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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (3 page)

—¿Entonces has venido sola?

—¿A la ópera? ¿Estás loco? He venido con Bernabé Ericeira.

Hércules hizo una mueca y miró detrás de Alicia. La figura delgada, con una palidez enfermiza se asomó y con sus ojos amarillos se adelantó unos pasos. Los dos hombres se saludaron con frialdad. El español evitó presentarle a Lincoln, pero el espectro alargó la mano y se presentó él mismo.

—El conde de Ericeira.

—Mucho gusto, George Lincoln —dijo el norteamericano.

—Usted también es extranjero. En esta ciudad campesina los extranjeros no somos muy bien vistos —dijo el hombre intentando que la expresión de su cara se acercara a una amable sonrisa.

—No le hagas caso —espetó Hércules—. Lo que no comprende nuestro noble amigo, es que en Madrid, enseguida nos damos cuenta de las monedas falsas.

—¡Hércules! —dijo Alicia—. Por favor.

—Perdona Alicia. No quería molestar a tu amigo.

—No se preocupe, querida. El grosero he sido yo. Uno no puede hablar mal de la ciudad que le acoge.

—Cierto —dijo Hércules.

Una campana anunció que la primera parte iba a comenzar y las damas fueron del brazo de sus acompañantes hasta los palcos.

A unos pocos kilómetros del Teatro Real, en el salón Cervantes de la Biblioteca Nacional, el profesor François Arouet leía unos legajos. De cuando en cuando se levantaba las gafas, las colocaba sobre su frente y pegaba la nariz a los papeles. Anotaba algo en una libreta y volvía a coger con cuidado las páginas. La sala estaba en penumbra. Su lámpara era la única que brillaba. Iluminando el escritorio, su melena blanca y su barba pelirroja. Todo estaba en silencio, pero el profesor de vez en cuando suspiraba o daba un pequeño grito de asombro. Las medidas de seguridad en la biblioteca eran más rígidas, pero aquel sábado por la noche, los pocos vigilantes de servicio jugaban a las cartas una planta más abajo.

El jefe de bibliotecarios se acercó a la mesa del profesor y le anunció que en unos minutos tendría que abandonar la sala. El francés le contestó con un leve gruñido y volvió a hincar la cara en el papel.

Lincoln se sentó entre Alicia y Hércules. El perfume de la mujer llenó el pequeño palco y durante unos segundos el norteamericano observó el brazo enguantado, la pulsera de brillantes y los perfiles del vestido. Estaba tan concentrado que las palabras de Hércules le sobresaltaron.

—Lincoln. Esta obra es de Johann Sebastian Bach, del año 1734. Me interesaba escuchar esta obra por algo más que por su belleza artística. Esta música se inspiró en los evangelios apócrifos para narrar el nacimiento de Cristo. En la obra se habla de un extraño personaje: ein Hirt ha talles das zuvor von Gott erfahren müssen. Algunos creen que se refiere a Abraham, pero después vuelve a mencionarse con la llegada de los Reyes Magos.

La música comenzó a inundar el teatro y las voces fueron amortiguándose hasta que se hizo el silencio. Hércules dejó de hablar y los dos hombres se concentraron en la representación.

Capítulo 4

Moscú, 10 junio de 1914

Stepan recorrió todas las estancias y se adentró en el despacho del mariscal. Dejó encima de la mesa el informe y se entretuvo contemplando la colección de soldados de plomo que representaba la huida de los franceses de Napoleón a través del río Berezina, perseguidos por las tropas cosacas. La composición parecía cobrar vida ante sus ojos. Él nunca había participado en una batalla, la última derrota de su país frente a los japoneses había convertido al imperio ruso en una especie de gran oso en estado de hibernación, pero había realizado varia misiones peligrosas en otros tiempos.

Cuando el mariscal entró en la sala Stepan apenas se apercibió de sus pasos pesados, con aquel sonido singular del bastón repicando en el suelo de madera. Notó la presencia del hombre a su espalda, pero tardó unos segundos en enderezarse. Su cabeza estaba muy lejos de allí. Lejos del palacio, de Moscú y, sobre todo, lejos de la realidad. En su mente, por el contrario, parecía todo extrañamente real.

—Príncipe Stepan no hacía falta que me trajera usted mismo el informe, para eso están los secretarios y los conserjes. Me siento azorado por su amabilidad.

—Almirante Kosnishev, no es molestia. Estiro un poco las piernas, disfruto contemplando los tesoros de este palacio y, de paso, charlo un rato con usted —dijo Stepan sonriente. Estaba acostumbrado a que le trataran con displicencia, cosa que le incomodaba. El almirante, al contrario, era un hombre franco y directo. Una de esas raras excepciones en el ejército ruso, en las que un hombre de origen humilde pero tenaz había llegado al grado más alto.

—No puedo negar que su compañía también aligera las mañanas en el despacho. Todo el asunto de Sarajevo me tiene... —el almirante frunció el ceño buscando la palabra adecuada, pero como solía hacer, comenzó a hablar de otra cosa, sustituyendo con silencios a las palabras justas—. He pedido al zar que me permita que le acompañéis a Viena.

