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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (6 page)

—Es más que probable —dijo Hércules mirando en la misma dirección que el norteamericano.

—¿En que fecha llegó el profesor Proust?

—Llegó el 27 de mayo, según nos informó la Residencia, aunque desconocemos si vino directamente a Madrid o estuvo en otras ciudades.

—Y el profesor Arouet, ¿llegó por la misma fecha? —preguntó Lincoln.

—Una semana más tarde. Hacia el 2 o el 3 de junio. Antes de que me lo pregunte, he de informarle que el profesor von Humboldt lleva aquí desde el mes de abril.

Lincoln no hizo ningún comentario más y penetró en la habitación. La persiana estaba subida y el desorden era evidente. Ropa sucia sobre la cama, libros apilados por el suelo, algunos de ellos abiertos y con las hojas dobladas. Pero lo que más chocaba era el fuerte olor a incienso de la habitación. Sobre un escritorio completamente vacío, una pequeña lamparita dorada y restos de cenizas. Hércules tomó uno de los libros del suelo y leyó en alto.

—«Ueber das Konjugationssystem der Sanskritsprache in Vergleichung mit jenem der griechischen, lateinischen, persischen und germanischen Schpracbe»,
Frankfort, 1816. Franz Bopp. El libro es alemán. Parece que es de gramática.

—El profesor Arouet es profesor en lenguas indoeuropeas.

—Sí, especialista en lenguas indoeuropeas orientales.

—No se ven apuntes ni anotaciones.

—Al parecer sus apuntes se encontraban en la Biblioteca Nacional y los tiene la policía.

—No tenemos mucho para empezar.

—Lo cierto es que no —dijo Hércules frunciendo el ceño.

—Ahora queda conseguir los papeles de Arouet y del profesor von Humboldt.

—Los del francés sólo tenemos que cogerlos de la comisaría central o llamar a Mantorella para que nos los facilite, pero los de von Humboldt están fuera de nuestro alcance. Están en la embajada austríaca y la embajada austríaca es suelo de Austria.

Capítulo 9

Madrid, 12 junio del 1914

El santuario, así le gustaba llamarlo a él, permanecía en la más absoluta penumbra, tal sólo una pequeña lámpara de despacho proyectaba la luz directamente sobre los documentos. Don Ramón tomó las gafas, ajustó los aros detrás de las orejas y se acercó el documento hasta casi rozar la nariz. Se resistía a reconocerlo, pero en los últimos años su vista comenzaba a desvanecerse, como si el mundo exterior desapareciera hasta convertirse en un torrente de ruidos y voces. Lo había intentado ocultar a todos. Primero por simple vanidad, pero más tarde, cuando lo que le rodeaba comenzó a convertirse en invisible, experimentó pavor. La única forma de leer que le quedaba, consistía en sumirse en la más absoluta de las tinieblas y focalizar la hoja con una luz tenue y difusa.

Los papeles del profesor Arouet estaban escritos en un francés correcto, pero el texto estaba plagado de contracciones y palabras técnicas. El fajo de hojas no debía superar la centena, pero la lectura se volvía más confusa hacia la mitad del texto, como si la prisa y la ansiedad se hubieran apoderado del profesor francés.

Todo aquel asunto comenzaba a molestar a las altas esferas. Madrid no podía convertirse en una especie de matadero de académicos. El alcalde, Luis de Marichalar, le había llamado en varias ocasiones y su tono había pasado de la amabilidad y el respeto, a algo demasiado parecido con la amenaza. Esa mañana el que había llamado era el presidente del consejo de ministros Eduardo Dato, como todo siguiera igual en las próximas semanas, hasta el mismo Alfonso XIII terminaría por llamarle por teléfono.

Escuchó como alguien llamaba a la puerta y sin esperar contestación, el rostro de Alicia, su hija, brilló tras un haz de luz. Mantorella sintió un fuerte pinchazo en los ojos y con un gesto se los tapó.

—Querida, ¿cuántas veces tengo que decirte que no abras la puerta? La claridad me molesta —dijo Mantorella enfadado. Alicia se acercó a él y se inclinó, cogió sus manos y sus ojos negros le escrutaron. Ella tenía la capacidad de desnudar el alma con su mirada. La profundidad de sus pupilas recordó a Mantorella por unos momentos a su esposa. La espontánea sonrisa de su hija le hizo sonreír. Ella inclinó la cabeza y su pelo recogido en dos enormes moños brilló. Él le acarició el cabello y Alicia levantó la cabeza de nuevo.

—Padre, no me gusta que te aísles de esta manera, en medio de esta oscuridad. La penumbra tan sólo puede evocarte tristes recuerdos.

—La luz me molesta. Posiblemente todos mis años de servicio en Cuba me hayan dejado esta indeseable paga.

Alicia se puso en pie sin soltarle la mano y con un gesto señaló la puerta.

—Tienes visita.

—No me gusta recibir visita después de las cinco. ¿Por qué no me has excusado? —refunfuñó Mantorella.

—Se trata de nuestro viejo amigo Hércules y su nuevo ayudante.

