestia.

—Siéntese, que enseguida estoy con usted.

Don Ramón cerró la puerta del salón y con rapidez tomó la chaqueta y el sombrero de una percha, agarró los libros de la cocina y cerró la puerta de la calle despacio. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza, sentía sus latidos en las sienes. Desde su pelea hace años con el escritor Manuel Bueno, no había nunca vuelto a enfrentarse a una situación violenta, lo que más temía, es que, como en aquel lance, la desgracia le hiciera perder el único brazo que le quedaba. Comenzó a correr escaleras abajo. Los libros se balanceaban en su brazo y estuvo a punto varias veces de dar un traspié. No se cruzó con nadie por la escalera, pero en el portal el portero estaba sentado en una silla abanicándose con un periódico viejo.

—Ramírez —dijo el escritor al ausente portero.

—¿Qué quiere, maestro? —preguntó el portero sin mucha gana.

—Esté vigilante, cuando llegue la señora Josefina dígale que no suba al piso, que se marche a casa de su hermana hasta que yo vaya a recogerla.

—Pero, ¿por qué?

—Hay una plaga de ratas y los desinfectadores han dicho que hay que dejar la casa vacía cuarenta y ocho horas.

—¿Cómo nadie me ha avisado? Siempre soy el último en enterarme de estas cosas —dijo el portero enfadado.

—No se olvide de avisar a mi mujer. Es cuestión de vida o muerte.

—No se ponga tremendo, don Ramón.

Un portazo en la planta superior estremeció a los dos hombres.

—Que corrientes, por Dios. Un día una mala corriente nos mata a todos.

El escritor sin mediar palabra enfiló la calle en dirección a Alcalá. Sus pasos acelerados se mezclaron con los de centenares de transeúntes que caminaban de un lado para otro. Don Ramón miró varias veces para atrás, para asegurarse que el hombre alto y rubio no le seguía. ¿A dónde podía dirigirse? ¿Qué había dentro de esos malditos libros para que alguien se interesara por ellos?

Capítulo 13

Madrid, 13 de junio de 1914

La biblioteca ocupaba dos plantas. Las estanterías tenían una altura superior a cinco metros y una gran balconada las dividía en dos. Para acceder a la planta alta había una escalera de caracol de madera. Lincoln llevaba toda la mañana recorriendo los estantes y ojeando algunos de los ejemplares. No sabía cómo su amigo Hércules se había hecho con aquella colección tan amplia. Hacía poco más de una década, su amigo malvivía en los barrios viejos de La Habana y en cambio, en Madrid, parecía un hombre de elevada posición, con una formidable fortuna.

Sus pensamientos iban y venían mientras caía en sus manos un ejemplar en alemán del Fausto de Goethe o alguna de las obras recién publicadas en español de Sigmund Freud. No es que a Lincoln le interesara mucho la lectura, pero se había acostumbrado a leer las obras de ciertos científicos que aportaban nuevas ideas a la investigación criminal. Imaginaba que Hércules debía tener obras de este tipo, ya que nunca había dejado de interesarse por el comportamiento criminal y sus causas. Pero sobre todo estaba interesado en leer algunos de los libros nombrados por el doctor Ramón y Cajal.

La puerta de la biblioteca se abrió y por ella asomó la cabeza pelirroja de Alicia. Su pequeño sombrero de paja y el pelo recogido resaltaban sus profundos ojos negros. Lincoln la observó por un momento sin molestarse en bajar de la escalera.

—Señor Lincoln, creo que será mejor que baje de ahí.

—Disculpe, estaba con la cabeza en otra parte —dijo el norteamericano azorado.

—El mayordomo me ha dicho que Hércules ha salido.

—Me temo que sí, señorita Mantorella.

—No me llame señorita Mantorella, con Alicia está bien.

—Discúlpeme de nuevo, señorita Alicia.

—Alicia a secas —dijo la joven quitándose los alfileres que sujetaban su sombrero y sentándose en uno de los butacones. Lincoln bajo la escalera torpemente. No podía disimular la atracción que sentía por la muchacha. Desde su presentación en la ópera, había pensado en ella varias veces, pero no había imaginado encontrarse a solas con ella.

—No llegamos a conocernos en Cuba.

—Me temo que no.

—Viví allí hasta mis catorce años, pero cuando perdimos la guerra tuvimos que dejarlo todo y regresar.

—Lo lamento, Alicia —acertó a decir Lincoln.

—Una nunca sabe qué le deparará el destino.

—Por lo menos a su padre no le ha ido del todo mal.

—No crea, George. ¿Le puedo llamar George?

—Naturalmente.

—Los primeros años fueron muy duros. Muchos expatriados llegaban a Madrid con la esperanza de conseguir un puesto administrativo, pero no había sitio para todos. Durante años, se podía ver a soldados mutilados pidiendo por las calles. Muy triste.

—Las guerras siempre traen consecuencias nefastas.

