Read El mesías ario Online

Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (7 page)

Madrid, 13 de junio de 1914

—El edificio es pequeño para albergar la universidad de la capital de un reino, ¿no cree? —preguntó Lincoln mientras recorrían la fachada de la Universidad Central.

—En España todo se abandona y olvida. Este edificio es lo que queda de la famosa Universidad Central. A mediados del siglo pasado, algún burócrata decidió que se abandonaran los vetustos edificios del siglo XV en Alcalá de Henares para tener la universidad en la capital.

—La Universidad de la ciudad de Nueva York es mucho más grande y bella.

—Ustedes los norteamericanos siempre tienen la fea costumbre de comparar todo con su país y de construir todo a lo grande.

—Tiene razón, discúlpeme.

Lincoln se quitó el sombrero y con un pañuelo se secó el sudor de la frente. Por la calle todavía circulaba poca gente: algunos faroleros apagando las llamas que todavía se resistían a sucumbir y los serenos, una especie de vigilantes privados que abrían las puertas a los vecinos. En la entrada un ujier vestido con un uniforme negro les preguntó sus nombres, a qué catedrático venían a ver y les hizo firmar en un gran libro de visitas. La escalinata les llevó hasta unos largos pasillos oscurecidos por la penumbra matutina. No se cruzaron con nadie en el camino. Hércules marchó sin titubear hasta una puerta donde un cartel indicaba que se encontraban en el Laboratorio de Investigaciones Biológicas. Lincoln frunció el ceño y miró aturdido a Hércules. Él creía que se dirigían a visitar a alguna eminencia en los campos de los tres profesores mutilados, pero no a visitar a un científico. Hércules llamó a la puerta y esperó a recibir permiso para entrar. En medio de un laboratorio moderno completamente iluminado un hombre de unos cincuenta años con bata blanca miraba a través de un microscopio. Al verles se levantó y sin mucho entusiasmo les dio la mano.

—Permítame que haga las presentaciones doctor. Este es mi amigo y compañero George Lincoln, un agente de policía norteamericano. El profesor don Santiago Ramón y Cajal.

—Encantado —dijo el doctor. Sus ojos penetrantes se clavaron en Lincoln. Apenas conservaba una corona de pelo que continuaba por su mentón formando una rala barba gris.

—Creo que le llegó mi tarjeta de presentación y la nota en la que le explico las causas de nuestra visita. Sentimos mucho importunarle, imaginamos que su trabajo le tiene muy ocupado —dijo Hércules.

—No se preocupen. He seguido el caso por los periódicos y estoy horrorizado. Conocía a los profesores von Humboldt y el profesor François Arouet.

—¿Los conoce en profundidad y la causa de sus investigaciones en Madrid? —preguntó Lincoln impaciente. El doctor les hizo un gesto para que le siguiesen y se sentó en una cómoda silla de piel frente a su mesa. Los dos hombres se sentaron al otro lado y esperaron a que el doctor comenzase a hablar.

—La verdad es que mi amistad con los dos profesores se reduce a unas cuantas veladas y un par de encuentros fortuitos. Madrid no deja de ser más que un gran pueblo —el doctor bajó la mirada como si pensara y el silencio invadió el laboratorio. El sol entraba perezoso por las ventanas y dibujaba el rostro del erudito sobre la pared.

—Pero, algo sabrá de sus investigaciones —inquirió Lincoln.

—Ustedes conocen las especialidades de von Humboldt y del profesor François Arouet. El especialista alemán es un inminente historiador especializado en Portugal, en concreto en la expansión colonial Lusa entre los siglos XV y XVI. Muchos de sus colegas afirman que es el mejor conocedor de Vasco de Gama.

—¿Vasco de Gama? —preguntó Lincoln.

—Vasco de Gama era un navegante portugués, el primero en circunvalar África y llegar a la India.

—Disculpe mi ignorancia —dijo Lincoln con su deficiente español.