—No será peligroso ir a Viena tal y como están las cosas.

—Precisamente por eso, Viena es en estos momentos el lugar más seguro para nosotros y nuestros amigos —dijo sonriendo el almirante. El príncipe le miró serio, frunció el ceño y apretó los labios. No estaba seguro de que estar a varios miles de kilómetros en un país hostil fuera prudente. Ya había experimentado esa sensación de vulnerabilidad en 1905, cuando casi perdió la vida frente a las costas de Tsu Shima, en el estrecho de Corea; justo cuando el conflicto casi había terminado.

—Está bien, pero saldremos de allí antes de que todo comience.

—No se preocupe, nuestra presencia será clandestina, en Viena sólo estaremos unos días. El destino es Sarajevo y después Belgrado.

—Dejo todo en sus manos almirante.

El príncipe Stepan tomó uno de los soldados de plomo con la mano y lo aplastó lentamente con su mano metálica. Un viejo recuerdo de la guerra ruso-japonesa. El almirante no pudo evitar que su mirada pareciera por unos segundos turbada.

Capítulo 5

Madrid, 10 de junio 1914

Wir singer dir in deinem Heer

Aus aller Kraft Lob, Preis ind Her,

Dass du, o lange wünschter Gast.

El coro de voces llenaba toda la sala y las miradas brillantes de los espectadores anhelaban expectantes el momento culminante. La música vibraba en su cenit y envolvía los oídos hasta penetrar en lo más profundo del alma, pero un hombre dirigía la mirada de su monóculo al palco de enfrente. En medio de la oscuridad había surgido una figura que apenas podía distinguir. Cuando se acercó a la parte más luminosa, donde la luz del escenario descorría el velo de total oscuridad, el observador percibió como unos botones plateados brillaban en la pechera del intruso. Este se inclinó hacia un caballero y le dijo algo. Inmediatamente el caballero se levantó y se convirtió en una sombra más del palco.

—Estimado Lincoln, creo que debemos abandonar la escena lo antes posible —dijo Hércules bajando el monóculo e inclinándose hasta el oído de su compañero. Los ojos de Alicia brillaron en la oscuridad y siguió con la mirada los pasos torpes de Lincoln por el palco a oscuras. Las sillas chirriaron y los dos hombres abandonaron la sala y salieron al pasillo. La luz les hizo pestañear durante un rato, pero sin demora se dirigieron hasta el hall. A los pies de la escalinata un hombre vestido de esmoquin conversaba con dos policías uniformados. Su pelo totalmente blanco echado para atrás brillaba con la luz de la gigantesca lámpara de araña. Cuando Hércules y Lincoln se acercaron, los tres hombres comenzaban a descender la escalera de mármol en dirección a la salida.

—Mantorella, ¿qué ha pasado?

El hombre del pelo blanco se giró muy rápido, con una agilidad que contrastaba con su porte y su edad. Observó a los dos hombres pero se detuvo unos segundos en la cara de Lincoln, habían pasado muchos años y los rizados cabellos del norteamericano estaban algo canosos en las sienes, pero los grandes ojos oscuros y el color muy negro de su piel eran inconfundibles.

—Algo ha pasado en la Biblioteca Nacional.

—¿Otro incidente desagradable? —preguntó Hércules y comenzó a andar escaleras abajo. El grupo se puso en marcha y alcanzó la puerta principal. El caluroso día había dejado paso a una noche fresca y brillante. Algo poco habitual en el bochornoso agosto madrileño. Lincoln sintió un escalofrío y pensó que se estaba constipando.

—Un profesor francés. No sé cómo ha podido pasar. Hemos extremado las precauciones, pero no podemos defender a nadie de sí mismo.

Un coche de caballos negro y cuadrado esperaba en la entrada. Uno de los policías se sentó al lado del conductor y el resto pasó al interior. Los asientos estaban muy desgastados y ajados y el espacio era angosto para cuatro pasajeros. Se apretaron un poco y la carroza arrancó de golpe precipitándose por las calles a gran velocidad. Los cuatro ocupantes sintieron el zarandeo del vehículo sobre el empedrado y permanecieron unos minutos en silencio hasta que Hércules comenzó a hablar.

—Ustedes ya se conocen. Este caballero es George Lincoln.

—Sí, Mantorella. Creo que se acordará de mí.

—Naturalmente almirante —dijo Lincoln estirando el brazo para saludarle.

—Ahora estoy en la reserva.

El rostro de Mantorella seguía manteniendo un aire infantil a pesar de las arrugas y las bolsas que empezaban a formarse alrededor de sus ojos. Su cara delgada quedaba parcialmente oculta tras un prominente mostacho blanco con mechones rubios.