—Además, al poco de llegar a España, mi madre enfermó y murió. Yo soy el único consuelo del almirante.

—Su padre es un gran hombre.

—Cuando le ofrecieron dirigir a la policía de la ciudad, recuperó de nuevo su antigua energía. —Lincoln se sentó en el otro gran butacón y observó la esbelta figura de la mujer. A sus treinta años conservaba un aspecto juvenil, casi infantil. Algunas pequeñas arrugas surcaban sus párpados blancos y junto a la comisura de los labios la piel tersa y firme comenzaba a plegarse, pero en sus ojos oscuros una llama vibrante de color amarillo ribeteaba las negras pupilas. La voz no era ni demasiado suave ni áspera. Lincoln pensó que podría estar sentado allí escuchándola el resto de su vida. Se imaginó a aquella mujer como la madre de sus hijos, sentados los dos junto a una chimenea en una de las calles residenciales de las afueras de Nueva York. En la ciudad se veían algunas parejas mixtas de hombres negros y mujeres blancas. No es que se viera bien, pero en la ciudad más cosmopolita de los Estados Unidos, casi todo estaba permitido.

»¿Me escucha, George? —preguntó Alicia al percibir la mirada perdida del norteamericano. El hombre la miró y sonrió. —¿Le aburre mi monótona vida?

—Al contrario, estaba pensando, que este era uno de los momentos más agradables de mi estancia en España.

—¿De veras?

—Cuando llegué todo sucedió demasiado deprisa, apenas me he recuperado del viaje y me duele la cabeza por el esfuerzo de traducir en mi mente todo lo que oigo al inglés.

—La verdad es que usted habla muy bien español.

—Gracias, pero me temo que no hablo muy bien —dijo Lincoln recostándose en el respaldo.

—Se lo aseguro. Pero, usted no me cuenta nada. ¿Qué ha sido de su vida en todos estos años, estará casado y tendrá varios hijos?

Lincoln se puso muy serio, como si Alicia hubiera abierto una vieja herida que parecía cicatrizada. El norteamericano había pedido la mano de una joven, unos años antes, pero nunca llegaron a casarse, ella murió de tuberculosis unos meses más tarde.

—Soy una fisgona. Perdóneme —dijo Alicia al comprobar la reacción del hombre.

—No señorita Alicia —dijo Lincoln.

—Lo siento.

—Usted no ha dicho nada que me haya molestado. No estoy casado ni tengo hijos, el trabajo ocupa todo mi tiempo.

—Es usted, un hombre entregado a su profesión.

—Puede decirse que sí. La investigación criminal me interesa más que mi antiguo trabajo en los servicios secretos. Por lo menos, siendo oficial de policía sé en qué parte me encuentro, prefiero defender la ley que saltármela en nombre de mi país o mi Gobierno.

—Mi padre me contó algunos de los vericuetos de su investigación en La Habana.

—Pero sobre todo me interesa la mente criminal. ¿Por qué ciertos hombres actúan fuera del orden establecido? ¿Qué mueve a alguien a cometer un crimen horrendo?

—Aunque ahora no están investigando ningún crimen —dijo Alicia.

—¿Su padre le ha informado de su investigación?

Alicia se tocó el pelo y agachó la mirada. Había hablado demasiado. Se puso en pie y comenzó a mirar los libros de los estantes.

—No, pero vivimos en la misma casa. Algunas veces tiene reuniones allí con inspectores de policía y lleva documentos de sus investigaciones.

—¿Espía a su padre, Alicia?

—Espiar es una palabra fea, muy fea. Digamos que me pongo al día sobre los peligros que hay en la ciudad.

Alicia sonrió y comenzó a pasear por la sala. Se detuvo frente al ventanal y dándose la vuelta se apoyó en la ventana.

—No será de los que piensa que las mujeres no deben meterse en ese tipo de cosas.

—No, claro que no, pero una investigación criminal abierta es algo muy delicado.

—¿Piensa que voy por ahí contando a todo el mundo los casos criminales? —preguntó Alicia algo molesta.

—Naturalmente que no, pero podría entorpecer la investigación.

—A lo mejor a su investigación le falta un enfoque femenino.

—¿Un enfoque femenino? —dijo Lincoln subiendo el tono de voz.

—Las mujeres podemos ver cosas que los hombres no verán jamás.

—No entiendo a qué se refiere.

—Nosotras nos fijamos en detalles que a ustedes les pasan desapercibidos —dijo Alicia caminando de nuevo hacia el hombre.

—¿Qué clase de detalles?

—No quiero inmiscuirme en su investigación. Usted acaba de decir hace un momento, que es peligroso que una persona ajena intervenga en la investigación.

—Creo que está jugando conmigo —dijo Lincoln levantándose de la silla algo malhumorado.

—Hablo en serio. ¿Quiere que le diga lo que he descubierto?

—¿Qué ha descubierto? —preguntó Lincoln mientras fruncía el ceño.

—Los tres hombres tuvieron un comportamiento anómalo, ¿no es cierto?