—Les he estado esperando toda la mañana en la comisaría y ahora se presentan aquí —volvió a refunfuñar.

—¿Les digo que pasen?

—Naturalmente. Por favor, ¿puedes descorrer las cortinas primero?

Alicia movió los pesados cortinajes y la luz de junio reconquistó cada milímetro del inmenso despacho. Las paredes recubiertas de madera absorbieron con rapidez la claridad y su color negro se convirtió en un agradable color miel. El escritorio apareció repleto de informes que se apilaban en varias torres. La mujer abandonó la habitación, para regresar unos segundos después con los dos caballeros. Hércules caminaba junto a ella, charlando amigablemente, mientras que Lincoln permanecía unos pasos por detrás. Desde su ángulo, la piel blanca del cuello desaparecía hasta ocultarse entre los cabellos recogidos. A veces parte de su mejilla aparecía y volvía a desaparecer. Entonces, la mujer se giró y le miró directamente. Por unos segundos sus miradas se cruzaron, pero los dos apartaron los ojos.

—Buenas tardes, perdona que nos hayamos presentado a estas horas, pero hemos estado toda la mañana intentando hablar con el embajador austríaco, aunque ha sido del todo imposible —dijo Hércules saludando a Mantorella. Este con un gesto les invitó a tomar asiento. Alicia regresó a la puerta y les dejó a solas.

—El embajador se ha negado en rotundo a facilitarnos los papeles de von Humboldt. No sé qué podemos hacer.

—¿Cuál ha sido la razón para negarnos el acceso a los documentos del profesor? —preguntó Hércules.

—No está de acuerdo con el enfoque de nuestra investigación. Quiere que pongamos bajo su custodia al profesor y enviarlo de inmediato a Austria. Después, planea llevarlo a Viena, el señor embajador cree fervientemente en un nuevo doctor. Un tal Cari Jung —explicó Mantorella.

—Un discípulo de Sigmund Freud —apuntó Hércules.

—Desconocía su interés por la psiquiatría, Hércules.

—Realmente no me interesa la psiquiatría, pero en los últimos años he leído algo sobre criminología. No tiene una relación directa con ella, pero he estudiado algunos libros del psiquiatra austríaco.

—El caso es que no podemos acceder a los documentos del profesor.

—¿Tiene los papeles del profesor Arouet? —preguntó Lincoln.

—Precisamente estaba echándoles un vistazo cuando ustedes han llegado —dijo Mantorella tomando con la mano derecha los apuntes. —No he podido encontrar mucho. Está escrito en francés, pero el lenguaje es técnico y...

—El profesor es filólogo, especialista en lenguas indoeuropeas —dijo Lincoln.

—Ya lo sé. Pero no entiendo qué tiene que ver su profesión con todo esto. Posiblemente todo este asunto se deba al calor, ¿el calor no puede trastornar la mente de cualquiera?

Hércules se levantó de la silla y se apoyó en su respaldo. Los dos hombres le observaron detenidamente. Su rostro parecía dolorido, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo interior.

—Me disculpan un segundo. Por favor, continúen ustedes. Hércules abandonó la habitación y se dirigió a un pequeño salón, extrajo algo de una pequeña cajita metálica y se sentó en un sillón. Los dos hombres le siguieron a los pocos segundos. El hombre estaba encorvado con un visible gesto de dolor.

—Hércules, ¿te encuentras bien? —dijo Mantorella apoyando su mano en el hombro de su amigo.

—Estoy perfectamente —dijo levantando la cara. Un pequeño hilo de sangre salía de su nariz. Notó algo húmedo y se limpió con los dedos la mancha roja.

—Será mejor que llamemos a un médico —comentó Lincoln algo nervioso.

—No, de veras, estoy mejor. Tan sólo ha sido un pequeño desvanecimiento —dijo recuperando todo su entusiasmo. Después continuó hablando—. El doctor nos explicó que las automutilaciones de los profesores se debieron al edipismo, tras sufrir un síndrome postraumático. Algo les hizo sentirse indignos y se automutilaron los tres órganos sensitivos. La vista, el oído y el gusto. ¿Por qué no se mutilaron los tres los ojos? ¿Cuál fue el factor desencadenante?

Las preguntas de Hércules retumbaron en la sala. Lincoln y Mantorella le miraron intrigados, esperando adonde le llevaban sus reflexiones. Al final el norteamericano contestó.

—Tres órganos simbólicos. La vista; no soy digno de mirar; el oído, no soy digno de escuchar; y el gusto, no soy digno de paladear.

—Efectivamente, son símbolos. ¿Y si no se automutilaron por lo que vieron o creyeron ver, si no para explicar a los que dieran con ellos, lo que habían visto?

—Estimado Hércules, —dijo Mantorella— ¿está diciendo, que los profesores se automutilaron para lanzarnos un mensaje?, ¿la única forma de escapar de su estado catatónico?

—Algo así.

—¿Por qué no el olfato o el tacto? —preguntó Lincoln.

—No lo sé —contestó Hércules y después preguntó—: ¿A qué hora se produjeron las tres automutilaciones?