—La ignorancia cuando no es buscada, tan sólo es la base del conocimiento. No tiene porqué disculparse. Bueno, como les decía. El profesor Humboldt había encontrado unos escritos importantes sobre Vasco de Gama y las razones de su primer viaje a la India en la Biblioteca Nacional. Lo único que me refirió al respecto en una cena en la que coincidimos, es que estaba a punto de realizar un gran hallazgo sobre unos escritos traídos por el portugués a Lisboa. Unos documentos que llevan cientos de años desaparecidos.

—No le especificó de qué documentos se trataban o qué contenían —dijo Hércules entrando de nuevo en la conversación y saliendo del letargo en el que solía caer mientras reflexionaba.

—No, creo que ni él mismo sabía todavía lo que iba a encontrar.

—Con respecto al profesor francés, François... —dijo Lincoln.

—Arouet —dijo Ramón y Cajal en su perfecto francés.

—Eso.

—Del profesor Arouet me temo que sé menos aún. Es un joven taciturno, solitario. Una vez coincidió a mi lado en uno de los pupitres de la Biblioteca del Ateneo. Nos saludamos cordialmente pero no cruzamos palabra.

—Es una lástima —dijo Lincoln.

—¿No vio lo que investigaba? —preguntó Hércules.

—¿Cree que soy un fisgón?

—No, pero un hombre de ciencia siempre está hurgando en la entrañas del saber —apuntó Hércules con una media sonrisa. El doctor clavó su mirada fría en el rostro del atrevido investigador y sonrió a su vez.

—Tan sólo un vistacito. Tenía varios libros y algunos papeles. La mayoría son clásicos sobre la lengua Indoeuropea: el Ubre die Sparche und Weisheit der Indier, de F. von Schlegel.

—Perdón, ¿cómo dice...? —preguntó Lincoln.

—«Sobre la lengua y la sabiduría de los indios» —tradujo el doctor.

—¿Algunos libros más? —preguntó Hércules mientras anotaba en un pequeño cuaderno.

—La obra de Pictet, Les Origines Indo-Européennes y algunos papeles y manuscritos, parecían calcos de escritura sánscrita.

—El sánscrito se habla en la India, ¿verdad? —preguntó Lincoln.

—El sánscrito o samskritam es un idioma de la familia Indo-aria. Es como el griego clásico y el griego moderno, todavía se usa en los rituales del hinduismo, el budismo y el jainismo. Pero en la India se hablan más de veintidós idiomas. Literalmente quiere decir «perfectamente hecho»: sam: «completamente» y kritá: «hecho».

—Ah, entiendo —dijo Lincoln intentando traducir las palabras del doctor en su cabeza.

—Por lo que veo, el profesor francés está haciendo algún estudio sobre las lenguas Indoeuropeas, pero no encuentro la conexión entre los estudios del profesos Arouet y los del profesor von Humboldt.

—¿Qué estaba investigado el otro profesor? —preguntó Ramón y Cajal.

—El profesor Michael Proust es antropólogo.

—Antropólogo, qué interesante. Me tienen fascinado esos antropólogos, parece como si nadie hubiera estudiado al hombre antes que ellos.

—¿No está muy de acuerdo con la antropología? —preguntó Hércules.

—No he hecho otra cosa en mi vida. El hombre y sólo el hombre, esa es la fuente de toda la ciencia y lo que da sentido a la vida. Pero, ¿qué estudiaba nuestro buen profesor?

—En su cuarto tenía libros de varios antropólogos americanos y algún alemán.

—¿Recuerda alguno de los nombres, don Hércules?

—Mi alemán no está a la altura del suyo, los nombres eran un poco farragosos. Entre ellos estaban algunos trabajos de Chamberlain, sobre todo el más famoso,
Las fundaciones del pasado siglo XIX
. También había algunos artículos de Francis Galton.

—Darwinismo social.