—Sí.

—Actuaron como si estuvieran drogados o locos.

—Más bien, locos.

—¿Conoce la obra de Calderón de la Barca, La vida es sueño?

—No.

—En ella se narra cómo un rey da a su hijo una droga para que pase por loco.

—No se han encontrado rastros de drogas en los profesores.

—¿Dónde han buscado?

—En sus ropas, en sus enseres, en su cuerpo.

—Hay un detalle en uno de los informes que me hizo pensar en otra posibilidad.

—No le sigo, querida Alicia.

—En los tres casos los profesores estaban a oscuras, como si alguien hubiese apagado las lámparas de aceite. Sabe que el edificio no tiene todavía instalación eléctrica.

—¿Y que tiene eso que ver con que los profesores estuvieran o no drogados?

—Alguien pudo manipular las lámparas. Mientras estas ardían soltaban una sustancia que volvió locos a los profesores, pero alguien las apagó para que su efecto no llegara a afectar a los conserjes y al personal de la biblioteca.

—Eso es disparatado.

—¿Qué les cuesta investigar si hubo alguna manipulación en las lámparas? ¿O es que no quiere hacer caso a las ideas de una mujer? —preguntó Alicia frunciendo el ceño.

—Veo que no han perdido el tiempo en mi ausencia —se escuchó una voz a sus espaldas.

—¿Hércules? ¿Desde cuando estás ahí?

—El tiempo suficiente para escuchar su discusión sobre drogas.

—Es absurdo pensar que alguien drogara a los profesores, no se han encontrado restos de drogas por ninguna parte.

—Tiene razón Lincoln, pero imaginemos que lo que se usó no fue una droga, fue un gas.

—¿Un gas?

—Muchos ejércitos están fabricando gases con fines militares.

—Eso es imposible Hércules, no es honroso usar ese tipo de artimañas en una guerra.

—Los tiempos están cambiando, lo único que importa ahora es ganar de cualquier manera, es usted un romántico.

— ¡Hércules! Veo que tú si sabes escuchar a una mujer —dijo Alicia agarrándose de su brazo.

—Tu comentario me ha aclarado muchas cosas. Ya había pensado en que los profesores habían sido drogados de alguna manera. Pero había dos cosas que no encajaban. En primer lugar, que no hemos encontrado restos de drogas por ningún sitio y, en segundo lugar, que el efecto de las drogas no es permanente, en cambio ellos siguen estando como ausentes. Pero, ¿Y sí lo que les pasara realmente es que no pueden hablar?

—¿Cómo que no pueden hablar? —preguntó Lincoln.

—Sí, que su lengua está afectada, quemada.

—Su doctor no nos dijo nada sobre esto.

—Veamos Lincoln, ¿puede bajar ese libro de allí? —dijo Hércules señalando un gran tomo encuadernado en piel marrón. El norteamericano ascendió por la escalera y bajó el volumen.

—Imaginemos que los profesores no se volvieron locos, pero inhalaron un gas que les produjo tal dolor y sufrimiento que su reacción violenta fue arrancarse los ojos, la lengua. El gas hacía que les ardiera la garganta o les irritó terriblemente los ojos.

—Pero, ¿Qué tipo de gas puede hacer una cosa así? —preguntó Alicia.

—Veamos —dijo Hércules apoyando el libro sobre un gran atril de pie. Estuvo ojeando por unos momentos, mientras Lincoln y Alicia le observaban por encima del hombro.

—Hay cientos de gases. ¿Cómo podemos dar con el adecuado, si es que los profesores inhalaron un gas?

—Querido Lincoln, si encontramos los síntomas encontraremos el agente que los ha producido.

Después de una media hora de búsqueda, Alicia y Lincoln se encontraban sentados leyendo varios libros sobre gases, Hércules permanecía de pie, absorto en su lectura.

—Bueno —dijo por fin—. Hay varios gases que pudieron causar los síntomas de los profesores. Está el gas lacrimógeno, aunque sus efectos no parecen tan contundentes como para causar una reacción tan desproporcionada. También está el gas mostaza, éste es mucho más irritante, pero tampoco parece una intoxicación de este gas. Escuchen esto: ¿Qué es el xileno? Hay tres formas de xileno en las que la posición de los grupos metilos en el anillo de benceno varía: meta-xileno, orto-xileno y paraxileno (m-, o- y p-xileno). Estas formas se conocen como isómeros. El xileno es un líquido incoloro de olor dulce que se inflama fácilmente. Se encuentra naturalmente en el petróleo y en el alquitrán. Las industrias químicas producen xileno a partir del petróleo. El xileno es una de las treinta sustancias químicas más producidas en los Estados Unidos en términos de volumen. El xileno se usa como disolvente en la imprenta y en las industrias de caucho y cuero. También se usa como agente de limpieza, diluyente de pintura y en pinturas y barnices. Pequeñas cantidades se encuentran en el combustible de aviones y en la gasolina.

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