—Le agradezco mucho que haya dejado todo y atravesado medio mundo para ayudarnos en este caso —añadió Mantorella, pero hubo algo en el tono que le hizo pensar a Lincoln, que el hombre no estaba totalmente convencido de que su presencia pudiera ser de alguna utilidad en el caso—. No sé lo que Hércules le ha contado de este extraño caso.

—La verdad es que Hércules no ahondó en detalles. En las últimas horas tampoco hemos tenido mucho tiempo para hablar.

—Lo entiendo. El viaje debe haber sido agotador y nuestro común amigo no es muy dado a largas explicaciones. Aunque, si le soy franco, no sabemos qué pensar con este extraño asunto. Nos tiene a todos desconcertados.

Hércules contempló sonriente la escena y cuando todos le miraron se decidió a hablar:

—Dos profesores prestigiosos automutilados en el corto espacio de tiempo de cinco semanas. Y al parecer se acaba de añadir un tercero a esta macabra ceremonia de automutilación. ¿Qué podemos decir y pensar ante algo así?

Hércules arqueó la ceja y espero a que sus palabras reposaran en el silencio antes de continuar.

—Lo lamentable es que el profesor von Humboldt no ha recuperado la cordura. Su mente parece tan apagada como la cuenca vacía de sus ojos y el profesor Michael Proust, además de quedarse mudo por la amputación de su lengua, parece estar bajo algún trance.

—¿No formará parte todo esto de algún macabro ritual? —argumentó Lincoln.

—Hemos pensando en ello —contestó secamente Mantorella—, pero no hemos encontrado indicios que vinculen a los dos profesores con ningún tipo de ritual. Tan sólo se trata de un profesor de historia y un antropólogo.

—¿Sus estudios tenían algún tipo de conexión? —preguntó Lincoln.

—No. El profesor von Humboldt es un estudioso de Portugal y el doctor Michael Proust es un inminente especialista en pueblos asiáticos —dijo Mantorella tajantemente, como si hubiera respondido muchas veces a aquellas preguntas.

—Entiendo. Lo único que les une es que ambos investigaban en la Biblioteca Nacional.

—Efectivamente querido Lincoln. La Biblioteca Nacional encierra una de las colecciones más importantes sobre historia de Asia. Al parecer, los jesuitas y los representantes de la Corona en Asia, aprovecharon el dominio español sobre Portugal, para hacerse con algunos de los tesoros de la lejana India, China y otros puertos controlados por los portugueses —dijo Hércules.

Lincoln empezó a juguetear con el sombrero de copa apoyado sobre su regazo. Se sentía aprisionado entre los dos hombres, pero sobre todo le angustiaba no entender la mitad de las cosas que oía. Llevaba muchos años sin hablar ni escuchar español. En las calles de Nueva York había usado un par de frases para hacerse entender con los hispanos de la ciudad, pero eso no era suficiente para comprender palabras técnicas. Hizo un esfuerzo por traducir cada palabra en su mente.

—A lo mejor estamos hablando demasiado rápido. Se me ha olvidado que tan sólo lleva en España unas horas —dijo Hércules interpretando la mirada confusa de su amigo. Por otro lado, me temo que no conoces mucho de la historia de España.

Antes de que Lincoln respondiera la carroza dio un brusco giro y se introdujo a través de una verja negra. Los árboles cubrían como un manto sus cabezas y el olor a jazmines le hizo olvidar por unos momentos su azoramiento. Los cuatro hombres salieron del carruaje rápidamente y se dirigieron a las escalinatas, donde dos agentes vestidos con su uniforme azul marino se pusieron firmes al verlos pasar. Mientras ascendían, la luz de las farolas iluminó las solemnes estatuas de la entrada. Lincoln levantó la vista y observó la fachada imponente, pero no pudo atender a sus detalles.

El hall estaba en penumbra, pero dos conserjes les esperaban en la entrada con quinqués. Con un gesto se pusieron en marcha y el grupo subió por la escalinata de mármol hasta la planta superior. Mantorella hizo un gesto de extrañeza.

—¿Por qué vamos a la planta superior? La sala de Manuscritos raros está abajo.

—Señor, el profesor François Arouet se encontraba en esa planta cuando sufrió... —el hombre titubeó y dijo por fin— el accidente.

Recorrieron un largo pasillo que aparecía y desaparecía a la luz de los quinqués, hasta que los conserjes se pararon frente a una puerta. Los destellos de la sala les deslumbraron al principio. Cuando lograron recuperar la vista, observaron un gran salón de paredes forradas de estanterías y gigantescos mapas antiguos. Alguien había encendido todas las velas de una inmensa lámpara de araña y los grandes ventanales parecían grandes bocas negras por donde se escapaba la luz. Dos agentes de pie custodiaban a un individuo que con la cara inclinada parecía exhausto; a su lado un hombre vestido con un traje de calle miraba a través de una gran lente los oídos de la víctima. Cuando se acercaron más, pudieron ver la sangre reseca que recorría las orejas y caía por los hombros del hombre hasta las mangas. Al pararse delante del individuo este levantó la cabeza y con la mirada ida les observó sin mostrar la más mínima emoción o dolor.

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