—¿Qué? —preguntó Lincoln.

—A partir de las teorías de Charles Darwin, varios estudiosos han aplicado las teorías evolutivas a la sociedad. Sobre todo la escuela de Yale y Chicago, en Estados Unidos. Chamberlain y Galton, dos de los autores que estaba leyendo el profesor Michael Proust, defienden la teoría de la superioridad de las razas y la eugenesia.

—La eugenesia, es una filosofía social. Los eugenesistas creen que la sociedad ha pervertido la selección natural y que, se hace necesaria la intervención humana para mejorar los rasgos hereditarios humanos.

—Veo, don Hércules que está informado sobre el tema —apuntó el doctor.

—Últimamente, muchas de las obras que defienden la eugenesia han circulado por los salones de la gente bien pensante.

—No me negará que alguna de sus ideas son muy interesantes.

—Perdonen caballeros, pero yo estoy a oscuras. ¿A qué se dedican estos señores? —preguntó Lincoln.

Los dos hombres se miraron y Hércules con un gesto le dio paso al doctor. El doctor miró a Lincoln mientras pensaba que no le iban a agradar algunas de las ideas que tenían los eugenésicos sobre las razas.

—El profesor Galton, que antes mencionó su compañero, aplicó las teorías de su primo Darwin.

—No sabía que eran familia —comentó Hércules—. Perdone la interrupción.

—Bueno, como les decía, Galton intentó aplicar alguna de las teorías sobre la evolución humana y fundó algo que el mismo llamó eugenesia, término que en griego quiere decir, «bien nacido». Muchos filósofos y científicos defendieron sus propuestas. Los mejores de la sociedad debían separarse de los peores y no dejar que unos y otros se mezclaran. Estas ideas ya las defendió Platón y la llevaron a término en la república de Esparta. Galton hizo una feroz crítica al cristianismo y a su concepción de la caridad, ya que consideraba que favorecía que personas débiles consumieran los recursos preparados para personas fuertes. En Estados Unidos se han aplicado algunos de estos programas y se ha esterilizado a personas con taras físicas y psicológicas. También se prohibían los matrimonios entre personas sanas y enfermas.

—Pero eso es inadmisible —dijo Lincoln—. ¿Quién determina la normalidad y anormalidad?

—En Alemania se ha fundado recientemente una sociedad llamada Sociedad para la Higiene Racial, también hay sociedades parecidas en Inglaterra, Estados Unidos y Francia.

—¿Qué piensa usted sobre la eugenesia, doctor? —preguntó Lincoln.

—Yo soy un neurólogo. Cuando abro el cráneo de un paciente veo lesiones y enfermedades, pero no me fijo si mi paciente es retrasado o tiene algún tipo de tara. El cuerpo humano, aun el más defectuoso, es una hermosa máquina diseñada para sobrevivir. Me enseñaron a dar vida, no a cortarla.

—La idea que no deja de dar vueltas en mi cabeza es, querido doctor, ¿por qué tres profesores cultos, inteligentes se iban a automutilar? Además, por lo que hemos visto, sus disciplinas e investigaciones parecen muy distintas. ¿Cuál es el punto común de los tres casos?

—Estimado Hércules. Tal vez, las cosas hay que plantearlas justo al revés.

—¿Al revés, doctor?

—Efectivamente, no podemos llegar a diagnosticar una enfermedad sin conocer sus síntomas.

—No le entiendo.

—Estimados amigos, las mutilaciones no son la enfermedad, son los síntomas.

—Sigo sin entenderlo, doctor.

—Las mutilaciones se han producido a causa de un trauma grave, algo que ha impactado a los tres profesores, ¿qué les une?

—Que son investigadores, extranjeros, que estaban en la Biblioteca Nacional —enumeró Lincoln.

—No, estimado Lincoln. Esos son, podríamos decir, los síntomas. Lo que realmente les une es su pasión por la ciencia, por el conocimiento. Pero, ¿a dónde les llevaron sus investigaciones?