—Las tres automutilaciones se produjeron casi a la misma hora. Las diez de la noche —contestó Mantorella.

—El punto de conexión parece claro —dijo Hércules.

—¿Cuál es el punto de conexión?

—La Biblioteca Nacional a las diez de la noche —contestó.

—Y, ¿qué sugiere que hagamos? —preguntó Mantorella.

—¿Tienen algún plan para esta noche?

Capítulo 10

Moscú, 12 de junio de 1914

La gran mesa ocupaba la parte central de la sala. Los coloridos trajes de las damas causaban un efecto ajedrezado de fantasía con los esmóquines negros de los caballeros. Tan sólo el anfitrión vestía con uniforme de gala. A su lado, el duque Nicolás, con su impresionante porte y elegancia destacaba en estatura del resto de los invitados. Las voces formaban un verdadero barullo, enmudeciendo a la orquesta que amenizaba la cena en palacio. Los camareros retiraron los platos y comenzaron a servir el postre. El zar se dirigió al duque y le preguntó:

—¿Sjomlinov está fuera de Moscú?

—Sí, Alteza. Como usted ordenó —el duque Nicolás no pudo evitar torcer el gesto. Si detestaba a algún miembro del Estado Mayor, era a él y sólo a él. Representaba lo caduco y decrépito del ejército ruso.

—Muy bien, querido hermano.

La zarina miró de reojo a su marido y éste se percató de su disgusto. Sabía lo que le importunaba a su esposa que se hablase de política durante la cena. Sobre todo con el bueno de Nicolasha. El duque era visto con recelo por su mujer, que no soportaba la gran popularidad que este tenía ni la altivez de su ayudante el príncipe Kotzebeu. Ella sabía que el duque la vigilaba. Era alemana y, a pesar de ser la madre de Rusia, a los ojos de Nicolascha tan sólo era una espía germana.

—Querido Nicolascha, creía que sus planes le impedirían estar esta noche con nosotros —dijo la zarina acentuando su acento alemán, dibujando en su rostro una sonrisa fría que templaba el fuego de su mirada.

—Alteza, nunca podría faltar a una de sus encantadoras veladas. Mi hermano, el zar, y su amada esposa, están en el centro de mi corazón. Siempre que me llame, yo acudiré encantado.

—Duque, sus halagos nos honran por partida doble —dijo la zarina, intentando distanciarse de Nicolás al dirigirse a él como a un noble más.

—Nicolascha y yo hablábamos de Europa, allí está terminando la primavera y aquí quedan aún muchos meses para que el frío vuelva —apuntó enigmático el zar.

El príncipe Stepan apenas escuchaba la verborrea de la condesa Rostova, desde hacía unos minutos procuraba atender a la conversación entre el zar y el gran duque, pero las voces iban y venían azotadas por el murmullo de los cubiertos y los parloteos de los comensales que hablaban en tres o cuatro idiomas a la vez, cambiando del alemán al francés o al inglés a cada momento. La intervención de la zarina rompió la conversación y Stepan observó la cara de Nicolás y el gesto del zar. De repente, el zar de todas las Rusias se puso en pie y la cena se detuvo en seco. Los camareros se quedaron paralizados, las voces enmudecieron y la música cesó de repente. Las cabezas se inclinaron y el zar observó detenidamente la mesa. Las fuentes de comida estaban casi intactas. Faisanes con sus plumas, cerdos asados enteros y un sinfín de manjares. Los cubiertos de plata centelleaban bajo la gran lámpara de araña. El zar levantó la barbilla, un gesto que repetía cada vez que comenzaba a hablar en público.

—Amados amigos y hermanos —dijo, con una voz suave, como en un susurro. Un par de comensales sacaron sus trompetillas para poder atender las palabras de su amado zar—. Una sombra se extiende por nuestra amada Europa. A la temible ola de anarquismo y comunismo se une la ambición austríaca. Mi hermano Francisco José es demasiado viejo y su sobrino-nieto Carlos...

Un murmullo se extendió por la sala. El zar levantó sus manos y se hizo de nuevo el silencio. Sus ojos melancólicos se cerraron por unos segundos. Odiaba hablar en público, no soportaba las miradas sedientas de sus sabias palabras, sobre todo porque no sabía que decir. Su mentor, Konstantin Petrovich Pobiedonostev, se había cansado de repetirle que él era el elegido de Dios para conducir a la Santa Rusia, pero eso no le consolaba. Sergei Aleksandrovich Romanov, su querido tío, hubiera sabido como reaccionar ante los continuos ataques de los alemanes y austríacos, pero ahora estaba sólo. Su único consuelo era su amada esposa y sus hijos.

—Responderemos en nombre de Dios misericordioso y salvaremos al mundo de la peste germánica. ¡Viva Rusia! —dijo alzando la copa. A coro respondió el medio centenar de personas. Al unísono lanzaron las copas sobre sus cabezas y el chasquido de los cristales resonó por todo el salón como un millar de tambores de guerra.

Capítulo 11

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