Un silencio espeso cubrió toda la sala y la luz de la mañana entró con fuerza en el laboratorio. Los tubos de ensayo brillaron y una gama de colores se extendió por la mesa.

—El horror, queridos señores. ¡El horror!

Capítulo 12

Madrid, 13 junio 1914

Don Ramón se acercó la pequeña mesa auxiliar al diván y escuchó como el latido de su propio corazón se aceleraba. No tenía muchos momentos de tranquilidad. Su esposa se pasaba la mayor parte del tiempo en casa cuando no tenía ninguna función y le regañaba cada vez que le veía tumbado, apoyado en sus cojines leyendo el periódico o simplemente mirando al techo. Aquella mañana era especial, tenía entre las manos los libros que llevaba meses buscando y durante toda la noche estuvo pensando en la forma de encontrar un momento para echarles una ojeada.

Acarició los lomos rugosos y desgastados con la mano y cruzándose de piernas abrió con dificultad el primero de ellos. Apenas había leído la primera línea cuando alguien aporreó la puerta. Don Ramón del Valle-Inclán masculló una maldición, pero terminó por levantarse e ir a ver quién era. Caminó por el largo y estrecho pasillo sin percatarse que seguía llevando en la mano los tomos. Se acercó a la cocina y los dejó sobre una mesa. Al llegar a la puerta, los golpes se volvieron a repetir y el escritor maldijo a todos los impacientes.

—Por Júpiter, Héctor el de los pies ligeros no habría corrido más. ¿Quién destruye la paz de esta casa?

—Señor don Ramón, por favor, franquéeme la entrada.

—¿Quién vive? —vociferó el escritor como si preguntara desde lo alto de una muralla.

—«¿Qué hay, hermano Edmundo, en que seria contemplación estás?» —dijo la voz a través de la puerta.

—«Estoy pensando, hermano, en una predicción que leí el otro día» —contestó el escritor. El rey Lear de Shakespeare, bonita manera de invocar a las musas.

El escritor descorrió el cerrojo y tras abrir la puerta observó al extraño visitante. Si no hubiese sido por la chaqueta negra de corte francés, don Ramón le hubiese confundido con el mismo dios vikingo Thor, pero aquel hombre rubio y alto había hablado en un correctísimo español.

—Señor don Ramón de Valle-Inclán.

—El mismo.

—Discúlpeme, soy un gran admirador suyo.

—¿De dónde es usted?

—Me temo que de un país lejano.

Don Ramón se mantuvo quieto sin invitar al hombre a pasar. Con su única mano sostenía el agarrador de la puerta y contemplaba la cara pálida y rojiza del visitante.

—¿Cómo de lejano?

—Austria.

—Ha venido desde Austria para conocerme —dijo el escritor frunciendo el ceño.

—No, creo que me he expresado mal. Unos negocios me han traído hasta Madrid. Por un amigo me he enterado dónde estaba su residencia y he tenido el atrevimiento de venir a conocerlo.

—Entiendo. Siento decirle que no recibo en casa. Si está tan interesado en verme, todas las tardes, puntual como un reloj tomo café en el Nuevo Café de Levante, sito en la calle del Arenal.

—Lamento haberle importunado, pero salgo esta misma semana para Barcelona.

El hombre adelantó el cuerpo colocándose entre la hoja de la puerta y el marco. Don Ramón dio un paso atrás y comenzó a sentir una extraña desazón. ¿Cómo podría deshacerse de aquel inoportuno caballero sin levantar sospechas?

Other books

03 - Three Odd Balls by Cindy Blackburn
Angels in the Snow by Rexanne Becnel
We the Underpeople by Cordwainer Smith, selected by Hank Davis
Bloods by Wallace Terry
The Power of Silence by Carlos Castaneda
The Doll by Taylor Stevens
SovereignsChoice by Evangeline Anderson